miércoles, 16 de diciembre de 2009

El camino es la casa


Para Miguel, cuyo nombre quiere decir el aire que respiro.

Había tormenta sobre el océano y tú, bajo el martillo de la lluvia, tendiste un puente sobre las grandes aguas y me animaste a cruzarlo hasta un nuevo continente.

La tempestad arreció cada que pudo y golpeó con fiereza el camino, rompió las tablas y soltó las cuerdas, me arrepentí de seguirte y te lamentaste de haberme traído contigo. Pero alguna vez que estuve a punto de caer por la borda, tu mano presta me salvó del abismo; y otra vez que quisiste rendirte, mis ojos severos te pusieron de nuevo en marcha, primero a regañadientes y luego, poco a poco, con esperanza renovada.

Y andando a trompicones sobre la mar picada el puente que construiste, fuimos soñando con lo que encontraríamos en la nueva tierra, cantábamos que no sería como el mundo anterior, árido y quebradizo, sino hecho su suelo de pan dulce y sus aguas de leche, sus florestas de cuajada y sus ríos de té, sus bestias dóciles y se lengua prístina.

Y en esto veníamos, entretenidos con la risa y el olvido, con el te quiero y te perdono, que sin darnos cuenta alcanzamos la orilla.

Todo era como esperábamos, por aquí te vas tú, por allá me voy yo, cada uno a sus felicidades y al echar andar, cada vez que uno volvía la vista atrás, el nostálgico puente, desvencijado y medio podrido, seguía ahí. La tentación, o sea, la seducción, no siempre es un demonio porque el demonio mismo no siempre lo es.

Y uno primero y el otro también, corrimos de regreso al puente y a la tormenta a emprender el camino de regreso. Aquí nos tiene el mundo ahora, de nuevo sobre las olas con espumas afiladas como dientes de lobo.

Qué tontería, dirán algunos, al enterarse que esta vez cruzamos para no llegar porque apenas alcancemos la orilla, volveremos al puente y así una y otra y otra vez hasta que no tengamos más casa que el camino.
Con el tiempo más viejo y más ruinoso se pondrá el puente, y más tontos y más necios nos pondremos nosotros, ¿qué será, será?, ¡lo que sea sonará!

Al final de mi vida, estoy seguro, no tendré más que decirte gracias por haber tendido un puente sobre las grandes aguas y, a pesar de los pesares, dejarme vivir en él, vivir como debe ser, es decir sin miedo, es decir contigo, mi amor.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Contra Tavira

Foto de la Revista En Contacto (a poco no parece un angelito...)


Contra la costumbre de este Blog de no dedicarlo a más letras que las mías (y aún más, contra la irrefrenable tendencia de Tania Kú a reenviarme estupideces) replico ahora este artículo de Enrique Olmos publicado en Revista Replicante, nomás porque envidio que Tavira tenga tanto dinero para producir y yo no.

Un año de la CNT


Luis de Tavira es director de escena, dramaturgo y adaptador, pedagogo teatral y ensayista. Ex jesuita, su visión del ejercicio creativo está en función de su formación religiosa, de la cual extrae inteligencia, método propio de trabajo, férrea disciplina (con la extenuante carga de sacrificio que proviene del catolicismo) y especialmente celebración culpígena: el arte como dolorosa expiación del pecado, catarsis medieval fundada en la obediencia y el miedo: ceremonia y superstición, el teatro como una fuente de vigor religioso, de estructura piramidal y endogámica.

La muerte de los maestros Juan José Gurrola y Ludwik Margules, ocurridas en esta misma década, dejaron a Tavira como la principal figura del teatro nacional. Desde el punto de vista artístico, pero también político, Luis de Tavira es el sacerdote del teatro mexicano, el tlatoani de la república escénica nacional, el evangelizador y el regente: el jefe de jefes. La última muestra de sus alcances, tanto creativos como políticos, fue asumir y organizar la dirección artística de la Compañía Nacional de Teatro, prácticamente en el olvido, renovada por encargo de Sergio Vela, a la cual se le dotó de un espacio teatral propio, totalmente nuevo, con las implicaciones burocráticas que esto conlleva, y dinero para financiar a actores y creativos (más de cincuenta) con más de 18 millones de pesos para la producción de sus obras. En este primer año de vida de la nueva CNT se han estrenado cuatro montajes, con resultados artísticos disparejos, según la crítica.

Hay que decir que 18 millones de pesos son casi la mitad del presupuesto total de la Coordinación Nacional de Teatro del INBA, lo cual indica el despropósito de la agrupación: mientras el país y sus bienes culturales y artísticos sufren una crisis sin precedentes, el imperio taviriano renueva su trayectoria con cifras inalcanzables. Los números, sumados al proyecto artístico buscan renovar un teatro centralista y burgués dirigido impúdicamente a los barrios bonitos de la ciudad (Ajusco, Condesa, Coyoacán, Polanco, Roma). ¿Para qué tener una compañía nacional multitudinaria a nivel europeo mientras las escuelas de teatro expulsan/egresan desempleados, los teatros independientes cierran, en el interior del país es imposible profesionalizar el ejercicio teatral y para colmo la democracia brilla por su ausencia en el proyecto artístico de Tavira? ¿Para qué hacer una compañía nacional que sólo funciona en el centro de Coyoacán?

Nadie resuelve el enigma, porque Vela ya no está en CONACULTA y Tavira no conoce la rendición de cuentas. Lo triste es ver el resultado de su proyecto artístico: actores y colaboradores de su confianza/escuela (no siempre los mejores), textos dramáticos deficientes (poca dramaturgia nacional) y muchos funcionarios de por medio.

En su última obra (Ser es ser visto), de más de cuatro horas de duración, intervienen los 43 actores de la Compañía en una paráfrasis escénica coestrita entre Tavira y Stefaine Weiss e inspirada en textos de Botho Strauss, Johann Wolfgang von Goethe, Whilhelm Müller y Friedrich Rückert. 10 historias que ocurren en Alemania donde transitan actores de primer nivel haciendo personajes insolventes y efímeros, contundencia actoral desigual, un texto por momentos moralizante y de estructura dramática añeja, diálogos y atmósferas dramáticas poco cuidadas y por encima de todo, el exceso: multitud de actores, un perro que apenas aparece, espacio escénico que cambia, que se mueve en cada escena, ornamentos en demasía, un corifeo aburrido e innecesario, mucha palabrería impostada con registros desiguales y la ambición taviriana por dibujar un pueblo, un país, la humanidad entera; es decir, querer contarlo todo y encima contarlo con muchas deficiencias formales. Sin embargo, notable el diseño espacial de Phlippe Amand y el vestuario de Estela Fagoaga y muy rescatable el esfuerzo actoral de algunos viejos señores de la escena mexicana.

Una obra de más de cuatro horas de duración, en un espacio si bien renovado (todo es nuevo) casi desconocido (ningún taxista sabe cómo llegar, no hay letreros), saliendo del teatro entre semana casi a media noche, ¿qué clase de espectador buscan? No creo que aspiren a la clase trabajadora, tampoco al que reside en la zona metropolitana de la ciudad, ni en provincia.

Al respecto, en un reciente homenaje por el fallecimiento de Jerzy Grotowsky, Tavira se despacho con la siguiente frase: “a Dios no lo ha visto nadie, y si dices que amas a Dios, a quien no ves, pero no amas a tu hermano, al que tienes enfrente, te estás engañando; por eso me interesa seguir haciendo teatro para los espectadores”.

En una sociedad reaccionaria y al interior de un gremio artístico como el teatro, tradicionalmente conservador (en México), no es de extrañar que Tavira haya cultivado verdaderos feligreses. Al mismo tiempo (por sus vínculos políticos y religiosos, con especial énfasis desde el triunfo del PAN) el aparato institucional de subvenciones y prebendas está literalmente a su servicio. Su procedimiento: la perfecta construcción de estructuras de poder, el adoctrinamiento como motor del proceso creativo y la negación de cualquier forma de crítica, ni propia ni ajena, proyectando su excelente oratoria y pensamiento intuitivo sobre alumnos y colaboradores. En ese sentido Tavira es nuestro priísta inolvidable, el que funda su reino en el discurso y desatiende el resultado (porque nadie será verdaderamente capaz de juzgarlo), el que desprecia la pluralidad y añade a su altivez la represalia contra los inconformes (¡esos ignorantes!), el teatro alguna vez revolucionario se institucionalizó. A su manera es un profeta: anuncia el centralismo cultural y el cacicazgo del PRI, que nunca se ha ido, que regresará con mayor fuerza.

Y más que Luis de Tavira, algunos de sus discípulos son los que han contribuido al desencanto por sus proyectos en el teatro nacional a partir de resultados escénicos insuficientes, siempre incentivados por el estado mexicano, desde las tutorías del Programa Nacional de Teatro Escolar hasta la CNT, pasando por el CEDRAM y el programa de México en Escena, en todo está el sello De Tavira. Si después de tantas ayudas institucionales Tavira no ha logrado crear una compañía autogestiva, habría que buscar otras opciones.

En el fondo, Tavira sabe que se engaña, que su teatro ni lo acerca a su dios, ni al público. Si realmente fuera un hombre religioso renunciaría al proyecto de la CNT por principios morales: mientras el teatro nacional sucumbe ante presupuestos indignantes y la masa crítica de artistas escénicos profesionales aumenta no hay manera de producir, de profesionalizar, de crear en condiciones más o menos iguales. Si Tavira conociera a fondo las carencias del teatro mexicano se (auto) expulsaría del templo que le han construido. Eso no sucederá, lamentablemente.

Tomado de http://www.teatromexicano.com.mx/noticia.php?id=171

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Morir de amor

* Esmeralda Reynoso. Cajas del corazón.


¿Qué más letras quieres que te ofrezca,
si te he dedicado ya mi vida?

i.

El viejo profesor D., que enseña literatura en una universidad privada, a sus setenta años está seguro de que ha vivido una vida que podría calificarse de satisfactoria. Feliz no, que quede claro desde ya, porque la felicidad, esa pequeña ramera, quién sabe qué es y dónde se venda. Acaso alguno se topó con ella al doblar una esquina, pero seguro que si le preguntamos si podría asegurar que no era un espejismo, seguro nos conteste que no.

De cualquier modo, al viejo profesor D. nunca le dio por perseguir quimeras: se casó a la edad que tenía que hacerlo con una mujer de la que estaba enamorado, tuvo un primogénito que heredara su nombre y una hija menor para entregar a un buen mozo luego de conducirla acompasadamente, vestida de blanco, por el pasillo hasta el altar nupcial. También compró una casa bonita con un jardín delantero en el que vivía un pastor alemán; un auto diferente cada dos o tres años se estacionaba al frente y los crisantemos que crecían en las jardineras en el límite de su banqueta aromaban su calle y le ahuyentaban los mosquitos. Una buena vida, sin duda, con apenas los suficientes apremios para surcarle el rostro de arrugas y con la constante alegría de tener tres veces al día el estómago lleno.

Luego de muchos partidos de fútbol y recitales de ballet, de coches prestados y chocados y algunas palabras de consuelo por un novio que se fue, los hijos del viejo profesor D. se fueron a vivir sus propias vidas, a comprar sus propias casas con sus respectivos jardines, perros, autos y crisantemos. Los hijos del viejo profesor D. algún día tendrán hijos también y éstos, a su vez, llegado el momento, se harán también de casas, perros, autos, crisantemos y nuevos hijos que, más tarde o más temprano, se encargarán de hacer girar el ciclo de la vida, una y otra y otra vez, como se ha hecho desde que el primer ser humano y la primer ser humana decidieron obedecer aquel mandato remoto venido del cielo: “creced y multiplicaos”.

La mujer del viejo profesor D., con el tiempo, envejeció y enfermó de un cáncer que la consumió en cosa de un par de años. Él la lloró y si bien no la olvidó, el recuerdo de su pérdida se fue haciendo menos doloroso con el tiempo… el tiempo, ese bálsamo todopoderoso que no cura las heridas, pero acostumbra a sus punzadas. El luto le duró lo que debía durarle, ni más ni menos, aunque algunas vecinas aficionadas al cotilleo opinaron que se deshizo de los trajes negros demasiado pronto.

Claro que sin hijos y sin mujer, la casa, el jardín, el perro, el auto y los crisantemos deslucían un poco y sin estar muy seguro de por qué, el viejo profesor D. se dio a la tarea de ir, poco a poco deshaciéndose de cada uno de ellos: vendió la casa, regaló el perro, heredó en vida el auto y trasplantó los crisantemos a unas macetitas que endosó a cada una de las vecinas chismosas del párrafo anterior con el pretexto de que “a mi mujer le hubiera gustado mucho que usted le cuidara las flores”.

Con apenas algunos trajes y suficientes camisas y corbatas para combinarlos de alguna manera diferente cada día, el viejo profesor D. rentó un cuartito cerca del colegio de humanidades en el que trabajaba y ahí se instaló decidido a vivir, tan satisfactoriamente como lo había hecho hasta entonces, los últimos años de su vida. Claro que muy bien podría vivir unos veinte años más (¡con la vida que ha tenido!), pero en todo caso, esos veinte años, sea como sea, serían los últimos. Más aún, sepan los lectores que, en realidad, al viejo profesor D. no le queda de vida tanto tiempo, es más, antes de que termine la mañana de mañana, antes de que termine este relato, morirá de amor. Pero qué sabe de eso este hombre, si luego del sueño fangoso en el que se ha sumido toda la noche, vuelve a abrir los ojos y parpadea al ritmo del bip-bip-bip de su reloj despertador.

ii.

¿Por qué un hombre como yo –se pregunta el viejo profesor D. desnudo frente al espejo, mientras se calienta el agua de la ducha- puede enamorarse así? Pero, ¿se puede llamar amor el que no se admite, el que no se declara y el que, claro está, no se corresponde? Y si no es amor, entonces, lo que siento, ¿qué es? No es tampoco el desenfreno de la lujuria que muy bien lo conocí en mi juventud, antes de casarme, cuando con los amigos de entonces íbamos de putas. ¡De putas, carajo! Mujeres, siempre mujeres y ahora… ahora él y nada más él. No puede no ser amor, pues.

En las mañanas –sigue pensando mientras se desayuna dos huevos tibio con limón- pienso que está bien, que es puro lo que siento y que si no fuera porque él se sienta frente a mí cada mañana, la vida no sería vida, sino un simple transcurrir descendente hasta el fin del camino. Pero por las noches veo la foto en la que me retrataron con mi esposa y mis hijos cuando eran chicos y me cuestiono cómo puede ser que este mismo cerebro que los amó hasta entonces, puede amar ahora así. Acostado en mi cama siento asco de mí mismo cuando me doy cuenta de que sin querer, me lo imagino recostado sobre mi pecho, exhausto luego del orgasmo.

Algo amenaza dentro de mí con romperse –reflexiona en el autobús camino al colegio-, como si el continuo de lo que fui y lo que soy estuviera estrechándose y adelgazándose, tirando cada uno en direcciones opuestas. Cada vez más siento que mi pasado no es mío, sino de alguien más que no soy yo, y que la vida que tuve no es mía sino de alguien que nunca fui. Es una locura, es que he leído demasiado y ahora las palabras se vuelven en mi contra. Más y más, más y más, más y más.

Si pudieras verte con los ojos que te miro –se dice, mientras abre el paraguas; el rocío devenido en llovizna, no ha escampado aún-, entenderías que no he visto belleza que compita con la tuya y no es que seas más alto que los demás o tengas un cuerpo mejor esculpido. Incluso hay otros con los ojos más claros o la piel más sedosa, pero junto a ti, para mí, no tienen más importancia que la que le da el monte al viento que la golpea. Más aún, si en este momento te volvieras el más feo entre los feos, para mí, seguirías siendo tú y tu belleza necesaria.

Podría decirte –y echa a andar el largo sendero arbolado hasta el edificio; e sol no ha madrugado el día de hoy- las palabras más hermosas que alguno haya vertido al oído de otro y hacerte el amor como en un poema, más y más, más y más… ¡Qué cosas se me ocurren! Ya no distingo entre lo grotesco y lo voluptuoso, sus límites se me desdibujan. Papeles, papeles, papeles, cientos de ellos escritos con tu nombre al derecho y al revés, bocetos en tinta de tu cuello y tus axilas, acrósticos de tu nombre, sonetos a medio rimar, retazos de cartas que no leerás.

No entiendo cómo puede el otro ignorar que es la alegría de de uno, ¿cómo vas caminando por la calle así tan campante cuando de tu boca pende mi vida? Quiéreme, por favor, quiéreme, no puedo pedirlo de otro modo, quiéreme, no tengo más clamor que darle a los vientos, quiéreme, aunque sea poco o casi nada, pero no dejes de hacerlo que yo no desistiré… más y más… ¿qué abandono es este?, ¡no me gusta esto!

Roto en dos partes, me miro, y no soy ni habito la sección de la izquierda o la de la derecha, soy la grieta, la hendidura, le escisión, el fallo, el espacio vacío, el hueco en el rompecabezas que sólo se llena con la pieza de tu sonrisa. A esto me he reducido por ti, en esto quedaron mis cenizas. Me encuentren muerto, partido por un rayo o fulminado de veneno, antes de faltar a mi promesa: prometo no dejar de quererte, no dejar de quererte prometo.

Hoy mi boca, a más tardar mediodía, te hablará, como dice la escritura, de lo que el corazón está lleno.

iii.

Adviertan los lectores quisquillosos (de esos que se creen más inteligentes mientras menos les guste lo que leen) que esta historia no es sobre un viejo que ama imposiblemente a un joven. Muchos cuentos como esos llenan de tinta las páginas de los libros que hemos leído, como especie, desde el principio de los principios. En el fondo de las cosas, todos hemos sido viejos y hemos amado a un joven, aunque tengamos menos años que el objeto de nuestro afecto; del mismo modo hemos sido jóvenes y hemos mal correspondido el amor de alguien mayor que nosotros ¡¿y por qué?! Pues porque la vida es un juego de cobrar y pagar, igual que la peor de las putas, igual que el más patético de sus clientes. Así es esta rueda de la fortuna a la que llamamos mundo: una intermitencia entre carne y diablo. Como se prometió al principio, el viejo profesor D. morirá de amor dentro de poco, y no porque lo deba de hacer en un arrebato de éxtasis poético, sino porque, como dice el dicho, no hay plazo que no se cumpla y la deuda del viejo profesor D. ya no puede estirarse más.

Va el viejo profesor D. lleno de esperanzas dando saltitos para no pisar los charcos que ha dejado la lluvia. Al fin ha reunido valor suficiente para declarar su amor. El universo parece estar de acuerdo, no se cruza por el camino un perro ladrador, ni en el cielo graznan los cuervos del malagüero, la gente de las banquetas no tropieza con el viejo profesor D. y todo el mundo lo saluda con la mano, el estudiante que cada mañana se sienta hasta el frente en el salón de clases ya está en su lugar y, para decirlo de una vez por todas, no hace falta nada más que lo que hace falta. La puerta se abre con estrépito y por ella entra el viejo profesor D. y no es sino hasta que mira a su amor a los ojos, al estudiante de sus insomnios, que el corazón que durante setenta años ha latido siempre constante, se le derrite dentro del pecho y no, no es una manera de decir, literalmente, derretido dentro del pecho. Los buenos días que uno y otro estaban por darse se rompieron en la garganta cuando el cuerpo del viejo profesor D. se desplomó sobre los pupitres vacíos.

Morir de amor no es morir de muerte. Peor que eso, morir de amor es re-morirse. Corrió el pobre muchacho (al que este cuento no ha prestado atención mayor) a levantar al vejete desvanecido, dio voces de auxilio, vinieron todos los de las aulas contiguas, llegaron ambulancias, paramédicos y camillas.

- ¿A quién avisamos? –preguntó uno-.

- Que yo sepa ya no tiene familia –contesto otro-.

- Revísenle la billetera –sugirió una tercera, y el primero la tomó del bolsillo interior del saco del viejo profesor D.-.

- No tiene nada, no tiene nada. Está vacía.

No hace falta decir que el viejo profesor D. no llegó vivo al hospital y que su autopsia sorprendió en mucho a los médicos forenses. Tiene el corazón derretido, se decían una y otra vez, tiene el corazón derretido.

- Es un tipo de hongo africano que corroe el tejido cardiaco -dictaminaron unos y rápidamente se comunicaron al ministerio de salud para demandar que el gobierno se quejara oficialmente con el África a causa del descuido con el que se permitían exportar pandemias ilegales.

- Nada de eso –propusieron otros- a este hombre lo han asesinado con un veneno terrible que se activa con el sístole y el diástole –y más rápidamente aún se comunicaron con el departamento de detectives de la policía para demandar que se encargaran de las investigaciones al respecto pues de seguro un agente del narcotráfico había decidió así poner en riesgo la seguridad del cuerpo social.

- De ningún modo –se alarmó una minoría compuesta por una pasante de medicina, un oficial de intendencia y una cocinera (hasta esos rincones, tan alejados de la ciencia, llegó el debate sobre la muerte del viejo profesor D.)- ese hombre murió de amor.

- ¿Cómo es eso posible? –se indignaron todos los sabios de las batas blancas y los estetoscopios de plata, pero no alcanzaron a escuchar la respuesta. Antes de que los defensores de esta última teoría pudieran argumentar cualquier cosa, sus detractores volaron hasta la oficina del director del hospital y una vez allí, exigieron la destitución de la pasante, el conserje y la cocinera por sostener en público tales disparates- Nunca hemos sabido de otra muerte de amor, ni hemos extirpado corazones rotos, ni operado corazones petrificados de amargura y definitivamente no conoces el caso de alguna despiadada madrastra que de plano no tenga corazón.

El resto de la historia en la que acabaron enredados los miembros del personal del hospital es harina de otro costal y no viene al caso contarla ya. El caso fue que la plasta sanguinolenta que quedó del corazón del viejo profesor D. fue metida en una bolsa sellada y luego de ir de un laboratorio de análisis a otro, fue lanzada a un contenedor de desperdicios el mismo día en que el ángel de dios bajó con la misión de llevarse los objetos más hermosos de la ciudad.

Qué criterio más curioso el de este ángel -dirán los entendidos hayan leído la historia del viejo profesor D.- que prefirió llevarse al cielo pájaros muertos y desperdicios de plomo. ¿A qué cielo irán, al final del día, los corazones que se mueren, que se re-mueren de amor, a dónde los que nunca dijeron cuánto amaban, a dónde los que una sola caricia hubiera...? En fin...

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El precio de la vocación

*René Magritte. El maestro de escuela.

La semana pasada mis alumnos de licenciatura se molestaron conmigo porque no estaban de acuerdo con sus evaluaciones. En la carrera de Artes Teatrales de la Universidad Autónoma del Estado de México (yo imparto la asignatura de “Puesta en Escena Intermedia”) el plan de estudios está hecho a la moda, es decir, sigue el sistema de competencias. Esto quiere decir que los alumnos deben adquirir una serie de capacidades y hacerse concientes de que las poseen, además de saber discriminar la pertinencia de usarlas en un modo y tiempo determinado.

Según esta lógica, el deber de un profesor (y con ello me siento plenamente de acuerdo) es señalar las “áreas de oportunidad” de los alumnos, pero ¿qué quiere decir eso? Anteriormente se consideraba que el alumno debía “saber” algo y si no lo sabía, la consecuencia era la reprobación. Bajo este nuevo paradigma los estudiantes –más aún, los aprendices de actores- deben saber reconocer un objetivo concreto, perseguirlo y luego saber si lo han alcanzado o no, para entonces dejar en claro si han logrado desarrollar la “competencia” que se propone el curso.

Pues bien, conociendo los objetivos de mis alumnos, tanto los que ellos se plantearon a sí mismos como los que yo les señalé, instauré un sistema de evaluación cualitativa (independiente de sus calificaciones numéricas) semejante a un semáforo: verde querría decir que el actor en ciernes ha alcanzado su objetivo y necesita uno nuevo; amarillo, que está en camino de logarlo, pero que aún queda camino por andar; y rojo, que necesita más ayuda y atención de mi parte así como un mayor compromiso y disciplina para acercarse al objetivo.

Esta mínima clasificación que yo juzgué inofensiva, ¡les resultó altamente irritante! (me espetaron cosas como “¿tú qué sabes de mis objetivos?” o “tú y tus foquitos de semáforo no sirven para nada”) ¿Por qué? La respuesta evidente es que a nadie le gusta que lo encasillen en un lugar, por concienzudos que sean los razonamientos que me llevaron a ubicarlos aquí o allá y les concedo la razón, aunque siga creyendo que lo tomaron demasiado a pecho. Pero hay algo más y ese es el quid del asunto. Este grupo que me toca dirigir es un excelente grupo, eso ni dudarlo, pero está acostumbrado a los elogios y aunque, a decir verdad, las cosas relativas a su puesta en escena van viento en popa y mar en leche, bastante mal haría yo en reiterarles lo chulos que son y lo bien que se portan.

¿De qué sirve un profesor que celebre las monerías de sus alumnos? De poco, diría yo. Opino que mejor sería retarlos, señalarles sus deficiencias y promover en ellos un crecimiento. Pero al ver sus caras de enfado, manifestaciones de sus heridos egos, me dí cuenta del doloroso precio que hay que pagar por dedicarse a la noble tarea de enseñar. Me explico: uno ama a sus alumnos y por eso quiere verlos ser mejores, incluso mejor que uno mismo; pero en ese camino, uno corre el riesgo de ser detestado por ellos y ese es un peligro que hay que correr invariablemente.

Así pues, se concluye con facilidad que el deseo de ser profesor, en toda la extensión de la palabra, y el deseo de ser amado no son necesariamente aspiraciones compatibles. No lo niego, es duro saberlo. Vale la pena, no obstante, verlos redoblar la calidad de su trabajo al esforzarse al máximo por demostrar que soy un papanatas ignorante y que no tengo la razón.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Fábula del despecho

La madrugada helaba como era de esperarse a finales de año. Las perlas del rocío, igualmente frío, hacían tiritar los pétalos marchitos de la vieja flor que suspiraba amargamente. Las otras flores se desperezaban y se alzaban hacia el sol, tanto que parecía que alguna estaba a punto de despegar el pie de la tierra. La vieja flor, por su parte, parecía que, al contrario de sus compañeras, cada día se iba hundiendo un poco más en el suelo.

Con el despuntar del alba los chupamirtos saldrían a picar como siempre, ejecutarían la danza de cortejo, los escarceos cotidianos con los que saciarían su sed en la dulce y cristalina bebida que las corolas de las otras flores, más jóvenes y más bellas, derramarían, como rebosantes copas de delicioso licor, embriagándoles con besos en los besos de sus bocas.

Pero todo eso a la vieja flor no le importaba nada de nada. Hacía tiempo que ningún colibrí de tornasoladas centellas la visitaba y, como es de suponer, ya no esperaba que alguno se sintiera atraído a ella, no desde el día en que descubrió que el verde de sus hojas palidecía y la tersura de su perfume se disolvía en el silencio cada vez más, cada vez más.

Sin embargo, aquel día, un colibrí blanco como la escarcha fue a la vieja flor y sin que ésta pudiese apenas advertirlo, se acercó con intenciones de beber de ella. Claro que tuvo miedo de verlo avanzar, así tan decididamente (hacía tanto que nadie la tocaba), y se resistió con los mejores modales que pudo al coqueteo del pajarillo:

- No, no lo hagas, pequeño colibrí precioso- dijo la vieja flor muy educadamente, tanto que sonó un poco almibarada-. Mi miel se ha fermentado a fuerza de estar tanto tiempo aquí guardada. Estoy segura que tendrá gusto a vinagre y te abrasará la garganta apenas lo tragues.

El colibrí no se mostró sorprendido por la negativa de la flor, apenas se inmutó. Se limitó a sonreír y razonó sin perder la paciencia:

- Beberé, ¿y sabes por qué? porque confío en ti. Eres tan flor como cualquiera y yo, el ave que se alimenta de ellas. No creo que tu néctar sea desagradable. He sentido su aroma desde lejos y él me ha traído a ti.

La vieja flor se sonrojó lo mejor que le permitieron sus descoloridos pétalos. Sabía que el colibrí estaba siendo galante pues no ignoraba que, desde hace mucho, no despedía aroma alguno. No obstante, reconoció que se sentía adulada, como una dama o una princesa y nuevamente cedió y permitió que el ave bebiera de ella.

- Querido colibrí –dijo la flor cuando éste se hubo saciado- no debiste haber bebido de mí. Ahora todas las madrugadas esperaré a que vuelvas.

- Tal vez vuelva –se apresuró a responder al colibrí-, y abatiendo sus alas se despidió con una encantadora sonrisa antes de desaparecer entre las ráfagas del aire.

Ese día la flor se sintió feliz, más feliz que el resto de las flores, y casi igualmente joven y bella. Sin embargo, conforne la noche se fue acercando, un miedo repentino y terrible se apoderó de ella. Se había hecho esperanzas sin darse cuenta y ahora temblaba, muertecita de miedo, a que no se cumplieran. Espero el amanecer en vela, y cada minuto fue para ella como una crucifixión.

Obvio es decir que el nuevo amanecer no trajo consigo al colibrí blanco como la escarcha, ni a ningún otro. Lo vio revolotear con otras flores, en el extremo opuesto del jardín y sintió lástima por sí misma. Pensó que el dolor la mataría, pero no fue así. Antes del medio día la mano de un mancebo la arrancó de tajo y se la llevó a una umbrosa banca que estaba en el fondo del patio. El pequeño hombre sollozaba pensando en una doncella altanera a la que amaba y con hipidos comenzó a deshojarla: “me quiere, no me quiere, me quiere…”

Con su último soplo de vida, la vieja flor alcanzó a escuchar la sentencia de sus pétales impares: “no me quiere”.

viernes, 2 de octubre de 2009

¿Y ahora qué?


Todos los años por estas fechas redacto algún texto sobre la matanza de estudiantes ocurrida en la Ciudad de México en 1968. En este 2009, sin embargo, no encuentro ánimos suficientes para encumbrar una lucha histórica por la libertad y la democracia que a todas luces ha fracasado, y habría que empezar a admitirlo.

Por principio el poder ha institucionalizado el recuerdo de la represión de ese día, aprovechando la alternancia política para señalar que los detentores del régimen de entonces no son los mismos que los actuales y que, siendo ellos tan distintos a los del pasado, no son sólo diferentes, sino más tolerantes y civilizados.

Por supuesto estos baños de pureza no hay quien los crea. El sistema político mexicano se cuenta entre los más escandalosamente corruptos del mundo y más aún, y esto debería ser motivo de mucha preocupación, uno de los que más continuamente atropella los derechos humanos.

No obstante, aunque ya es mucho decir, esto no es lo más terrible. Lo verdaderamente aterrador es que este país, que se enfila a celebrar doscientos años de haber iniciado su guerra de independencia y cien de guerra civil –revolución, le dicen algunos-, no es, por cierto, ni efectivamente independiente y ni por asomo socialmente justo. No es necesario explicar porqué.

En lo que refiere a la autodeterminación, todo el mundo sabe de los mecanismos económicos que nos atan a los vaivenes de la superponencia norteamericana; y el que no lo sabe conceptualmente, los resiente en su quincena cada vez que hace el mandado.

Respecto de lo otro, la justicia social, el estandarte de las revueltas revolucionarias, no queda más que consecuencias tragiquísimas: el abandono del campo, el sindicalismo parásito y los setenta años de gobiernos emanados del PRI de los que hace apenas menos de una década nos quitamos de encima y que, lamentablemente, ya extrañamos ante la ineptitud y cinismo confesional del PAN.

En consecuencia, si ninguna de las dos guerras que celebraremos con tanto patriotismo el año que entra ha cumplido sus objetivos, estaremos, como es lógico pensar, haciendo una apología de dos fracasos rotundos, fingiendo que algo mejoró.

Es verdad que no existe la esclavitud ya en este país, abolida por el cura Hidalgo en 1810, pero a cambio tenemos empleados que maquilan “en el gabacho” mañana, tarde y noche a cambio de unos dólares que envían a sus proles al sur del Río Bravo.

También es cierto que ya no hay latifundios con tiendas de raya del tipo de los que describía la bonita canción de El Barzón, pero tenemos instituciones bancarias dedicadas a perseguir a sus deudores, cobrándoles intereses estratosféricos, hipotecando sus casas, fichando sus nombres en el buró de crédito como bandoleros a los que se les ha escrito un vistoso “WANTED” sobre sus cabezas.

La violencia desatada hace pensar que en México el demonio no simplemente anda suelto, sino que además no hay quien lo persiga: bombas aquí, ejecuciones acá, decapitados acullá, etcétera. Algunos ves en estos los signos alentadores de que una nueva revolución se acerca, de manera que se cumpla el ciclo de cada cien años (1810, 1910…) y que el cambio está cerca.

¿Será cierto? Quién sabe. Pero a la luz de los fracasos que ya sabemos, cabe preguntarnos de qué nos serviría un nuevo conflicto armado. Podríamos hacer arder el país, ya estuvimos apunto de hacerlo hace tres años, luego del fraude de las elecciones… podríamos hacerlo de verdad… ¿para qué?

¿Para qué? ¿Para que un nuevo Guerrero sea sucedido por un nuevo Iturbide que se haga coronar emperador?, ¿para que los nuevos carrancistas se hagan matar contra los nuevos maderistas y estos con los nuevos villistas? Las mezquinas ambiciones de poder de los caudillos mexicanos no valen la pena como para derramar sobre esta tierra más sangre de la que hasta aquí ha corrido.

También hemos creído en la revolución de las conciencias, pero no ha funcionado la gran cosa, tampoco. Por un lado los muertos de Tlatelolco están tan muertos como hace cuarenta años y su memoria es preservada por algunos universitarios y no mucho más que eso.

¿Su movimiento ha sensibilizado el grueso de la conciencia nacional? Yo diría que no. De ser así hace mucho que hubiésemos exigido la renuncia del presidente Felipe Calderón, por decir lo más, o la encarcelación del cardenal Norberto Rivera, por decir lo menos.

Del mismo modo, muertos quedaron los jipis que ponían flores en los cañones de las ametralladoras, las células comunistas que se oponían a la guerra de Vietnam y todos los herederos de Woodstock y de, para hablar de nuestro caso, Avándaro.

Hoy, nosotros, no estamos mejores informados, ni más educados, ni somos más críticos. Le seguimos teniendo miedo a la influenza, a la crisis y a Salinas, como cuando niños le temíamos a la oscuridad, al viejo del costal y al fin del mundo. No hemos preferido abrir los libros a apagar la televisión ni hemos intentado tomar agua de limón en lugar de Coca-cola.

Ése y no otro es el tamaño de nuestra enana estatura moral, si no, ¿de qué otro modo podríamos explicar que todos prefiramos obtener la licencia de conducir pagando doscientos pesos en la Comercial Mexicana en lugar de presentar el examen de manejo?

Los lectores más optimistas o más serios, que tienen a no lanzar salvajemente filípicas totalitarias (como yo ahora, imbuido en la frustración), dirán que no es para tanto y puede que tengan razón. Pero insito hemos fracasado, hemos fracasado todos y no hay qué celebrar más que nuestra ceguera y abulia.

Aceptar este fracaso de proyecto de nación no es sencillo, pero sería lo sensato: admitamos que nada funciona y que nos hemos mentido por siglos.

“¿Y ahora qué?”, me preguntarán. Pues bien, no lo sé, pero una cosa sí puedo decir: que cuando lo sepa, lo sabré porque dejé de creer en el día en que “las armas nacionales se cubrieron de gloria” y en la inmortalidad de la flor de la palabra.


viernes, 25 de septiembre de 2009

La naturaleza de los gatos

Maúllan un gato y otro gato envueltos de madrugada,
van a tientas, ciegos, buscando hacer el amor.

La lluvia fina lava, en tanto, la sangre de las calles
y los arrullos de las metrallas duermen a los niños:
Suspiran las madres: “no se confundan, niños,
no es la paz, sino sólo el silencio”.

La ciudad, de noche, es un callejón de gatos pardos,
y en ella uno y otro juegan a perderse y encontrarse
hasta que al girar una esquina, un gato y otro gato
se topan de frente, ronroneándose, deseándose.

Natura los obligará a amarse como aman los animales.
Un gato entrará en el otro y dejará en su fondo
espejitos de plata bruñida robados a la luna dormida,
y se despedirán con el sol, por supuesto, sin esperanzas,

sin mañana,

pues ésta es la naturaleza de los gatos

y por eso sólo un gato,
puede entender

a otro gato.

sábado, 1 de agosto de 2009

El emancipador poder de la pizza


Para los italianos asistir a la pizzería es el punto culminante de una tradicional comilona. Y es que comer resulta, quizá, lo que mejor se puede hacer en Italia. Los amigos universitarios son especialistas en ofrecer a los estudiantes extranjeros, para presumir de su cultura gastronómica, vastas mesas que empiezan con pan, queso parmesano y jamón serrano; que llegan a su apogeo con una pasta putanesca, por ejemplo, y sendas garrafas de vino tinto; y que se desenlazan en un gran finalle de café expreso, una rebanada de pastel tiramisú y, dependiendo de la capacidad alcohólica de cada comensal, uno o dos o tres vasitos de grappa como digestivo.

Si los anfitriones son buenos, para ese punto uno debe estar con la comida hasta hasta la garganta y felizmente medio borracho. En general los italianos son buenos conversadores y sus charlas, llenas de risotadas y sonoros mamamías le conducen a uno, si todo ha salido a pedir de boca, a un estado de campechana modorra. En este punto de satisfacción total cercana al éxtasis, es que alguno se excede y propone como si quisiera involucrar a los demás en un pecado morboso: “Facciamo la pizza insieme?”

La pizza, por tanto, tiene una naturaleza de travesura. Como niños que van al sótano sin permiso, se escabullen los convidados a la mesa italiana por las callejuelas de sus ciudades hasta il ristorante y se atarragan al punto de la indigestión de esa pasta crujiente que rebosa queso gratinado sobre una cama de salsa de tomate especiada. Invariablemente la pizza combina el aroma de su albahaca con el de la pequeña diablura, la moza trasgresión.

Y del mismo modo en que Marco Polo, según cuentan, llevó los espaguetis de la China a la península itálica durante el renacimiento, en épocas más recientes, los italianos que perseguían el american dream llevaron el arte de la pizza a Norteamérica: la pasta, según parece, gusta de peregrinar. Así como la emigrante cosa nostra se americanizó definitivamente con Marlon Brando haciendo The Godfather, la pizza obtuvo su ID estadounidense en las oficinas de franquicias que hoy conocemos, esto es, Domino’s, Benedetti’s, Pizza Hut, por mencionar sólo las más populares. La pizza original que no contiene demasiado ingredientes, se hizo pastiche y pasó de ser de únicamente queso, a queso con salami, luego a una colección de carnes frías y así progresivamente hasta que, gracias a su adaptabilidad respecto de los gustos locales, en estas tierras y en los tiempos que corren, se hacen pizzas de cochinita pibil o de carne al pastor. Por cierto, no es endémica de Hawaii la pizza hawaiana, sino de Chicago. La cosa es que los gringos pensaron que la piña era un ingrediente suficientemente exótico como para bailar el hula con ella.

Como sea, el monstruo de la globalización se encargó de universalizar esta versión fast food de la pizza. Las Tortugas Ninjas, los personajes de esa caricatura noventera que mis estudiantes de preparatoria no conocen ni por error, simplemente no podían vivir sin devorarla constantemente y muchos de nosotros, tampoco. Hay algo interesante en esto. Nuestra posmodernidad tiene uno de sus ejes en la cultura de lo light que al mismo tiempo sostiene dos acepciones que en el caso de la pizza son contradictorias, a saber, lo sencillo y también lo dietético. Pedir una pizza a domicilio por teléfono resulta muy sencillo, pero sin lugar a dudas muy malo si uno hizo el propósito de año nuevo de reducir la cantidad de carbohidratos que se mete por la boca. De esta contraposición emerge, de nuevo, el emancipador poder de la pizza. Me explico enseguida.

Para un mundo en el que la delgadez es un valor supremo, decir “¿pedimos una pizza?” es una incitación al mal. Del mismo modo, de vez en cuando, las amas de casa, hartas de hervir frijoles en la cocina, deciden no hacer de comer y hacen de la pizza un estandarte de su fugaz rebeldía. Las parejas enamoradas creen que es de lo más romántico echar la hueva en un sillón, ver una película en la televisión y comer una pizza y no hay mejor complemento para un juego de futbol que pizza y cerveza. Una fiesta infantil es mucho más nice si en lugar de servir las proletarias hojaldras con mole que hizo la abuelita, se mandan a pedir unas sofisticadas mega pizzas de un metro cuadrado y no hay mejor desvelada de compañeros resolviendo una tarea de licenciatura que la que se hace bajo el cobijo goloso de la pizza y mucho café bien cargado.

Como sea, la pizza, combinando sus dos cualidades, la de trasgresión a la prohibición calórica y la del mínimo esfuerzo de preparación, conserva lo que venimos diciendo desde el principio: su espíritu de desorden gozoso. ¡Y también de derroche! Una pizza, por barata, cuesta unos buenos doscientos pesos que, para muchos mexicanos –me incluyo-, gastarlos en la frivolidad de la comida rápida, es motivo de razonables dudas. Además, la pizza convoca al compañerismo y la solidaridad. Entre mis vecinos, por decir algo, resulta espantosamente ofensivo que uno pida una pizza y no le comparta a los otros. La represalia más común es hacerle la ley del hielo al envidioso por semanas enteras.

La pizza es, así pues, el alimento preferido de muchos. No sólo por sabrosa, sino porque, dados los contextos en los que se materializa, la pizza se hace presente en los momentos más felices que guarda la memoria. Un amigo de la infancia -lo comento a guisa de botón de muestra- recuerda que su madre soltera, obligada a trabajar dos turnos, no tenía tiempo de preparar la comida. Entonces hizo un trato con la pizzería para que diariamente llevaran al chico una pizza de diferentes ingredientes cada vez, procurando alternar el pollo con los mariscos y la carne roja además de adicionar cada una con una ración doble de vegetales. A pesar de las buenas intenciones, la verdad es que la costumbre de hacer de la pizza el alimento básico de mi amigo no era muy sana. Tan no lo era que hoy en día ahorra para su liposucción. Pero lo cierto es que esas pizzas, por bizarro que parezca, representaban el sólido vínculo que unía a madre e hijo ante la adversidad del abandono paterno. En este caso la pizza no sólo emancipa, sino que libera de la soledad y el miedo, aunque suene ridículo decirlo.

Habría más en qué abundar, como la diferencia entre la pizza común y corriente que comemos los mortales y la gourmet que se hace al horno y con queso de cabra, porque, como dice el refrán, hasta entre los perros hay razas, pero por ahora con lo dicho hasta aquí es suficiente. Lo importante es, en todo caso, que ha quedado claro que la pizza es un componente materialmente importante de nuestras viditas urbanas y de mid-class, y a pesar de su cursilería melodramática, de vez en cuando, comer una pizza hace bien al corazón. Personalmente lo he descubierto recientemente cuando mi amor, a medio remolino de pasión, se detuvo en seco a mirar el reloj y viendo que aún era hora, me preguntó seductoramente con su cara pilluela y en voz baja como para que nadie lo oyera: "¿pedimos una pizza?". No hay manera de no ser feliz con una propuesta así de indecorosa.

Hoy por la mañana, aún impulsado por el alma desobediente, en lugar de recoger el ajonjolí regado sobre las sábanas, escribí este post para celebrar, además, que anoche luego de la pizza me arrodillé como un caballero y le pedí a mi novio que se casara conmigo. Aceptó, siempre y cuando jurara muchas más noches de pizzas risueñas.

viernes, 3 de julio de 2009

Factura

luego del llanto largo,
casi histérico,
arrojado en ese diván terroso,
tuvo un destello de lucidez:

el corazón está hecho
para romperse.

hizo las maletas,
cerró tras de sí la puerta,
se despidió de todos
y se largó.

y en la playa tantas arenas
como risas de muchachos
que se enamoran de muchachos,
todo ojos y todo vergas:

el corazón está hecho
del musgo sobre las piedras.

noche de silencio,
sólo el entrar y salir
de la ola espumosa
y los jadeos serpentinos.

Oh, mar, pensó,
Dame tu cólera tremenda.
sin citas a Storni, pensó mejor,
es un cliché:

el corazón está hecho,
para correr al abrazo del océano.

cierto que es poco original,
pero si él llama,
ojala alguien le diga
que no insista:

el corazón está hecho
de latidos que devora,
con filudos dientes,
el rish rush del mar.

ilusión estúpida,
nadie va a llamar.

no importa:

el corazón está hecho
para esperar.

sábado, 6 de junio de 2009

Puto viejo

para el cachorro Vincetcran, inspirado en J. P. Villa

Yo soy el puto viejo, ya lo ves, aún en pie de guerra, trigueñito, y muy debajo de la ropa pienso, Ojala me invitaras un trago, pero me acuerdo y lloro en el ovillo que es mi alma triste: es esperanza vana.

Te miro venir, tranquilo como la luz de la mañana, me acerqué hasta el pie de la ventana de tus ojos, como un romeo patético, carente de sonetos para trepar hasta el balcón de tu sonrisa.

No dijiste nada porque eres bueno, pero yo soy el puto viejo, lo se aún en pie de guerra, lo se en el centro del ovillo de mi alma triste: es esperanza vana.

Quisiera ser quien fui, otra vez un lobo joven, para estarte mirando con hambre y sin vergüenza, pero, trigueñito, me acuerdo y lloro, ¿quién tiene la culpa? Tú que no me viste como te veo yo.

Y en pie de guerra, trigueñito, se ovilla mi alma triste y de tanto estarte mirando, te miro como aquello que algún día fui.

jueves, 26 de marzo de 2009

El valor de la pena



i.

Esta es la historia de un capitán y un marinero que tras mucho ir y venir de una oficina a otra, luego de muchos documentos, sellos y firmas, después de haberle tenido que ver la cara de palo a esos burócratas grises que siempre están detrás de las ventanillas, consiguieron que el gobierno les diera un barco para hacerse a la mar. No era un barco especialmente notable. Apenas un barquito de un mástil y una vela, descascarado, medio destartalado y bastante mal abastecido. Pero era suyo y lo amaron desde que lo vieron la primera vez, atado al muelle, en un rincón miserable, lejos de todos los demás barcos.

Hicieron revista inmediatamente, aquí unos metros de soga, allá un barril a medio llenar de pólvora no sabemos con qué utilidad, acá los camarotes, etcétera. Esa misma noche la pasaron dentro del barco, bajo cubierta, sentados en la mesita de la cocina, alumbrados por una lamparita de aceite que colgaba del techo. Revisaron la lista de lo que había en existencia a bordo y estimaron lo que habría de hacerles falta en el futuro, contaron las monedas que entre ambos traían en los bolsillos y decidieron que había que hacer algunas compras: queso, pan, agua, tal vez un poco de vino por si llegaba la ocasión de festejar algo, el descubrimiento de una isla virgen, quizá.

A la mañana siguiente, apenas había salido el sol, el marinero se fue al mercado a hacer los mandados mientras el capitán se quedó a revisar que el timón estuviera muy bien aceitado para que pudiera, llegado el momento en que la preservación de la vida quedase comprometida, dar justamente, un golpe de timón y cambiar el rumbo de súbito, no vaya a ser que un iceberg terrible, un banco de niebla espesísimo o un espantoso monstruo marino se cruzase en el camino. Antes del medio día estuvo todo listo, todo era salirse del pecho el corazón.

Llegado el momento el capitán y el marinero se reunieron en la proa. Hicieron una oración en silencio. Cuando hubo pasado suficiente tiempo para que uno y otro hablaran a Dios, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada y las manos unidas, el capitán tomó su silbato y dio un largo pitido, era hora de partir. Se soltaron las cuerdas y el capitán hubiera querido decir en ese tono autoritario y orgulloso “¡eleven las anclas!”, pero esta pobre embarcación no tenía anclas, ni siquiera una, así que no hubo más remedio que quedarse con las ganas. Zarparon.

ii.

Como siempre pasa con las cosas nuevas, al principio para el barco eran todas las atenciones y los cuidados, arreglar la pintura pelada, hacerla de carpintero para arreglar los tablones, remendar los descosidos de la vela. También doblaban los turnos entre el capitán y el marinero para lavar los trastes, hacer a comida y trapear las bodegas. Así lo hacían, sin sentir que uno ponía más esfuerzo que el otro. Casi se había dejado de distinguir las diferencias jerárquicas entre uno y otro. Ya lo dice el refrán, el trabajo hace en todo a los hombres iguales. De cuando en cuando uno se tomaba confianzas con el otro y, a fuerza de convivir, fueron tolerándose los pedos nocturnos y otras linduras propias de la cotidianidad.

El marinero era bastante distraído y seguido olvidaba hacer un quehacer, por ejemplo, lavar el piso de la canasta del vigía en el mástil, por dedicarse con sumo cuidado a cocer bien, casi uno a uno, los ñoquis para la cena. Entonces el capitán, luego de haber analizado toda la tarde los mapas trazando las rutas del viaje, subía a cubierta y encontraba todo lleno de salitre y moho. Entonces montaba en cólera: “¡Ya te había dicho que limpiaras esto, carajo! ¿Es que eres estúpido o estás sordo? “

Enojarse así con la única persona en muchos kilómetros alrededor tiene consecuencias fatales. Se queda uno sin tener con quién hablar de pronto y ese silencio es tan nocivo que uno se siente morir en cuerpo, y lo que es peor, en alma. Nunca hemos muerto, claro, si no, no escribiríamos, no leeríamos tampoco porque a los muertos se les pudren los ojos, se los comen los gusanos, se les hacen polvo que va al polvo y así, privados del sentido de la vista, cómo van a poder gozar del soberano deleite de las letras. Porque no estamos muertos es que, precisamente, no sabemos lo que duele morir, aunque suponemos que la agonía debe ser, ya sea más o menos prolongada, sufrible en términos de mortificación física. Esto creemos por las muecas de dolor que les hemos visto en el rostro a los que se nos han muerto, nuestros padres o nuestros abuelos, hijos quizá. Cuánto más ha de doler, pues, la muerte del alma inmortal. Es paradójico, sí, ¿y qué de lo humano no lo es? Resulta igualmente contradictorio odiar a lo que se ama y sentir ambas cosas a la vez. Así le pasaba al marinero cuando el capitán se enfurecía con él: “¡Maldito seas barco, malditas tus exigencias, no puedo hacer todo aquí!” A veces sentía culpa por maldecir al barco y en voz muy baja y con mucho sentimiento le pedía perdón.

Con el tiempo el capitán vio que el marinero, entre su incompetencia que era cierta y que también había algo de realidad en el hecho de que había mucho trabajo, se compadeció de su pobre subordinado y se decidió a ayudarle a ciertas tareas. Por supuesto, jamás se rebajó a tallar los pisos o vaciar tres veces al día el contenido de las bacinicas, pero hacía lo que podía para aligerarle la carga al marinero.

Así fueron pasando los días, los meses, los años, parando de puerto en puerto para recargar provisiones, apenas unas horas y luego de regreso al océano, tan ancho, tan largo y tan profundo como sólo él puede ser. Durante todo ese tiempo el capitán y el marinero tuvieron oportunidad de conocerse, de respetarse, de quererse y hasta de defenderse el uno al otro cuando amenazaba la tempestad, el sol inclemente o el caprichoso soplar del viento. Se fueron habituando a discutir a veces por las mismas causas y sabiendo que tarde o temprano la cosa se resolvería, no se dieron cuenta que un oscuro cansancio, un perturbador hastío de su modo de vida, les fue invadiendo. Ese dolor, pequeño, agudo, constante, se instaló en el corazón de ambos silenciosamente, como una estrella que se hunde en la helada penumbra abisal del Atlántico, si es que cabe en imaginación alguna una fantasía así de descabellada.

iii.

Ocurrió, pues, que un día, bordeando alguna costa, un pajarito, o para ser concretos un ruiseñor, vino a pararse en la popa del barco. El marino estaba sentado por allí fumándose un cigarrillo y lo vio y le hizo gracia el atrevimiento de un ave que no es, por definición, demasiado afecta a los puertos ni a la brizna salada. Más sorpresa hubo cuando el ruiseñor comenzó a cantar, ahí paradito, muy quitado de le pena, sin que le intimidasen el rish rush de las olas y el consecuente vaivén de la embarcación. El ruiseñor, como el cuervo de Poe, se quedó ahí todo el día y luego todos los días, sólo que, a diferencia de aquel, sin hablar cosas tenebrosas. Si en su canto, en la lengua de las aves, decía “nunca más”, no lo sabremos.
El marinero primero se compadeció de él y le ofreció en su puño algunas semillas de hinojo que encontró en la despensa del barco, entre los frascos de las especias. Luego, viendo la constancia incólume del animal, juzgó que sería bueno que tuviera una jaulita donde guarecerse de alguna eventual lluvia o el arreciar del frío riguroso. Mercó una de buen tamaño a cambio de pescado que habían sacado de las aguas bajas el otro día y se la ofreció al ave que de buena gana, fue allí a meterse.

No nos demoraremos mucho en detalles que en realidad, son folclore y no importan demasiado. El caso, como sea, es que llegó otro ruiseñor y luego uno más, alguno era hembra y algún otro u otros la fecundaron, empolló y hubo polluelos y luego más y más ruiseñores cantantes a todas horas para los que hubo que conseguir nuevas jaulas hasta el punto en que media cubierta del barco estaba llena de ruiseñores en sus jaulas de todos los estilos, proporciones y colores. Estaban algunas colgando del mástil, aseguradas por algún aparejo. Otras simplemente yacían en el piso e incluso hubo las que se quedaron sin querer en la barandilla del barco largo rato sin resbalar, por suerte.

Al capitán, que cuando empezó el asunto le había hecho alguna gracia, ahora no le daba ninguna ver el hacinamiento de alas y picos y patas por todos lados. Sobretodo detestaba que el marinero perdiera tanto tiempo en limpiar las jaulas de cagadas, en distribuir el alpiste, en amarrar con un cordelito la ración diaria de vaina para cada jaula, acá los machos, allá las hembras, en esta otra los polluelos y quién sabe dónde más las que están echadas. El capitán le molestaba que, con las narices metidas casi todo el día en sus ruiseñores, el marinero le dedicara tan poco a atender las cosas del barco. También, hay que admitirlo, lamentaba pasar menos tiempo con su amigo, pero no se lo decía, a cambio de ello los reclamos se fueron haciendo cada vez más y más grandes: “¿Es que nunca te vas a ocupar de esto, haragán?, ¿no te das cuenta, idiota, que llevas días sin hacer aquello?, ¿grandísimo imbécil no te fijas que ya te tardaste un siglo verdaderamente en arreglar lo de más allá?”

Y fue así que ese oscuro cansancio, ese perturbador hastío de su modo de vida que les fue invadiendo desde hace quién sabe cuánto, ese dolor pequeño, agudo y constante que se instaló en el corazón de ambos silenciosamente fue expandiéndose como un cáncer de rencor a todo el cuerpo, a la mente y al alma, como una estrella que estalla desde el fondo de la helada penumbra abisal del Atlántico, si es que cabe en imaginación alguna una fantasía así de descabellada.

iv.

Una noche la tormenta los sorprendió en aguas profundas. No llovía, sino que diluviaba, se caía el cielo, se venía abajo en chorros de agua disparados a alta presión desde las nubes negras y atronadoras:

- ¿Por qué no está arreada la vela?- preguntó muy severo el capitán, casi a los gritos cuando se dio cuenta de que la embarcación estaba en peligro.

- ¡No sé, capitán! ¡Ayúdeme a arrearla que yo solo no puedo!- replicó el marinero.

- ¡Sea, pero deprisa que nos empapamos!- ordenó el capitán.

- ¡Capitán, tire más de su lado que con el agua no corre el nudo!

- ¡No te escucho, muchacho, háblame más alto!- volvió a aullar el capitán llevándose una mano a la oreja en el ademán del que no oye.

- ¡Que tire de su lado!

-¡Qué!

En esto ambos estaban cuando, como si se tratase de una inverosimilitud más de cualquier película de acción norteamericana, un rayo centelleante golpeó el mástil y prendió fuego a la vela. Dicen los viejos lobos de mar que a cada embarcación, desde el día en que es bautizada, la siguen dos ángeles, uno bueno que propicia que el buen viaje y la alegría de la tripulación, y otro que procura tribulaciones y motines a bordo. El cuento termina en que ambos ángeles batallan hasta que uno de los gana. Si hacemos profilácticamente un marcador, el tablero hasta ahora debería marcar empate en la pelea de los ángeles de este barco, pero cuando las llamas alcanzaron aquel olvidado barril medio lleno de pólvora, podríamos decir que por un tanto, apenas uno pero definitivo, ganó la pelea el ángel siniestro. Tal vez sería mejor, según nuestras convenciones culturales cristianas, llamarle demonio, pero la historia dice que son ángeles y así se queda. Qué remedio.

- ¡A babor, a babor, a la barca salvavidas!- gritó el capitán cuando vio que el fuego no cedía ante la lluvia.

- ¡Capitán, la salvavidas arde desde hace rato!- contestó desde el timón el marinero.

- ¡Salva las cartografías!- gritó el otro mientras bajaba precipitadamente la escalerilla hacia su camarote.

- ¿Y quién salva a los ruiseñores, capitán?- preguntó el marinero.

- ¡Que se jodan!

- ¡Entonces jódase usted también, bestia!- gritó el marinero mientras abría frenéticamente las jaulas y echaba a volar a las aves, sin embargo empapadas como estaban las plumas, ningún ala remontaba el aire y se fueron ahogando los pájaros, unos en la cubierta, otros en el agua agitadísima.

- ¡Hombre al agua!- gritó el capitán al tiempo que corría a estribor con un portaplanos de latón bajo el brazo, pero no se lanzó, no pudo, no sin su marinero. -¡Ven acá, hombre, salta conmigo, salvémonos por amor del Cielo!

- ¡Si es el cielo el que nos tiene bajo ataque capitán!

- ¡Al agua, al agua!- insistió a gritos el capitán y haciendo grandes ademanes y aspavientos.

- ¡Al agua a morir junto con los ruiseñores! Ay, pajaritos, ya no tienen jaula de fierro, sino de mar. ¡El capitán se hunde con el barco, capitán!

- ¡Te hago capitán de este barco, entonces! ¡Puedes quedarte aquí se quieres a ahogarte junto con tus malditos pájaros!- sentenció el capitán, pero por segunda vez no se fue, no pudo, no sin su marinero.

A lo lejos el barco que arde bajo la tormenta parece una barca fúnebre de las que se echan a navegar por el Ganges. Los hindús ponen ahí a sus muertos, rodeados de flores y perfumes. Botan la barquita y, de alguna manera, una vez que se ha alejado lo suficiente de la orilla, se le prende fuego. Así se incinera al difunto. Este procedimiento puede estar a cargo de un arquero que lance una saeta encendida hasta la barquita previamente empapada de diesel o algún otro combustible. Finalmente la barquita se va con su muerto hasta el lecho cenagoso del río. Allí los peces terminan con todo lo que no haya sido hasta entonces reducido a humo o ceniza.

De similar modo, aunque no en el mismo contexto, nuestro barco envuelto en llamas desaparece ahora en el mar, como un sol que se esconde dentro de una negrura anegada, empapada, calada de agua salada.

v.

Si el capitán salvó al marinero, si fue viceversa o se salvaron porque así lo quiso la casualidad, no tenemos idea. Mientras esas cosas pasaban, nosotros estábamos dos párrafos arriba, perdiendo el tiempo en figuras poéticas y discursos inservibles. El caso es que, a la mañana siguiente, el mar vomitó sobre una playa sucia a ambos, capitán y marinero, cada uno aferrado a un madero astillado, despojos, hombres y tablones, del barco amado.

Los despertaron los gritos de los peones y cargadores, los ruidos propios de las faenas portuarias, el ir y venir de las gaviotas.

- Se acabó- dijo el marinero cuando cayó en la cuenta de lo que había pasado.

- Se acabó- repitió el capitán con melancolía- fue un placer, marino.

- Lo mismo digo, capitán.

Cada uno se fue andando por su lado. Seis meses anduvieron por su cuenta, trabajando donde podían, comiendo y bebiendo cuando tenían. El incidente del incendio fue quedándose atrás, en un recuerdo pavoroso pero grisáceo, como la memoria perdida de un mal sueño. En cambio, ambos se acordaban de vez en cuando con mucha lucidez de los mejores momentos en altamar. Así es la mente de selectiva, prefiere lo bueno a lo mano: la muy comodina elige lo cómodo y rehúye lo doloroso. Por eso dice el dicho que el hombre es el único animal que se tropieza dos veces con la misma piedra. Cuántos tropezones y caídas literales y metafóricas no se hubieran ahorrado si los raspones no sanaran tan pronto y si los chichones no cedieran ante la campechana caricia del árnica del olvido.

El marinero entró a pajarero, dada la experiencia que había acumulado en altamar y anduvo comerciando con azulejos y cardenales entre las mujeres del puerto. También se hizo de codornices y vendió sus huevos para que desayunaran los hombres. Así lo iba pasando, no mejor de lo que lo pasaba en el barco, pero tampoco peor. El capitán, por lo que dicen, dejó de parecer persona que alguna vez tuvo autoridad naval. Se dio a las tabernas y gastaba lo poco que ganaba, cargando y descargando bultos pesados, de calavera en las parrandas que corría casi noche a noche con otros hombres de mar a los que también el ajenjo les había dado vuelta la cabeza.

vi.

Y como más o menos dice dice la canción, una mañana vulgar como cualquier otra, al capitán le amaneció tumbado boca abajo en la misma playa en la que un semestre antes naufragó. Le dolía la cabeza y estaba vomitado en la camisa. La luz del sol le lastimaba, así que bajó la vista para escapar de sus rayos. Fue entonces que reconoció el trozo de madera sobre el que flotó después de la tormenta. Seguía ahí tal cual lo había abandonado. A su lado, el del marinero en idénticas condiciones. Abrió los ojos con estupefacción y fue descubriendo dispersos sobre la arena pedazos grandes y pequeños del que alguna vez fue su barco. Los reconocía perfectamente, independientemente de que mostraran o no negruras que evidenciaban el incendio. Incluso divisó, allá por los peñascos, un pedazo del casco que había encallado. Las corrientes marítimas, o las sirenas, o las ondinas, o el dios de los mares, o el de los vientos, o el de los ejércitos o todos juntos quisieron depositar ahí todo lo que auqella noche había zozobrado.

Al caer la tarde, el pajarero antes marinero, pasó por ahí con sus jaulas a cuestas, luego de haber vendido un par de palomas mensajeras a dos enamorados. Reconoció al capitán a pesar de la ropa sucia y la barba crecida. No pudo creer lo que veían sus ojos, ¡el capitán estaba reconstruyendo pedazo a pedazo el barco! Claro, no se veía ni siquiera parecido al original. Un hombre en un día no puede hacer el trabajo que hace un astillero en meses y menos con material de desperdicio.

- ¡Hola, capitán!- llamó el pajarero antes marinero desde el muelle- ¿Qué hace?

- ¿Qué parece que hago, bobo?- respondió el capitán jubiloso y cansado.

- ¡Parece que hace un barco, capitán!

- ¡Vaya poder de deducción, marinero!

- ¡Ya no soy marinero!

La verdad es que eso último hirió al capitán, pero no supo por qué. Sin embargo, algo dentro de sí se iluminó, como una pequeña luna plateada y brillante que asoma desde el fondo de un estanque. Suponemos, dicho sea de paso, que esa sensación sutil pero consistente es la que desea el sacerdote que sus fieles sientan cuando dice desde el altar eso de “levantemos el corazón”.

- Capitán- volvió a llamar el pajarero antes marinero-, ¿cree que puede volverse a la mar con ello?

- A la mar no sé, a lo mejor a las aguas poco profundas sí. Si volverá a ser un barco no sé, a lo mejor una lanchita sí.
Es entonces que el capitán debería decir “pero me hace falta un marinero, ¿te interesa el empleo?” y el pajarero antes marinero debería responder “¿por qué tardó tanto en pedirlo?” y al final, de alguna manera misteriosa, ambos volverían al agua, juntos, como debió haber sido. Pero no, no podemos permitirnos algo así de irreal. Sí pasó la pregunta por la mente del capitán, también revoloteó la respuesta en la del pajarero, pero no se lo dijo el pensamiento a la boca ni ella a la lengua ni ésta al viento ni el viento al oído del otro y éste al pensamiento del otro. Por lo tanto, así sin ciclo de comunicación de por medio, no se dijo nada. Qué lástima.

No obstante, donde no van las palabras, sí van las acciones y si no se dijo nada fue porque nada había que decir. Si el pensamiento no indicó nada a la boca fue porque ya había hablado a las piernas: “vamos allá”. Mientras avanzaba, la misma luna plateada y brillante iluminó el fondo del estanque.

Nunca supimos, desde que esta narración se inició, a dónde es que iban el capitán y el marinero en un principio. Algunos dirán que es una omisión catastrófica, pues si se inicia un viaje es porque hay un lugar al cuál llegar; lo sabía incuso Cavafis que tanto ponderaba el largo camino por encima de Ítaca. ¿A dónde iban el capitán y el marinero? Quién sabe. ¿A dónde van ahora? Menos tenemos idea. ¿Quién fue el que dijo eso de que si no tenemos respuestas correctas, tal vez sea porque no estamos haciendo las preguntas correctas? Entonces, acaso, en lugar de “a dónde”, sea mejor preguntar “con quién”. Y para eso sí tenemos respuesta.

Días después, alguna mañana, la gente del puerto verá dispersarse sobre sus cabezas una singular parvada multicolor de pájaros de diferentes especies. “Qué cosa curiosa”, comentarán y luego se harán la pregunta: “Y a propósito, ¿dónde se habrá metido el pajarero?”.

vii.

- ¿Valió la pena, marinero?

- Valió el penar, capitán.

jueves, 19 de febrero de 2009

Soñar despierto

"... pero amar es también cerrar los ojos,
dejar que el sueño invada nuestro cuerpo."

Amor condusse noi ad una morte,
Xavier Villaurrutia.


Te contaré lo que sueño cuando sueño despierto:

Sueño contigo,
vistiendo la armadura de plata,
el estandarte en bandolera
y cabalgando sobre las nubes.

Sueño que llegas a mí,
y que ninguna puerta se te resiste.

Sueño que el sol se refleja en tu espada
y su luz hiere de muerte
la profundidad de mis cárceles oscuras.

Qué rebuscamiento de metáforas,
cuántas palabras para decir tan pocas.

Hubiera bastando con decir:
“quiero tu cuerpo dentro del mío".

Eso sueño despierto,
dormido, no. Mi inconsiente
no me hace el favor.

lunes, 16 de febrero de 2009

Sabor Ternura

Un hombre llega cansado a casa.

Ese hombre no es un hombre, sino apenas la mitad de uno.

Ese medio hombre, en realidad, es casi un niño. Seguro no se le nota en la edad, lleva barba y anteojos atados a un cordel alrededor del cuello porque tiene miedo de tirarlos y que se le extravíen o se le rompan. Pero quien ha penetro dentro de su corazón sabe que es un niño triste que espera a veces con paciencia, a veces con rabia, que lo salven.

Ese niño hubiera querido tener una mejor infancia, sin bravucones que se burlaran de su pie plano o niñas estúpidas que se negaran a ser sus novias por no ser lo suficientemente guapo. Le hubiera gustado ir a las fiestas de cumpleaños a las que nunca era invitado, le hubiera gustado no tener que aprender a chupar a los catorce años las vergas de sus compañeros para ganarse su protección, le hubiera gustado no tener que refugiarse en esa su mente arrogante y tormentosa. Le hubiera gustado no haberle llorado tanto a la soledad, como una gata en brama a la luna.

Este medio hombre, pues, que, ya sabemos, en el fondo es un niño herido, llega cansado a casa. Decir que llega es un poco demasiado decir. Sería mejor decir que es arrojado a casa. La ciudad es esa gran cíclope sin párpado que todo lo ingiere, mastica y vomita. La ciudad es un temblor, es un apagón provocado por el tornado, es una explosión en el cielo. Agota: temprano ir, más tarde volver, por la noche volver a ir, al otro día volver a volver, siempre perfecto como reloj suizo, todo en su tiempo, todo en su lugar, ni un cabello fuera de orden. Contestar el móvil cada que suene, no olvidar ni un encargo, hacer las cuentas y ajustar los pesos y los centavos, leer esto y aquello, no dormirse, mantener el buen humor, el trato diplomático, la conversación inteligente, se creativo, se eficiente, se perspicaz. Camina por la calle sin ver a los demás, mira por encima del hombro a ver si no te siguen, la cartera sácala del bolsillo de atrás en el metro, come, memoriza, estate lúcido. La vida está hecha de dientes con los que se devora a sí misma, la muy caníbal. Los días de uñas con las que se desgarran a sí mismos, los muy masoquistas.

çEste medio niño y medio hombre, hecho de la sustancia de una torre a medio derrumbarse, es arrojado, harto de sí mismo, a su casa. Abre el portón después de varios intentos porque la cerradura está descompuesta desde siempre y desde nunca el casero ha querido arreglarla. Entra al vestíbulo, apestoso a la mierda que está a punto de desbordarse de la fosa séptica. Sube las escaleras oscuras, eludiendo a los vecinos entrometidos y a sus narices largas.

Entra a la casa. Las luces están encendidas. Sobre la mesa de la sala hay un platón con ensalada y dos platos vacíos. Frente a la mesa, un sillón de terciopelo verde que el sol ha descolorido. En el sillón, un muchacho que pausa el videojuego para girar la cabeza y sonreír, Hola, perro cochino.

Un hombre que llega cansado a casa bebe un vaso de refresco sabor ternura. Y toda deuda se salda. La noche respira en paz, esta vez. La mañana volverá con su tedio pastoso, qué remedio.

¿Qué remedio, preguntas?

Caricias,

las tuyas,

desgraciado.

jueves, 29 de enero de 2009

Postal de Guerra


¿Qué sabe ella de naciones? Nada, como nada sabemos nosotros que nunca hemos sido soldados en mil novecientos sesenta y ocho, esperando a que la muerte llegue de parte de un comando de vietnamitas escondidos tras los bambús con el agua pantanosa hasta la cintura, tampoco hemos sido mujeres afganas bajo una lluvia norteamericana de fuego y plomo, una lluvia que no escampará hasta salvarnos de la opresión talibán o matarnos en el intento, ni siquiera hemos sido propietarios de pequeños comercios en Tel Aviv que ven volar sus tiendas en pedazos, y con ella todo su patrimonio al explotar un coche bomba en la acera de enfrente. No somos nada de eso, no sabemos nada de naciones, sin embargo ahí está la guerra, con su feo rostro asomando las narices por la ventana, constante, como una ola de pez hirviendo que cae de repente sobre las personas y sus casas, las quema, las hace arder hasta las cenizas, hasta que los huesos no se puedan llamar más huesos sino polvo, polvo negro que luego el viento dispersará. Pronto no se podrá creer que alguna vez estuvo aquí la aldea. Será hasta dentro de muchos años que ella volverá a estas tierras que fueron fértiles, las encontrará yermas y dirá: “esta era mi aldea, aquí estaba mi calle y más acá se alzaba mi casa, no era una casa grande, apenas un cuarto donde se tendían las esteras una junto a otra, pero era mía y me la quitaron”. Así dirá, pero no pronto, lo dirá cuando sea muy viejita y pueda al fin volver al lugar en el que nació, ahora es una niña, ahora corre de la mano de su madre.

La casa ha quedado atrás, lejos, despareció hace un rato, se disolvió en una hermosa explosión de luz, una luz blanca en la que se contienen todos los colores, todas las luces. Sólo nosotros pensamos que es hermosa porque la vemos de lejos, detrás de las letras, escondidos en la seguridad de nuestra cotidianidad, amilanados en nuestro sillón, reconfortados por nuestro café humeante. ¿Qué es para nosotros la guerra sino cinco o seis cabezas decapitadas diariamente y dejadas en hieleras, envueltas para regalo, como una canasta con un niño huérfano que es dejado a la puerta de la casa?, ¿qué es para nosotros la guerra sino un vecino secuestrado por narcotraficantes, un hermano asaltado por quienes fueron asaltados antes por la miseria, un padre lanzado al desempleo, un sobrino asesinado por militares?, ¿qué es para nosotros la guerra si nos sentamos a mirar por la televisión el fuego sobre Iraq como si mirásemos las luces artificiales del año nuevo? Sólo por eso, porque la guerra es cualquier cosa para nosotros, porque la guerra es sólo un número en los encabezados de los periódicos, antier cien muertos, ayer doscientos, hoy trescientos, mañana cuatrocientos, pasado mañana quinientos y luego quién sabe, sólo por eso nos atrevemos a decir que esa luz es una luz hermosa, pero para ella no es hermosa, es la muerte, y no una muerte santa o como se dice otras veces, una buena muerte, es decir la que se alcanza luego de una larga vida bien vivida, en la comodidad de un colchón, con las personas amadas alrededor y los necesarios auxilios espirituales a la mano. Nada de eso. Ésta es una muerte de muerte, es decir, de miedo, una muerte que llega sin avisar, rompiendo los cristales, derrumbando los adobes, cortando la noche. Ella y su madre corren, sí, pero nadie las persigue, corren por correr, por escapar de un enemigo que está en todos lados, corren chapoteando en las aguas negras que se derraman por el camino, manando su pestilencia a través de los drenajes rotos y las ruinas. No se dan cuenta, están demasiado asustadas, que correr es tan peligroso como quedarse quieto, los misiles caen del cielo como granizo, indiscriminadamente, golpeándolo todo.

¿El padre? Quién sabe. Tal vez también esté muerto, como cientos de soldados de la resistencia, o se haya escondido en la intrincada orografía palestina. Pero esto es sólo suponer, también puede ser que haya caído preso de las tropas israelís. En ese caso, seguramente lo estarán torturando en una de esas cárceles clandestinas que nunca faltan en estos ambiente bélicos. Puede ser que le hayan metido por la uretra un alambre conectado a la electricidad, o por el ano un garfio de hierro al rojo vivo, o le hayan hecho vomitar y luego comer su propio vómito, etcétera, que para estas cosas no hay imaginación que alcance: “¡Dónde están tus compañeros, perro árabe!”.

Claro, esto a ella no le pasa por la cabeza, es demasiado chica. Estos son los miedos de la madre, o más bien, uno de sus miedos. También teme por sí misma, le tiene miedo a la lujuria de los soldados, a sus penes circuncisos enterándole en la vagina, descargando dentro de ella o en su boca los ayunos sexuales de la campaña hasta asfixiarla, hasta reventarla como una yegua que ha corrido de más. Por sobre todas las cosas, teme por la niña. Y la niña teme, pero no por alguien en especial, ni siquiera por ella, teme porque tiene miedo. A los doce años el miedo es miedo, así sin más, miedo blanco, un miedo que contiene todos los miedos.

Primero ese silbido agudo, ese choque contra el aire que anticipa que algo va a caer, luego el estruendo, el brillo ciego, el aroma de la carne quemada, el de la sangre al sublimarse y al final el silencio. No corren más. Ahora la madre está muerta, no faltaba más, está muerta entre otros muertos y montones de zapatos. ¿Por qué será que cuando la gente muere en medio de la violencia, ya sea cuando se estrella el tren, se cae el avión o se va el auto por el barranco, lo primero que pierde es los zapatos? Quién sabe, pero el caso es que así como se sabe el fuego por las señales que da el humo, se sabe el desastre por el montón de zapatos desperdigados por todos lados.

Salió como pudo de debajo de los cuerpos o pedazos de cuerpos, retazos, que a propósito o sin querer le hicieron de escudo protector, abriéndose paso entre los pliegues de la burka. Evita volver la vista atrás, ya luego habrá tiempo para pensar en los muertos, quizás. ¿Correr? ¿A dónde? Nadie hay alrededor. Nadie vivo, mejor dicho y ya que entramos en precisiones, sería justo decir que en el sentido figurativo de las cosas, tampoco hay alrededor. Por aquí ha pasado el cegador y cortó las espigas de un tajo, vino y se fue, pasándola a ella de largo. Ahí la tenemos, la cabeza envuelta en la kufiyya, o pañuelo palestino, roja sobre fondo blanco. Fue un regalo del padre, “una prenda de un alto contenido político” dirán los profesores de antropología o de economía política en nuestras universidades, pero para ella es solamente su refugio, su talismán. Ahí la tenemos, inmóvil, como si perdiera el tiempo, pero nosotros sabemos que eso no es posible, aquí el tiempo ha dejado de correr pues no tiene a donde ir, están acorralados en la nada, ella y el tiempo. El sol ha desaparecido a través del humo de forma tal que es imposible que se diga “es de mañana” o “es la noche”. La oscuridad lo cubre todo, pero sintió hambre y supo que ya era la tarde. Deambuló sin esperanza entre los cuerpos buscando cualquier cosa que se pudiera comer. No encontró nada más que pequeñas matas verdes, diminutas plantitas que pese a todo, insisten en emerger de la tierra. Qué increíble que la vida encuentre un camino, a pesar de los pesares. Poco a poco, conforme el tiempo se fue recuperando del susto y encontró fuerzas para volver a andar, la arena se asentó de nuevo sobre el suelo dispersando la opacidad. Entonces alguien la vio a lo lejos, un muchacho, un ángel salvador. No lo pensó demasiado, corrió hacia ella con el alma saliéndose de la boca. Será que no sabemos lo que es un héroe hasta que no salvamos en un arrebato de narcisismo el pellejo de alguien que, según nosotros, no puede salvarse sólo. Cuántas sorpresas nos llevaríamos si descubriéramos que en realidad esos a los que salvamos no necesitan un héroe, sino que al contrario, quienes piden salvadores y mesías y rayos de esperanza a gritos somos nosotros. Aparece el líder, entonces, y nos dice estos somos nosotros y éste es el enemigo y aquí hacemos la guerra, patria o muerte, que se rinda su abuela, carajo. Luego no nos hagamos los sorprendidos cuando preguntemos cuándo se instaló el odio entre nosotros. Pero el muchacho no piensa esto, no le dio tiempo, él corre hacia ella con todas sus fuerzas, pisando descalzo la arena caliente que le quema los pies, que le corta las plantas, que le rompe las uñas. Hasta que el muchacho la cargó entre sus brazos, fue que ella rompió en llanto, un llanto blanco, un llanto que contiene todos los llantos del mundo. Ahora corren a los montes, ella en los brazos de él. Ignoramos y en lo sucesivo ignoraremos qué hacía el muchacho por ahí a esas horas, luego de los ataques, no despejaremos la duda de si es también él un sobreviviente o si vino a buscar a un amigo o familiar entre los cadáveres o si nada más estaba por acá de paso y vino a ver qué tesoro robaba a los muertos, un diente de oro, una sortija engastada, un chal de seda, que en la guerra todo se vale y nadie vería mal, viendo las cosas como están, hacer leña del árbol caído, sobre todo si esa leña va a ser útil para calentar la casa. Haya sido como haya sido, el muchacho no vuelve con las manos vacías, las lleva llenas de las maños de ella.

- La encontré.

- Es tuya, entonces.

Van de la mano ella y el muchacho, el uno para el otro, a esconderse en las montañas junto con los demás, ahora él es responsable de su vida, qué se puede hacer si así quiso Alá, el dios que todo lo puede. Hacen de una cueva que les sale al paso, refugio, y dentro de ella, en la soledad, en la intimidad, se viene de nuevo el llanto, esta vez, el de ambos, la segunda vez para ella, la primera para él, no hay mayor humildad, mayor muestra de confianza que la que se da cuando uno llora enfrente de otro, más aún si el uno es hombre y el otro, mujer, lo decimos por eso de que los hombres cuando son muy hombres no lloran. Casi no harían falta los ritos matrimoniales, ni civiles ni religiosos, si un hombre llorara frente a su mujer y ella frente a él y se dijeran: “Ya me conoces desnuda el alma, es tuya y la tuya es mía y basta”. No volverán a llorar en su vida, de ahora en adelante no son más unos críos, según lo que hemos dicho y lo que ellos creen en su corazón, aunque no lo sepan, son un hombre y su mujer viviendo bajo el mismo techo, dándose consuelo alrededor de la mortecina iluminación que hace danzar las sombras en las paredes de la cueva, que da un incipiente pero reconfortante calor, que titila desde la exigua llama de la lamparita de aceite.

- No lo miremos mucho a los ojos –se dice a sí misma como si le hablara a otra, como si ella fuera dos personas- puede quemarnos con su mirada. Shaytan, el pavorreal blanco, el guardián. Es él.

- ¿Qué murmuras? Dime lo que dices.

- ¿Eres el ángel de Dios?

- ¿Quién te dio la kufiyya? ¿Es tuya o la tomaste de alguien más? Contéstame, no tengas miedo. Mira, tengo una idéntica, ¿ves? Roja con fondo blanco. Estamos en una guerra, ¿entiendes? ¿Dónde está tu familia? Contéstame, insolente. Mírame a los ojos cuando te hablo. ¿No me dices nada? ¿Así me pagas, hija de puta? No, no te asustes. No quise gritarte. Es que tengo miedo. Tengo que irme.

El muchacho, que más que muchacho se porta como todo un hombrecito, muy a la altura de las circunstancias, se fue y regresó, fue y regresó varias veces durante los siguientes días y cada vez que volvía lo hacía con un poco de pan y agua para ir pasando el hambre, ya se ve que está aterrado como todo chico de dieciocho años que es obligado por las cosas del mundo a hacerse hombre de pronto, pero en el fondo no es tan malo, al menos es proveedor. Ella por su parte no le hablaba mucho y lo miraba menos, le temía, como buena mujer, como aprendió, y no obstante le servía en lo que podía, hizo una escoba con ramas y barrió la cueva y cuando era de noche y veía que el muchacho tiritaba de frío, lo abrazaba, al principio con pudor, después con mayor soltura hasta que al final dormir abrazados se fue haciendo costumbre, un poco menos por el clima, un poco más por esos sentimientos que van naciendo entre dos desconocidos que tienen necesidad de amar. Ése es el inicio de todas las parejas del mundo.

- Melek Taus –se decía a sí misma, como si ella fuera dos personas- así lo llamaba mi abuela, nuestro ángel. Lo amamos y él nos ama. No es cosa nuestra, de la raza de Adán, cuestionar sus procedimientos.

A los dos o tres días se enamoraron, pero no como nos enamoramos nosotros. Se enamoraron como se enamoran la podredumbre y los gusanos, como se enamora la piel de los huesos cuando se desprenden el uno del otro. Así pasaron los días y cada uno de ellos ella se arrodillaba y oraba: “Señor, ciertamente Tú no traiciones tu Palabra”. ¿Alguien sabe qué significa esto, a qué palabra empeñada se refiere y en qué consiste el contrato entre ella y Dios cuyo cumplimiento así se reclama? Seguro sólo ella entiende lo que dice y sabe por qué lo dice. Pues bien, que nos lo diga o que no ore en voz alta cuando la miramos para que no nos quedemos con la duda. Al muchacho nunca lo vio orar, pero eso no era sorpresa, ya sabía que el ángel de Dios no se humilla. Por lo demás, el pasaba mucho tiempo fuera de la cueva, atendiendo los asuntos del mundo.

Una noche el muchacho llegó agotado. Venía cargando un jarrón de buen tamaño, repleto de agua. Lo puso en el suelo con cuidado para no quebrarlo, vació la alforja y desparramó cuidadosamente sobre el suelo varias piezas de pan ácimo, higos secos y hojas de parra.

- Mañana me voy a la lucha.

- ¿Es la lucha lo que suena? –preguntó ella. Ambos aguzaron el oído. Se escuchaban las explosiones, el galopar de las metrallas, los gritos, cada vez más cerca, ahí viene la guerra a encontrarnos como diciendo “puedes correr pero no esconderte”.

- Ahí tienes comida suficiente. Tal vez tarde en regresar.

- La paz sea contigo.

Comieron en silencio, primero él, luego ella, según las tradiciones. Cuando terminaron apagaron la lamparita de aceite ya noche devoró la cueva. Olvidó el chico conseguir aceite de repuesto para la lámpara, ni remedio, se acabará la luz a más tardar mañana, ojalá no le vaya a ser a ella demasiado necesaria. Permanecieron en silencio, sentados uno frente al otro, en el ombligo de la penumbra, mirándose fijamente a los ojos, traspasando con la luz de sus miradas la pared de las tinieblas y su espesa negrura. Muy cerca se escuchaba cantar el llamado a los rezos de la noche: “Alá es más grande, Alá es el más grande.” El muchacho la atrajo hacia su cuerpo.

Ahora consumarán su amor, como dice el eufemismo. Él es para ella un dios, adentro de la cueva están los cuerpos, afuera la oración, Declaro que no hay más dios que Alá. Ella siente su aliento y lo huele como perfume, como incienso, mira sus ojos y encuentra destellos de relámpagos y rugidos de truenos. Es una fantasía, claro, pero en verdad hay fulgores dentro de la cueva que iluminan las paredes de piedra un segundo y luego no. ¿Qué son? Las explosiones que se acercan, ya lo sabíamos, no importa que ahí venga la guerra, la oración no se detiene, Declaro que Muhammad es el enviado de Dios, venid a la oración. Ella siente su cuerpo desnudo y él el de ella. El cuerpo de él es de un azul encendido, como la base de la flama y sus cuatro brazos están adornados con tatuajes de serpientes, su cabello negro también se risa como los nidos llenos de culebras de agua y de su espalda nacen dos alas enormes, con plumas blancas y tornasoladas, su vientre no tiene ombligo, sino estrellas, estrellas que devoran otras estrellas. Tal vez sea mejor este ensueño que la realidad, lo cierto es que no hay ángel, sino un chico que apura las cosas lo más que puede porque ya se acerca la hora de tomar las armas y unir las voces, Venid, venid al triunfo, no quiere morir virgen. Aquí adentro gemidos, allá afuera el mismo silbido agudo, ese mismo choque contra el aire que anticipa que algo va a caer, luego el mismo estruendo, el mismo brillo ciego, el mismo aroma de la misma carne quemada, el de la misma sangre al sublimarse y al final el mismo silencio, las mismas explosiones, el mismo galopar de las metrallas, los mismo gritos: “¡Alá es el más grande!, ¡Alá es el más grande!”

Apenas puso su simiente en ella, el muchacho se separó ahogando el gemido de placer en la garganta, como una mariposa prendida en un alfiler. Se vistió muy apresuradamente y se fue sin despedirse: “Dásela cuando nazca y dile de quién era”, dijo él refiriéndose a su kufiyya que se había quedado en el suelo. Fue todo: “¡Sólo Alá es vencedor!”, grito al desaparecer. Ella se puso de pie un segundo después. La guerra había alcanzado las montañas al fin, hubo que ir a la lucha antes de lo previsto, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, más aún si no queda otro remedio. Se vistió, recogió la kufiyya y se amarró la suya alrededor de la cabeza y se escondió entre las piedras lo mejor que pudo.

Espero largas horas y después todo se fue calmando.

Afuera la muerte escondía sus víctimas entre las matas, dentro de las barrancas, en medio de los charcos de sangre. Y ahí está de nuevo ella, de pie ante la nada, una vez más por aquí ha pasado el cegador y cortó las espigas de un tajo, vino y se fue, pasándola a ella de largo.

Será hasta dentro de muchos años que ella volverá a estas montañas de la mano de su hijo mayor, a estos bosques frondosos de cadáveres tibios, los encontrará reverdecidos y dirá: “aquí fuiste concebido, aquí fuiste hecho hijo de un ángel, aquí me dio la kufiyya roja con fondo blanco que lo confirma, por aquí pasó la guerra, por aquí volverá a pasar.” Así dirá, pero no pronto, lo dirá cuando sea muy viejita y pueda al fin volver al lugar en el que se enamoró del muchacho, ahora es una niña, ahora corre de con la mano en el vientre, como una madre, llena de miedos. ¿Qué sabrá su hijo de naciones? Nada, como nada sabe ella y como nada sabemos nosotros. Sin embargo ahí está la guerra, con su feo rostro asomando las narices por la ventana, la guerra blanca, la guerra que contiene todas las guerras: la guerra contra el terrorismo, la guerra contra el narcotráfico, la guerra santa, la guerra mundial, la guerra de los mundos, la guerra de las galaxias, la guerra sucia, la fría, la civil, la de los pasteles, la de los botones, la de las rosas, la de los cien años, la de la conquista, la de la independencia, la de la revolución, la guerra de guerrillas, la guerra de los sexos, la guerra florida, la guerra que viene, la guerra que se fue, la guerra que somos, la guerra, tan humana como la peste, el hambre o la muerte, Señor, ciertamente Tú no traiciones tu Palabra.