miércoles, 27 de abril de 2011

“El Dragón y la Rueca” hace ocho años y una apuesta hacia el futuro.

Fui parte del grupo de estudiantes que fundaron el proyecto de la escuela-laboratorio de teatro “El Dragón y la Rueca” hace poco más de ocho años. En ese entonces yo había abandonado los primeros pasos apenas recorridos en el camino del arte y me había volcado hacia el estudio de las ciencias sociales. Sin embargo no pude resistirme, pese a los denodados esfuerzos de mis padres que consideraban que el del actor no es un oficio lucrativo, al proyecto de escuela que abanderaba por primera vez Susana Frank. La formación del actor, desde su óptica, parte de la liberación de las potencias expresivas del alumno y se dirige a la instrumentación de un creador integral, capaz de gestar sus propias producciones escénicas y, claro está, desde un posicionamiento personal ético y estético. En suma, la escuela se proponía educar artistas profesionales en el mejor sentido de la palabra, artistas que profesaran una fe o, mejor dicho, una apuesta hacia el futuro. Esta visión del ser del actor hace énfasis, por supuesto, en la responsabilidad social del arte de las tablas y, en buena medida, le declara la guerra a las acostumbradas mezquindades que mantienen a los artistas sometidos a condiciones de trabajo tan inhóspitas y a las que, para mal, nos hemos empezado a resignar. Resultaba, pues, imposible no querer integrarse a toda costa a lo que se proponía como un movimiento que reconfiguraría de golpe la geografía del quehacer teatral nacional.

¿Por qué entonces, si se trataba de un proyecto tan virtuoso según yo, me fui de él? Apenas concluido el curso propedéutico con la presentación del espectáculo “Caleidoscopio” que aglutinaba números elementales de circo y teatro de improvisación dirigidos por Anatoli Lokatuchuck y María Gonzáles de San Esteban respectivamente y la puesta “Sed de Mar” creada por la directora de la escuela basándose en los textos homónimos de Esther Seligson, renuncié a seguir adelante y, obvio es decir, no egresé con el resto de mis compañeros. Ni la calidad de la escuela, ni la capacidad de sus docentes, ni la convivencia diaria con los otros estudiantes, cosa que puede llegar a ser muy conflictiva en algunos ambientes, fueron la causa de mi salida. Deserté porque me hice una pregunta por cuya respuesta pagué muy alto costo: ¿en qué teatro debía creer? Pugnaban en mi fuero interno dos ideas contradictorias: por un lado, la del actor de compañía que dedicaba largos procesos de investigación colectiva en pos de un objeto de arte original; y por otro, la del actor que va de contrato en contrato, realizando las puestas en escena que le vayan acomodando mejor, cada vez con un equipo diferente de colaboradores. Quizá mi falta de perspectiva y experiencia me hizo creer en ese entonces que supeditarme como actor a los modos de una compañía, la que se formaría en la escuela, que estaba en ese momento estableciendo sus propios códigos de comunicación, me impediría para trabajar de manera independiente con otros creadores, como si ambas formas de ejercer la profesión fueran irreconciliables, como si no existiera ningún camino medio entre ellas. No puedo explicar el dolor que sentí al despedirme de mis compañeros y profesores, más aún cuando, por obvias razones, muchos de ellos se sintieron traicionados y abandonados por mí.

Sea como sea y sentimentalismos aparte, obtuve la respuesta que estaba buscando y que voy a explicar enseguida. Descubrí que sobre las otras escuelas de formación profesional de actores, aquellas que tácitamente privilegian esa segunda forma de ejercer la profesión, pesaban terribles vicios que comprometían gravemente el delicado proceso de educar en el arte. Tales vicios son los siguientes: primero, no poseen una declaración de principios éticos o estéticos que guíen la formación académica de sus estudiantes; segundo, el conocimiento es fragmentado en áreas de especialidad cuyos saberes son secuestrados por “vacas sagradas” tendientes al estatismo y al enmohecimiento de los programas de estudio; tres, y consecuentemente de los anteriores, el estudiante no logra construir puentes que comuniquen las asignaturas vocales, de expresión corporal, teóricas y actorales propiamente dichas a la resolución de un problema específico de puesta en escena, es decir, a la creación en nombre propio o, para decirlo de una vez por todas, a la construcción de una obra de arte. Por si esto fuera poco, se fomenta un ambiente competitivo cuya espiral de violencia engaña a los alumnos haciéndoles creer que en la medida en la que el otro fracase, uno tiene éxito. Pero no quiero decir que todo esté perdido o que todas las escuelas de actuación son un infierno. Es mucho lo que debo a la Escuela Nacional de Arte Teatral, la institución que finalmente me hizo el artista que soy, pero sería irresponsable no señalar que esos defectos la mantienen, junto con otras escuelas, en un impasse, en un callejón sin salida, francamente preocupante. Sólo así se explica por qué no ha ocurrido una revolución cultural, al menos en el ámbito teatral, si cada año se lanzan al mercado profesional, sólo en la Ciudad de México, al menos una centena de actores profesionales y, mínimo, una veintena de directores, sino es que más.

Y sin embargo, aunque “El Dragón y la Rueca” tuvo a la larga sus propias complicaciones tales como el aislamiento del centro del país y el consiguiente no entramado de redes de colaboración, cooperación y contratación, la sombra de aquellos defectos que enumeré en el párrafo anterior quedaron más o menos exorcizados desde su planteamiento. De entrada y por concepción el teatro-laboratorio no puede funcionar, en primer término, si a todas sus actividades no subyace la convicción de una poética escénica y una mística de trabajo específicas. Por supuesto no me refiero aquí a ningún esoterismo trasnochado sobreviviente de los setenta. Dicho sea de paso, creo que muchas de las personas que desdeñan el teatro de compañía, yo entre ellos hace ocho años, del modo en el que aquí lo he caracterizado, lo hacen impulsados por ideas preconcebidas consecuencias de malas lecturas de la obra de Eugenio Barba o Antonin Artaud, o en su defecto, por las equívocas interpretaciones que algunos grupos de teatro han hecho de ellos, poniendo en práctica métodos de trabajo difícilmente artísticos, ya no decir teatrales, y en escena obras imposibles de decodificar. Pero me quiero referir a todo lo contrario. Digo poética y pienso en la búsqueda de la expresión esencial que hizo el teatro-antropología del Odin Teatret y digo mística pensando en la férrea disciplina de entrenamiento, al mismo tiempo entregado y no aprehensivo, que impuso Jerzey Grotowsky a sus actores en Polonia o, para no ir demasiado lejos, a los diez que se llevó a entrenar a las faldas del Iztacíhuatl en 1986. Hay muchos ejemplos de cómo entender el teatro de grupo lejos de los prejuicios. El trabajo de la compañía boliviana Teatro de los Andes o el de la mexicana Teatro De Ciertos Habitantes es un ejemplo al respecto.

De vuelta al primer asunto, sobre estos rieles sólidos que construyen un modo de ser de una formación académica muy particular, corre la construcción de un actor que se propone holístico o, para ser más claro, no cuádruplemente fracturado en voz, cuerpo, teoría y emociones, sino concentrado en una sola necesidad expresiva a la que se someten un amplio repertorio de recursos técnicos. En segundo lugar el revolucionario concepto de “puesta en común” obliga a los docentes a no desentenderse de los enredos creativos que ocurren allende sus aulas y, por el contrario, a involucrarse activamente en los complicados procesos de puesta en escena. El profesor se revela así como un artista completamente realizado que trabaja con artistas menos experimentados en pos de una obra de arte y demostrando que lo que enseña en el salón de clase tiene un remitente instrumental concreto en el trabajo físico sobre el escenario. Quiero ser especialmente enfático en esto: sin que nadie se asuma como el gran detentor de saberes, “el gurú” por decirlo de algún modo, profesores y estudiantes se vuelven cómplices corresponsables de un mismo objeto estético y nadie, evidentemente, se arroga el derecho a descalificar o boicotear el esfuerzo colectivo. La pequeñez de espíritu que nubla el corazón de muchos “grandes maestros” de las escuelas mexicanas de actuación queda, en este contexto, revelada. Por eso el teatro-laboratorio pone en evidencia con mucha rapidez a aquel que no tiene aptitudes para el trabajo en equipo. Es este, en tercer término, el sentido de la puesta común, el del acompañamiento de la doble hélice, si puedo decirlo así: por un lado el docente que debe comprobar que sus palabras se sostienen en la construcción orgánica de la ficción; por otro, el alumno al que se le da la posibilidad de erigir esos tan cacareados puentes de comunicación que lleven el conocimiento del salón de clases al tablado y de reversa.

Finalmente, y para acabar con esto, los valores que aprenden los dicentes del teatro-laboratorio no son los de la alevosía y el arribismo, sino los del esfuerzo colectivo, la aceptación de la diferencia y la responsabilidad compartida. Quiero subrayar que aunque los actores en formación se vuelvan, en este proceso, mejores personas, no es lo importante. Poco importa que un artista sea agradable o desagradable a los ojos de los demás si su obra, que es a fin de cuentas lo que es significativo, está bien realizada. Lo verdaderamente atractivo aquí es que los actores en formación se hacen mejores profesionales; es decir, con capacidades –o competencias, como se dice ahora en los modelos educativos de moda- laborales más firmes. ¿Quién será contratado por un productor de un espectáculo, el actor conflictivo y rebelde a la autoridad o el que sabe comunicarse con sus compañeros y con la jerarquía?, ¿por qué obra preferirá el público comprar un boleto, por la que hay una musicalización grabada con pistas o por la que sus actores tocan los instrumentos?, ¿qué compañía será más exitosa a largo plazo, la que está compuesta por actores que ponen sus pasiones al servicio de un discurso o la que se forma de actores vanidosos que anteponen su lucimiento personal a la experiencia estética? Con estas consideraciones he ponderado hasta aquí los aciertos en el planteamiento de “El Dragón y la Rueca”, mismos que permanecen, antes bien nutridos con numerosas reflexiones y vivencias, en esta segunda etapa de la escuela.

Por estos motivos, amén del afecto y admiración que siento por el proyecto y sus integrantes, he vuelto a la escuela-laboratorio de teatro “La Rueca” que se prepara para recibir a su nueva generación de estudiantes. En ese sentido me siento, y a propósito y en recuerdo de “Sed de Mar”, como el Ulises que se va de Ítaca rumbo a una larga guerra y que, tras la odisea del camino de vuelta, regresa a casa para compartir con los suyos las aventuras vividas, la experiencia acumulada, el saber de los decires de tierras lejanas. Siempre he creído en el teatro, y en el arte en general, muy a la usanza griega; como un fenómeno extrahumano regido por los dioses. Y así como la hoja no se resiste al camino que le indica el viento, así yo voy a donde quiera el teatro llevarme, a donde pueda servirle mejor. En estos tiempos aciagos de tantos crímenes injustos, de tantas muertes estúpidas, se vuelve imperativo que las escuelas de teatro abran las puertas con la intención de formar nuevos y mejores profesionales de la escena. Más aún en Cuernavaca, Morelos, aquella ciudad cuyo recuerdo primaveral y casi bucólico hoy se antoja como una triste ironía.

Si no oponemos el arte, la belleza y la vida a la destrucción, los harapos de país que nos quedan se nos irán definitivamente de las manos y la paz tan anhelada nunca llegará. No siendo el único recurso para la paz, el teatro es una de las mejores esperanzas que nos quedan para alcanzarla. Pero no cualquier teatro tiene el poder para llevar a los seres humanos hacia la reflexiones sobre quiénes son y qué están haciendo en este preciso momento de la historia, sino el que se comprende desde estos puntos de vista, es decir, el que se hace colectivamente no individualmente, porque es el grupo social el que importa salvaguardar ahora. Como recordó este año Jessica A. Kaahwa en su manifiesto del Día Mundial del Teatro, muchas plataformas culturales han logrado la transformación social y la reforma de comunidades en zonas de conflicto usando el teatro como un medio pacífico para alcanzar la reconciliación y progreso. Si una pregunta me hizo alejarme de este proyecto, la respuesta a esa pregunta, como se ve, es la que me hace ahora volver. El teatro, y especialmente el teatro de grupo, construye un lenguaje universal que puede llevar mensajes de conciencia social y revolución. Las verdades del arte son las mejores armas que tenemos para borrar las mentiras de la política. No hay en este presente, desde mi punto de vista, tarea más urgente para los artistas mexicanos y en especial para los futuros hacedores de teatro. La escuela teatro-laboratorio “La Rueca” se atisba, en septiembre de 20011, como un semillero para aquellos que compartan esta vocación.

No me queda más que esperar que gracias a estas palabras y a las de los otros que, como yo, han redactado su testimonio, jóvenes aspirantes a la actuación encuentren un camino en el arte a través de la escuela teatro-laboratorio “La Rueca” y lo completen sin obstáculos.

martes, 5 de abril de 2011

En memoria de Julio

Lo recuerdo claramente. Estaban dando sus primeros pasos en la música, recién salidos de la secundaria, y me invitaron a escucharlos. Todavía eran una banda de garaje y sonaban, como es de suponerse, poco menos que espantoso. Intentaban reproducir lo mejor que Dios les daba a entender, y no les daba a entender muy bien, el sonido de esa banda adolescente que, en ese entonces, les fascinaba. Les dije algunas palabras de aliento y reprendí a Julio, el baterista, por sonar encima de las guitarras. Le dio igual, y siguió reventando las baquetas contra los parches con todas sus fuerzas. Qué se le iba a hacer, apenas tenían unos dieciséis años. El tiempo pasó, giró la rueda de la vida. Dos de esos muchachos se hicieron músicos de verdad. El otro, Julio, el baterista, prefirió ser arquitecto, pero no logró graduarse. Lo mataron la semana pasada. Hasta donde alcanzo a entender por lo que los periódicos y las revistas han comentado, lo levantaron operarios del Cartel del Golfo, lo torturaron y lo asfixiaron hasta la muerte. Luego abandonaron su cuerpo destruido en un automóvil junto con el de otros cuatro chicos que corrieron con idéntica fortuna.


No había escrito en el blog desde hace tiempo. No tenía nada que decir, supongo. Hoy escribo, pero sigo sin saber qué escribir. ¿Qué palabras pueden hablar sobre una atrocidad que sólo puede entenderse a gritos? Ni Julio ni sus amigos asesinados eran criminales, ni tenían deudas con el narco, ni se trató de un ajuste de cuentas entre bandas de delincuentes. Los mataron porque sí, porque hace casi cinco años este presidente, imbécil como ninguno, abrió las puertas del infierno sin tener idea de que los demonios que de ahí emergieran iban a estar muy lejos de su control. Mataron a Julio como me pudieron haber matado a mí, a mis hermanos o a mis amigos: sin razón, porque el odio, la violencia y el horror no conocen sentido ni significado.


Mañana habrá marchas por todo el país que pondrán de manifiesto una vez más, como escribió con el corazón hecho añicos Javier Sicilia, que estamos hasta la madre de estos harapos de nación que los políticos-criminales y los criminales-políticos nos han dejado. Pero cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Si sólo marchamos mañana, si nos contentamos con sentirnos “menos culpables por haber hecho lo que pudimos” saliendo un par de horas a la calle con una veladora y unas flores en las manos, si esta marcha lo único que hace es exorcizarnos la rabia hasta que vuelvan a caer más muchachos, entonces, la muerte de Julio no habrá valido la pena. El único modo de honrar su memoria y no ser cómplices de la destrucción de esta tierra que antes llamábamos patria, es organizarnos y exigir de manera inmediata, contundente y visible a esos mamarrachos encumbrados en el gobierno que detengan, de una vez por todas, la lumbre que encendieron y nos devuelvan la paz.


Ante la radicalización de la violencia y el desgobierno, la protesta pública debe también radicalizarse en la paz y la lucidez. Ni mi Cuernavaca querida, ni Morelos, ni México les pertenece a ellos, los que jalan el gatillo y lanzan la ráfaga. Nos pertenece a nosotros y debemos recuperarlos. Esta lucha, mi lucha al menos, no es por volver a ver a Julio tocar la batería atronadoramente, ni por admirar el primer edificio que construyera. Eso ya es imposible. Mi lucha, mis palabras, son hoy por que nuevos jóvenes puedan soñar a ser bateristas o arquitectos sin temor a que una noche cualquiera, manos que más bien son garras, los arrebaten y los devasten.


Así que los que lean esto, piensen mañana, si una marcha es suficiente. Si creen que no lo es, entonces estarán de acuerdo conmigo en que, ahora que es la hora de saber quiénes somos, es nuestra obligación devolverle la dignidad a nuestro pueblo con más que consignas, mantas y buenas intenciones. Si no lo hacemos presto, cientos de Julios más caerán abatidos y uno de ellos, un buen día, seremos nosotros mismos.