*René Magritte. El maestro de escuela.
La semana pasada mis alumnos de licenciatura se molestaron conmigo porque no estaban de acuerdo con sus evaluaciones. En la carrera de Artes Teatrales de la Universidad Autónoma del Estado de México (yo imparto la asignatura de “Puesta en Escena Intermedia”) el plan de estudios está hecho a la moda, es decir, sigue el sistema de competencias. Esto quiere decir que los alumnos deben adquirir una serie de capacidades y hacerse concientes de que las poseen, además de saber discriminar la pertinencia de usarlas en un modo y tiempo determinado.
Según esta lógica, el deber de un profesor (y con ello me siento plenamente de acuerdo) es señalar las “áreas de oportunidad” de los alumnos, pero ¿qué quiere decir eso? Anteriormente se consideraba que el alumno debía “saber” algo y si no lo sabía, la consecuencia era la reprobación. Bajo este nuevo paradigma los estudiantes –más aún, los aprendices de actores- deben saber reconocer un objetivo concreto, perseguirlo y luego saber si lo han alcanzado o no, para entonces dejar en claro si han logrado desarrollar la “competencia” que se propone el curso.
Pues bien, conociendo los objetivos de mis alumnos, tanto los que ellos se plantearon a sí mismos como los que yo les señalé, instauré un sistema de evaluación cualitativa (independiente de sus calificaciones numéricas) semejante a un semáforo: verde querría decir que el actor en ciernes ha alcanzado su objetivo y necesita uno nuevo; amarillo, que está en camino de logarlo, pero que aún queda camino por andar; y rojo, que necesita más ayuda y atención de mi parte así como un mayor compromiso y disciplina para acercarse al objetivo.
Esta mínima clasificación que yo juzgué inofensiva, ¡les resultó altamente irritante! (me espetaron cosas como “¿tú qué sabes de mis objetivos?” o “tú y tus foquitos de semáforo no sirven para nada”) ¿Por qué? La respuesta evidente es que a nadie le gusta que lo encasillen en un lugar, por concienzudos que sean los razonamientos que me llevaron a ubicarlos aquí o allá y les concedo la razón, aunque siga creyendo que lo tomaron demasiado a pecho. Pero hay algo más y ese es el quid del asunto. Este grupo que me toca dirigir es un excelente grupo, eso ni dudarlo, pero está acostumbrado a los elogios y aunque, a decir verdad, las cosas relativas a su puesta en escena van viento en popa y mar en leche, bastante mal haría yo en reiterarles lo chulos que son y lo bien que se portan.
¿De qué sirve un profesor que celebre las monerías de sus alumnos? De poco, diría yo. Opino que mejor sería retarlos, señalarles sus deficiencias y promover en ellos un crecimiento. Pero al ver sus caras de enfado, manifestaciones de sus heridos egos, me dí cuenta del doloroso precio que hay que pagar por dedicarse a la noble tarea de enseñar. Me explico: uno ama a sus alumnos y por eso quiere verlos ser mejores, incluso mejor que uno mismo; pero en ese camino, uno corre el riesgo de ser detestado por ellos y ese es un peligro que hay que correr invariablemente.
Así pues, se concluye con facilidad que el deseo de ser profesor, en toda la extensión de la palabra, y el deseo de ser amado no son necesariamente aspiraciones compatibles. No lo niego, es duro saberlo. Vale la pena, no obstante, verlos redoblar la calidad de su trabajo al esforzarse al máximo por demostrar que soy un papanatas ignorante y que no tengo la razón.