jueves, 20 de diciembre de 2007

Pareja de Años

Para Miguel Ángel,
en nuestro segundo aniversario.


“Y si yo me olvido de ti, Señor mío; tú nunca te olvides de mí”.
Oración de Gandhi.

APENAS me enteré cómo fue que llegaste para quedarte. Lo único que sé es que un día me arrebataste un beso casi sin que me diera cuenta. Todo lo demás, todo lo que siguió, todo lo que falta, es la historia que contamos diariamente al despertar abrazados cuando se alza el día y al dormir con los labios arrebolados uno contra el otro cuando se muere la tarde: el cuento empecinado y orgulloso de una pareja de años que no sabe cuándo o porqué llegó a amarse tanto, pese a todo y todos, en este lugar, en esta hora.

El caso es que estás dentro de mí, debajo de mí, sobre mí, y en todos lados. Llegado el momento, casi no sé qué escribir (increíble cosa, ¿no?) pero al hablar de ti los discursos se me acaban, todo el lenguaje se me deshace en las manos para volverse besos y sonrisas y las letras se me transforman en caricias y risas debajo de las sábanas. Las letras se hacen nuevas cuando tus negros capulines me miran y me atraviesan como la espada de fuego de un ángel vengador.

Nada de esto puedo escribirlo sobre el papel porque resulta que el único cuaderno suficientemente basto para esas palabras nuevas que germinan bajo el golpe de tu planta contra la tierra que pisas es tu piel desnuda, sobre la que escribo como el que escribe sobre la arena caliente, dorada, llena de misterios mutantes a merced de los caprichos del aire. Y en tu cuerpo trazo con los labios, con la lengua, con las manos, con los dientes, con las uñas todas las oraciones que me sé, antes que las borre el viento de la tarde:

Espejo de justicia cuando brilla el agua que rueda por tus piernas mientras se filtra la luz de la mañana por el cristal verde y azul de la ventana de la regadera. Trono de la sabiduría cuando me sonríes de improvisto sin revelarme el motivo y me dices bajito “mi héroe” y a mí se me derriten los pedacitos que me quedan de alma. Causa de nuestra alegría cuando cocinas la cena en un sartén despostillado y llenas las noches de mi alma con tu comida y tus nervios, tus prisas, tus charlas vibrantes, febriles, enloquecidas.

Vaso espiritual, tu boca; vaso digno de honor, tu aliento; vaso de insigne devoción, tu sexo. Rosa mística, tu beso; torre de David, tu cuerpo; torre de marfil, mil recuerdos. Casa de oro, tu pecho; arca de la alianza, tus dedos; puerta del cielo, suspiros, gemidos, jadeos.

Tú eres la estrella de la mañana cuando el despertador suena y la madrugada se cubre de sombras y de rocío; tú eres la salud de los enfermos golpes de las manecillas del reloj en mi pensamiento inquieto, tac tac tac tac; tú eres el refugio de los pecadores porque tus muslos son las columnas de un templo secreto y la ropa que va volando son enigmas que la esfinge va olvidando. Y ese puño rojo que oigo latir dentro tuyo como lengua de fuego, templo consagrado al dios de los pequeños y los humildes, obra maestra del amor del alfarero por su fragua, santuario, tabernáculo, horno ardiente.

A ti se somete mi corazón por completo y se rinde totalmente al contemplarte. Nada es más verdadero que estas palabras. ¡Oh, mi buen amor, óyeme! Dentro de tus brazos escóndeme y no permitas que me separe de ti. Del enemigo malo defiéndeme y en la última hora llámame y mándame ir a ti para que con los alfileres de tu ternura me quede prendido de tu nombre bendito por los siglos de los siglos de los siglos y si yo me olvido de ti, señor mío, tú nunca te olvides de mí.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Fragmentos dispersos de un viejo diario (2)

Septiembre de 2006: Ayer que te ví tan enferma y tan inútil y tan dependiente de nuestra buena voluntad para darte de comer, cambiarte el pañal o limpiarte la baba de la boca para no dejar que te ahogues, debo confesar que me dio risa. Todos te lo esconden, pero yo voy a decírtelo: te estás muriendo, al fin te estás muriendo.

Tú, la que se levantaba diario a las cinco de la mañana para barrer las hojas que el rocío del alba había desperdigado en tu inmaculado jardín de jacarandas en verano y de nochebuenas en invierno; tú, la que con igual violencia azotabas con tu varita de fresno al perro o a los niños cuando no comíamos lo que nos servías; tú, la que no-sé-por-qué perversidades escondías gustosa los regalos de navidad bajo el árbol y no nos los dejabas abrir hasta después de cenar ya bien entrada la noche; tú, la madre de las amarguras, te estás muriendo.

Tú, la de la ronca voz de mando, la de los manazos contra mis palmas, la del aliento de humo de cigarro, la déspota de la limpieza y el sempiterno olor a pino, la enfermera que toda rodilla o codo raspado sanaba con el ardor del jugo de limón agrio, la del paliacate deslavado en la cabeza, la de los pantalones grises de mezclilla; tú, la gran dictadora, te estás muriendo.

Ya no eres nada. Y la gente cuyos destinos coronoaste de cardos durante años y años está siendo muy noble contigo. En honor a la justicia, deberíamos dejarte abandonada en un sillón del sótano de la casa grande y no volver por tí hasta que no seas más que huesos blanqueados y moscas gordas. Sí, vieja bruja con escoba de varas, te estás muriendo.

Mi madre que tuvo que vestirse de novia sola porque tú no quisiste acompañarla el día de su boda, es hoy quien te lleva al baño y te limpia el coño viejo para no dejar que se te inunde de infecciones. Mi padre a quien tú envenenaste con los ojos desde antes de conocerlo es hoy quien empuja tu silla de ruedas al jardín mientras lucha consigo mismo para no dejarte rodar hasta la alberca. Mis hermanos que siempre fueron para tí menos importantes que los corucos de los canarios que crías son los que te llevan la comida a la boca porque ya no eres capaz ni de sostener una de tus preciadas cuicharitas de plata que nunca nos dejabas tocar. Yo, que no sé porqué no conservas ninguna fotografía mía en tus portarretratos, me siento a escuchar tus maldiciones a regañadientes, tus balbuceos seniles, tus recuerdos de mierda mientras pienso lo feliz que haría a todo el mundo si decididamente te inyectara una jeriga llena de aire por la vena. Y mi pobre abuelo que cometió un único error en su vida al sacarte a bailar ese tarde de abril de 1942, al que heriste lentamente hasta la fatalidad durante sesenta años con la tizana de tu frigidez, ya no duerme por la angustia de ver que te mueres sin morirte en la cama de al lado. Gozas el haber acabado con él y con todos nosotros, lo sé.

Pero todo eso ya no importa, porque tarde o temprano, por más que te resistas, por más que te propongas hacer nuestras vidas insufribles hasta el último momento, morirás. Al final, aunque no quieras, estarás muerta. Un día amanecerás tiesa y fría. Y cuando ese día finalmente llegue, casi sin decir palabras mandaremos por el médico forense y luego por los agentes de la funeraria. Esa misma noche nos vestiremos de luto y te velaremos muy calladitos al tiempo que nos beberemos un café caliente casi sin mirarte. A la mañana siguiente te incinerarán y las cenizas que queden de tí serán guardadas en una urna dorada y se dirá una misa por el descanso de tu alma, si es que dentro del cuerpo tenías tal cosa.

¿Y después? Después no volveremos a hablar nunca más de tí. Nadie te pensará luego de ese día y poco a poco tu voz y tu rostro y tu nombre se irán borrando de nuestros recuerdos. Continuaremos nuestra vida como si nunca hubieses existido. Te olvidaremos.

Te olvidaremos.

Te olvidaremos.

¿Le tienes miedo a la muerte? No llores, vieja ridícula.