domingo, 16 de septiembre de 2007

El Grito de los Libres


Ayer, quince de septiembre de dos mil siete, la noche del ciento noventa y siete aniversario del inicio de la Guerra de Independencia, la incansable luchadora social Doña Rosario Ibarra de Piedra, cuyo hijo Jesús Piedra Ibarra fue secuestrado y desaparecido en 1975 por el gobierno de Luis Echeverría, gritaba en el Zócalo, frente a miles de hombres y mujeres libres levantados en almas:

¡Vivan los héroes que iniciaron la lucha por darnos patria y libertad!

¡Vivan los presos y desaparecidos políticos que dieron todo por la libertad de este país!

¡Muera el mal gobierno!

¡Viva la Presidencia Legítima de México!

¡Viva México!
(foto de La Jornada)

sábado, 1 de septiembre de 2007

¿A dónde se va la caca?

Tiene que salir,
aunque me tenga que quedar aquí a vivir,
aunque me digan que no tengo porvenir,
en este intento me la juego,
de aquí yo no me muevo,
pero esto va a salir.


Rola de mi adorada Liliana Felipe,
muy ad hoc.


Llevo una semana estreñido y no hay poder en esta tierra, o sobre ella en los altos cielos de los ángeles, o debajo de ésta en las fauces ardientes del infierno, que pueda acabar con mi aflicción.

Simplemente un día, de la noche a la mañana, dejé de hacerle esa diaria y aliviante visita al excusado, a esa la gloria de trono al que el rey va solo, como si mis intestinos hubieran decidido ponerse en huelga y dejar de trabajar así nomás, sin avisar ni dar explicaciones ni entregar pliego petitorio de sus demandas laborales ni cosas similares.

El primer día pensé que era normal; que seguramente no había bebido suficiente agua y que al día siguiente, después de ponerme al corriente en la mañana, todo volvería a la rutinaria normalidad de la caca puntual de las seis de la tarde. Oh, iluso de mí. Pasaron los días segundo y tercero y nada de nada y con la ausencia de mierda crecía mi angustia, y con el paso de los días, me duele más la cabeza, expelo por los poros un pegajoso sudor frío, me duelen las articulaciones como viejita reumática y tengo esos espantosos sueños reiterativos y sin sentido que le dan a uno como cuando tiene fiebre de cuarenta grados. Me muero de miedo.

Ya voy por el día quinto, casi sexto de mi nostalgia y ya me bebí innumerables litros de licuados de papaya y jarras enteras de agua de tamarindo, al menos me he comido unas cincuenta barras de fibra, me cené todas estas noches de sufrimiento ese cereal que sabe a caja de cartón y que promete milagros en el empaque, me he bebido sendas cucharadas de linaza, de aceite de oliva, de extracto de ciruela, de té milagroso de las yerberas, de ese que bautizaron con el aterrador nombre de “escoba intestinal”, y la caca sigue sin dar las más mínimas señales de vida. Sólo espero que entre tantos remedios, alguien me recomiende a qué santo debo voltear de cabeza.

Lo más misterioso del caso es que no tengo el estómago inflamado, como lo indicaría la lógica, pues en algún lado se debe almacenar todo el resultado digestivo, el proceso final de la comida que no he dejado de tragar, porque eso sí, hambre no me ha faltado. ¿Dónde están los restos de las manzanas rellenas del lunes, lo que quedó de la chapata vegetariana del martes, el desperdicio de la ensalada con pechuga de pollo del miércoles, el resto el sushi del jueves, las inútiles colillas de las enchiladas del viernes y sobre todo, dónde quedó el frijol con puerco de hace rato? ¿A dónde se va la caca? ¿La tengo en alguna parte de mi cuerpo guardada, como trigo en granero o río en presa? ¿Se ha absorbido en la forma de veneno letal que corre por mis venas y espera el momento justo de acabar conmigo? ¿Mi cuerpo usando mi propia inmundicia ha planeado matarme así de manera tan vil, tan infame, tan traidora, tan artera y tan a mansalva? O simplemente la mierda ha desaparecido, como si se la hubieran devorado ejércitos de moscas y escarabajos dentro de mí sin que yo me diera cuenta, en operación hormiga.

Mi novio, que se cree con el derecho dar explicaciones metafísicas a las cosas de este mundo nada más porque él es la encarnación de la belleza y la ternura (como el Tadzio de Mann), ha elaborado dos hipótesis: 1. que si no cago es porque me resisto a dejar ir algo en mi vida, como si el estreñimiento fuera metáfora de el apego y la aprensión; y 2. que el cagar es un asunto de decisión y que si fuera a sentarme al baño en esa ahora tan indiferente taza de porcelana, con la firme convicción de cagar, lograría liberar mi tan constipado colon de una buena vez por todas. Es increíble cómo el simple hecho de defecar, puede convertirse en motivo de superación personal.

En fin, en cuanto termine de teclear estas letras de desesperación, voy a tragarme todos los laxantes que encuentre en el botiquín de mi casa en espera de que, tras un agitado sueño (como el de Gregorio Samsa), mañana por la mañana se haga el milagro y se le ponga fin al dolor de mi existencia.

Como dice la canción: “el mundo se divide entre los que obran bien, y los que obran mal”.