martes, 18 de marzo de 2008

Tres parágrafos de maltrato

Uno.
No hubiera girado la cabeza al televisor si no hubiera escuchado en él la voz de una niña diciendo el nombre de Tata Lázaro. Lo que vi me dejó perplejo. Transmitían una telenovela y en la pantalla aparecía un salón de clases, de esos que no hay en México, y en el salón había una maestra de primaria, de esas que no hay en México, y la maestra le preguntaba a sus alumnos, de esos que no hay en México, qué opinión tenían de la expropiación petrolera de 1938. La mofletuda, tez blanca y pecosa, cabello dorado amarrado en socarronas trenzas, carita de angelito déspota y mirada azul pastel de no-rompo-un-plato, en fin: de esas que no hay en México, respondió que nuestro país estaría mucho mejor hoy de no haber sido por las reformas comunistas de Cárdenas. ¡Horror, Horror! ¿Quién escribe esos guiones? ¿Qué no ven que el horno no está pa’ bollos y empero le atizan al fuego? Lo hacen a propósito, re punta de relapsos, como quien piensa que el pueblo es estúpido y que la gente cree todo lo que ve en la televisión. Bueno, lo admito, es posible que el pueblo sea estúpido y que la gente crea todo lo que ve en la televisión; pero aún así.

Dos.
No hubiera quitado la mirada atónita de la pantalla si el moreno de la playera verde no me hubiera traído a la mesa mis churros rellenos y mi chocolate espumoso. Apenas iba a morder el de mermelada de chabacano cuando Víctor irrumpió a tropezones, lanzándome un periódico maltratado al plato y bufando con su voz ronca, urgiéndome a mirar la nota que me había señalado con una flecha de lápiz rojo en el papel. Un tal Guillermo Habacuc había hecho arte atando a un perro callejero a la pared de una galería y ahí lo había dejado morir de inanición. Víctor estaba como fiera, manoteaba, pateaba, y maldecía. Él es el tipo de persona que le podía disparar un par de balazos en la sien a un hombre sólo por considerarle estúpido, pero no toleraba que una ancianita le diera de escobazos a la gata que le acababa de arañar el sillón luis xiv. Así es él. Cuando terminé de leer la nota, luego de que Víctor había acabado con mis churros rellenos de lechera y cajeta para intentar consolarse en ellos, le pregunto, Por qué nadie simplemente desató la cuerda y liberó al animal, o en su defecto, por qué nadie le llevó algo de comer a escondidas. No lo sé, responde, Supongo que todos estaban demasiado atareados en discutir la naturaleza artística de la obra, Cuál obra, pregunto yo, Pues esa, contesta él, En ciertos círculos intelectuales de vanguardia que ni tu ni yo comprendemos, así se hace el arte. Pobre animal, pienso, Lo bueno es que los budistas siempre nos consolamos ante cosas así meditando en la justicia del karma: el tal Habacuc reencarnará en pez del Rio Coatzacoalcos y un derrame de crudo le quemará los ojos hasta que muera de dolor. Y pensando en esto, feliz por mi venganza imaginaria, me llevé la taza de chocolate a la boca, antes de que la indignación de Víctor se la engullera también.

Tres.
No me hubiera quemado la mano y las piernas con el chocolate hirviendo si no hubiera soltado la taza por el susto, pero fue inevitable. Desde la terraza del café en el que estábamos vimos cómo un muchachito con playera a rayas y cabello negro y lacio corría despavorido, huyendo de unas ocho o diez personas que lo perseguían. Todos gritaban. Impulsados por no se qué espíritu de misericordia, bajamos apresurados a la calle, metimos al muchachito dentro del café y cerramos la puertita que da acceso a las escaleras de caracol por las que se sube al establecimiento. Afuera se quedó chiflando la turba enardecida. Se retiraron como leones cansados después de un par de minutos de mentadas de madre y se quedaron merodeando en los alrededores. Para cuando el último perseguidor se fue, el muchachito se comía mi último churro, pa’ bajarse el espanto. Ya estaba de Dios que yo no probara ninguno de ellos. Víctor me explicó algo así como que las tribus de adolescentes estaban en guerra y que el chico pertenecía a la base de la cadena alimenticia y por eso los lo perseguían, pero yo de eso no entiendo mucho. Viéndolo bien, el muchachito tenía un aspecto algo melancólico en el semblante, Así son todos los de su raza, por esos los atrapan, dijo Víctor y con ello se llevó al muchachito al baño con la intención noble de cambiarle el estilo y hacerlo menos vulnerable a las miradas de los adolescentes predadores. Así son todos los de su ralea, por esos los cazan, reiteró Víctor y con ello se llevó al muchachito al baño con la intención oscura de quitarle la ropa y hacerlo totalmente vulnerable a la mirada de su lascivia tiranosáurica. Yo me quedé sentado pensando en que a la larga tanta tristeza en alguien, sí angustia bastante a los que están alrededor pero no lo suficiente como para querer organizar linchamientos urbanos.

No hubiera dejado estos pensamientos de lado de no haber sido porque el moreno de la playera verde me trajo a la mesa la cuenta y me di cuenta de que debía pagar por unos churros que no me comí y por un chocolate que me tiré encima. Entregué la tarjeta con paciencia y me llevé a la boca un cigarro.

No lo hubiera encendido si el moreno de la playera verde no se hubiera ofrecido a hacerlo mientras me daba a firmar el comprobante.

No hubiera salido del café de no haber sido porque no estaba permitido fumar dentro.

No hubiera sentido ganas de matar de no haber sido porque al pasar por el baño escuché risas, susurros y gemidos ahogados del otro lado de la puerta.

No hubiera chiflado para llamar la atención de los predadores si no me hubiera dado cuenta de pronto de lo tonto que me sentía. Y tampoco hubiera abierto la puerta que daba a la escalera de caracol.

No hubiera, al final, abierto de improviso la puerta del baño si no hubiera presentido ese grito de guerra delicioso, Miren, emo y puto el cabrón, chíngenselos a los dos, con el que los adolescentes salieron tras Víctor y el muchachito, quienes se daban a la fuga torpemente por llevar los pantalones y los calzones en las rodillas.

No me hubiera, la verdad, sentido feliz de no haber sido porque Víctor se dio tiempo para mirarme con ojos de guadañas antes de desaparecer bajo la ola de mordidas depredadoras con las que los adolescentes lo abrazaban, haciéndole llover una granizada brutal de aullidos y patadas.