miércoles, 26 de noviembre de 2008

Las palabras y las cosas


Las palabras son rótulos que se adhieren a las cosas,
no son las cosas.

José Saramago.

Mi amor, va a decir el viejo desnudo, ven más cerca, que quiero sentirte, pero las palabras se le hacen polvo en la garganta y no las dice porque el miedo le cierra a tiempo la boca, siempre es mejor temerle a las palabras así, que de tan honestas resultan contraproducentes, no digas lo que no sientes, quizá respondería su amante, es decir el muchachillo que ahora se descalza los zapatos, o bien, no diría nada, se limitaría a sonreír condescendientemente, como quien sabe muy bien las causas que lo llevaron ahí, específicamente en este caso, a esta casa y al pie de esta cama en la que el viejo, ya desnudo, discretamente se toma una pastillita azul que ha sacado del cajón de la mesita de noche junto con el lubricante y los condones, ahora sólo queda esperar a que la medicina haga su efecto y a que el muchacho se desvista y se suba a la alto lecho, compuesto de dos colchones mullidos, perfectamente bien tendido para que, después de algunos besos y caricias más o menos dulces, más o menos sosegadas, las sábanas acaben por revolverse todas y las almohadas, que ahora reposan felices en la cabecera, vuelen despatarradas por cualquier lado, sosteniendo sin querer, aquí y allá, muslos, caderas, pies y cabezas, No te muevas, dice el viejo, esta vez sin morderse la lengua porque sabe muy bien que esas palabras, dichas en ese tono medio lascivo y medio paternal, si es que cabe tal compatibilidad de mitades, no asustarán al muchachillo que, aún en jeans, se ha quitado ya la playera, dejando al descubierto un torso casi de púber, delgado, blanco y lleno de pecas, como leche bronca en la que se han hervido trocitos pequeñitos de canela, mejores leches voy a probar pronto, piensa el viejo para sí mismo, mejor mieles también, sabemos nosotros que, bien podemos adelantar ahora, el muchachillo resultará ser, dentro de un poco de tiempo, a pesar de su corta edad, pues no pasa de los dieciocho años, un experto en las artes del amor, como si lo hubiera instruido en aquellas la mismísima María Magdalena, santa patrona de las meretrices, y es que las habilidades del muchacho ya se adivinan por la forma en la que dice, Por qué y se queda quieto, obedeciendo al viejo, y se estira cruzando los dedos detrás de la nuca, y exhibiendo el pecho y las axilas llenas de vello castaño, sonriendo, guiñando un ojo, ya lo dice el refrán, en la forma de sostener la sartén se conoce al cocinero, Ya vuelvo, dice el viejo, con su acento español que tanta gracia le hace al muchacho, aunque, pese a sus expectativas no ha pronunciado, hasta el momento, ningún joder, ni ningún jolines, que son, en el estereotipo más aceptado o mejor difundido, las expresiones características de los gachupines, como les llamamos a veces acá, en México, en esta gran ciudad capital que entre sus humos y sangres, entre sus rechinidos de llantas y mentadas de madre, envuelven, como en telas de seda o capas de hojaldres a estos dos, viejo y muchacho, en este departamento, de paredes recubiertas de maderas mediocres que con el tiempo se hincharán de humedad, en la Colonia del Valle, famosa por sus habitantes de mediano poder adquisitivo y sus ventanas decoradas con mamposterías sesenteras, que bonito es todo esto, piensa el muchacho y recorre con la mirada los cuadros colgados en el dormitorio, los muebles, la televisión, el aparato reproductor de discos, los azulejos verde pistache que se dejan ver por la puerta entreabierta del baño, entonces, siente la tentación, el deseo de abrir los cajones y esculcar en los armarios, no porque quiera robar algo, claro, sino por la ambición de ver más cosas bellas, cosas que no está acostumbrado a mirar allá en sus rumbos, rumbos en los que hay perros flacos y feos amarrados con mecates en los patios de las casas, y no estos gatos pachones y retozones como nubes de verano que hay ahora a su alrededor, rumbos en los que se bebe cualquier otra cosa, ya cerveza de caguama, ya licores baratos hechos a base de caña, en lugar del fino vodka aromatizado de vainilla que bebe aquí, bien que me podría acostumbrar a esto, piensa, pero no lo dice porque él también tiene cuidado de las palabras y de sus efectos, pero a cambio de cerrar la boca fantasea con que ésta es su casa, ésta, su cama y estos sus muebles, y aquellos que están allá, sus otras habitaciones, su cocina y más abajo, tres o cuatro pisos, su auto para la ciudad y su jeep para el campo, y, claro, ésta que trae el viejo ahora cargando, su cámara de fotos, Sonríe, le dice, y el muchacho lo hace, mostrando los dientes blancos y posando, ora de frente, ora de espaldas, luego, haciendo uso de sus facultades para la seducción, que ya se sabe, son muchas y de buena calidad, sorprende al viejo saltando a la cama y posando todavía, pero ahora de manera bastante más obscena, primero fingiendo inocencia, como lolito, si es que vale la pena la masculinización del término que acuñó Nabokov, ya se muerde la punta del dedo con coquetería, ya manda besos a la cámara, ahora se desabrocha el cinturón y se deshace del pantalón y de la ropa interior, se acaricia las nalgas, recostado de espaldas, luego se gira para presumir su erección de adolescente, roja, palpitante, sube las piernas, se abre el ojete del culo con el dedo que ensaliva primero y mientras hace todo esto, los pensamientos le revolotean furiosos, como mariposas enloquecidas, dentro de la cabeza, no los pone en palabras, simplemente los observa y los entiende, pero nosotros, que nos valemos de las palabras para comprender, al menos ahora, que estamos escribiendo y leyendo, podemos saber en lo que piensa, aunque no con palabras suyas, pues ya hemos dicho que no las usa, no obstante sí con las nuestras, que aunque más a nuestro estilo, conservan el espíritu de lo que quieren decir, en fin, el muchacho piensa, mira vieja cáscara, todo lo que te vas a comer ahorita, y si te gusta te lo puedes seguir comiendo, siempre y cuando me quieras mantener acá, y como el cuento infantil de la labradora que tenía leche y que soñaba despierta con no sé qué trueques maravillosos, y que por soñar despierta la muy distraída tiró el cántaro de leche al piso viéndose esfumar de pronto sus castillos en el aire, como decimos coloquialmente, así sueña despierto el muchacho con acompañar al viejo a los casinos con sus amigos burgueses que beben whiskey con soda en las rocas y que son muy capaces de gastarse mil, dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil pesos en una noche jugando bingo, apostando en el póquer, bajando la manivela de las maquinitas tragamonedas que, por ser ahora electrónicas, ya no tragan monedas, y es de esta manera, mientras el muchacho se pierde en sus fantasías, las cuales, más vale que lo sepamos de una buena vez, terminarán igual que las de la labradora del relato de niños, o sea perdiéndose en la nada, la cámara del viejo va chasqueando, retratando libidinosa al muchacho que se pellizca los pezones con la mano izquierda, que se masturba con la derecha y se lame un hombro y otro con la lengua, esa lengua de fuego, de íncubo, con la que desea quemarse el cuerpo el viejo que ahora siente resucitar el muerto que lleva entre las piernas, bendito el dios que puso inteligencia en los hombres que sintetizaron el químico sildenafil, ahora comercializado como producto en contra de la disfunción eréctil, con el nombre que en sánscrito quiere decir tigre y que no escribimos ahora porque no queremos ruidos con la oficina de los derechos de patente, A ver si te gusta esto, dice el viejo presionando un botón en el control remoto que dirige hacia el aparato de música al mismo tiempo que se desembaraza de la cámara dejándola en el tocador, de las bocinas viene una música nueva para los oídos del muchacho, Está rico, dice el muchacho, dudando un poco del adjetivo que acaba de usar, pero es que no se le ocurrió algo mejor, I've got you under my skin, canta el viejo como puede, junto con Frank Sinatra, que lo hace como quiere, Y qué quiere decir eso, pregunta el muchacho, Te tengo debajo de mi piel, y de pronto le parece al muchacho que con estas palabras le ha dicho algo increíblemente romántico, sin saber muy bien por qué, seguro no por inspiración divina, que el señor de los cielos no inspira a nadie en los territorios de los desempeños sexuales y mucho menos a estos dos, par de sodomitas y abominaciones seguras ante sus ojos, el muchacho, decíamos, se pone a chasquear los dedos divertido, But why should I try to resist, retoma el viejo animoso y se come a su amante a besos, when baby will I know than well, y ambos cuerpos se entrelazan en un abrazo que es primero deseo pero que, paulatinamente, para sorpresa de todos, incluidos nosotros, se va se va espolvoreando con los polvos de incipientes afectos que va dejando pasar desde el corazón el cernidor de los cuerpos, That I've got you under my skin, y al compás de la música que se mezcla, como mezclados están ya el viejo y el muchacho, con las risas y los jadeos, nos conviene alejarnos de la habitación en la que estábamos, caminar con sigilo hasta el patio de servicio a fumar un cigarrillo o salir a dar la vuelta a la cuadra un rato, apenas el suficiente para que estos terminen de revolcarse a gusto, de grano a grano, de planeta a planeta, como canta Neruda, sin que nuestra nariz fisgona los incomode, no hay que preocuparse demasiado, no nos perderemos de gran cosa, volveremos justo cuando hayan terminado, cuando la simiente de uno se haya derramado dentro del cuerpo del otro, y esto es sólo un decir, porque derramarse lo que se dice derramarse no será, porque, ya lo sabemos, aquí han habido condones de por medio, que no son, ni el viejo ni el chico, hombres que hayan perdido el temor a las pestes y las plagas venéreas, Mi amor, quiere volver a decir el viejo ahora, decir ven, decir más cerca, decir quiero sentirte, pero no lo dice, no porque sea necesariamente cierto eso de que con los años viene la sabiduría o aquello de que más sabe el diablo por viejo que por diablo, sino porque este viejo que ni sabio ni diablo es, bien sabe que palabras así, tan honestas, tarde o temprano vienen a ser contraproducentes, así que se limita a acariciar la cabellera del muchacho que ahora descansa, luego del orgasmo, sobre su pecho, Mi amor, suspira entonces el muchacho, vaya, ya se veía venir que muy a pesar de las reticencias primeras, tarde o temprano, como en la casa del jabonero donde el que no cae, resbala, este muchacho igual que el resto de la juventud, por no ser ni sabio ni diablo ni viejo, le ha perdido con facilidad el temor a las palabras, Te tengo debajo de mi piel, remata el chico y suspira de nuevo, y quién sabe qué quiera decir con eso, es más, no lo sabremos porque el viejo no va a preguntar ahora, qué cosa quieres decir con eso, muchacho, ya que esas preguntas acaban con los buenos momentos y el viejo, por el hecho de serlo, ya no quiere desperdiciar los pocos que le quedan, así que se queda callado por ahora, de todas maneras piensa, no digas lo que sientas, pero esos pensamientos aguafiestas apenas si interesan en este momento en el que los dos, dicho lo que se ha dicho y hecho lo que se ha hecho, se quedan dormidos, acurrucados en la tibieza inherente a la cercanía de los cuerpos, ya con el tiempo, si luego hay ocasión u oportunidad de preguntar por el sentido de las palabras, ya vendrán en las cosas, para bien o para mal, intrínsecas las respuestas, acaso entonces descubriremos si es o no es cierto el bíblico precepto que dice aquello de que la boca habla de lo que el corazón está lleno.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Las Grandes Pérdidas (parte iii)

para Emilio, por supuesto.


Mientras tanto espero,
como un perro a su dueño,
hasta que un día llega la noche
de esta noche, la del encuentro.

Esta noche,
con el aire cortante del invierno,
has vuelto,

y al volver,
como filo helado de navajas,
vuelves sin hacerlo,

así dice el refrán,
tan cerca y tan lejos.

Esta noche eres el árbol de la ciencia,
te duermes a mi lado, ¿cómo no
ser la víbora que se enreda
en las ramas de tus brazos…

… aún sin esperar o recibir
alguna manzana (caliente, lúbrica) a cambio?

Y sin que lo sepas, esta noche
me coges con palabras, me entrego
al rio de semen vivo de tu charla,
revuelto, rápido, caudaloso,

con el corazón y las piernas abiertos,

igual que la hoja seca se entrega al viento
y el viento a la caja de los vientos
y la caja de los vientos a la rosa de los vientos
y la rosa de los vientos al compás de los viajeros:

con amor.

Si te digo esto es porque ya
veo que te estás marchando,
dejando atrás, vacías
mis alas y su vuelo.

Ay corazón mío, abandóname, vete tras él,
no vuelvas hasta que me traigas de regreso
su boca y su sexo y los lunares de su cuerpo,
que yo aquí los espero paciente, a la orilla,

con mi oración:

¡No me pidas que te deje y que me separe de ti!
Iré a donde tú vayas, y viviré donde tú vivas.
Tu pueblo será mi pueblo, y tu dios será mi dios.
Moriré donde tú mueras, y allí quiero ser enterrado.

Mientras tanto, espero,
como un perro a su dueño,
hasta que un día llegue la noche
de la siguiente noche, la del encuentro.

martes, 28 de octubre de 2008

La acechanza del miedo

El viejo había ahorrado toda su vida para comprar ese departamento. Cuando por fin lo logró, hace años, no cabía de alegría. Su familia, feliz al fin, tenía un lugar propio donde vivir. Ahí nacieron los hijos, crecieron y luego, con el tiempo, llegaron los nietos. No faltaron tiempos difíciles, claro, pero siempre fue consuelo para cualquier desavenencia decir, como un conjuro contra las tempestades, esa es mi casa, nuestro hogar. Pero el año dos mil ocho significó el principio del desastre. El país se envolvió en la lumbre del miedo. Tuvieron la culpa de ello los gobiernos estúpidos y frívolos, por supuesto, pero también fue responsable gran parte del pueblo mexicano que estuvo de acuerdo con tener el gobierno que se merecía.

Al edificio del viejo y su familia llegaron a vivir un grupo de hombres que, con amenazas, le advirtieron a los vecinos que lo mejor para ellos sería largarse de ahí cuanto antes. El viejo comprendió claramente lo que estaba ocurriendo. Los narcotraficantes recién llegados habían decidido hacer suyo el lugar y para esas cosas no hay remedio en este país. Autoridades y delincuentes son conceptos indistinguibles el uno del otro aquí. El viejo no quiso vender el departamento porque implicaba invitar a vivir a una nueva familia a una cueva de lobos, pero tampoco podía llevar a su familia a algún otro lado sin hacerse de una buena cantidad de dinero.

Mientras más sopesaba las cosas, las presiones de los narcos se hacían más y más agresivas. Sólo dios sabe qué urgencias les apremiaban. Todo se culminó cuando una noche una ráfaga de metralla roció el edificio desde la calle. La cabeza del viejo que dormitaba en la sala fue impactada por uno de los disparos que se colaron por la ventana, asesinándolo. La familia no tuvo tiempo de llorarlo. Apenas el cadáver había sido enterrado, aún sin que los novenarios terminaran, sin que el sol destiñera, aunque fuese un poco, el moño negro en el dintel de la puerta, la familia del viejo fue obligada a salir de su casa. Les dieron tiempo para empacar algunas cosas, apenas lo indispensable pero no más que eso.

La familia se dispersó, asilándose unos en casa de amigos, otros en casa de familiares políticos, siempre con rabia. Similares destinos tuvieron que enfrentar los dueños de los otros departamentos, siempre con la misma rabia. No hay ficción en estas letras. Yo ví ocurrir esto en la Ciudad de México en el transcurso del último mes. Las personas que padecieron este infierno dolorosísimo son amigos muy queridos.

¿Cuál es la obligación que los artistas, los escritores y los intelectuales debemos a la situación actual de nuestro país? Pareciera, por un lado, que permitir que esta realidad terrible, incida en nuestros temas es hacerle el juego a los medios de comunicación y contribuir al terror colectivo. Pero, por otro lado, no hacerlo, no denunciar la soberbia del poder y la constancia de la corrupción, sus dientes podridos, es irresponsable. No hay respuestas sencillas y, es más, estoy seguro que de haberlas, cada una supondría una nueva pregunta aún más difícil de contestar.

Una inteligencia que respeto, Juan Manuel Escamilla, publicó en su blog un post hace poco, convencido de que el mundo está por acabar, al menos tal cual lo conocimos, y, en su opinión, la única manera de paliar la agonía de los últimos tiempos era encontrar a alguien a quien amar y amarlo profundamente. Puede ser, pero no lo sé. Quisiera trazar un mapa, una cartografía precisa que prevea el futuro de miseria y balas y muerte que nos espera pacientemente, a la vuelta de la década, pero mucho me temo que nadie está preparado para mirar al ser humano de frente, y asistir a su disminución hasta el grado más bajo de la abyección.

La ciudad, todas las ciudades, serán más temprano que tarde los escenarios en los que El país de las últimas cosas de Paul Auster o la vida de Michael K. de J. M. Coetzee, o Las posibilidades del odio de Maria Luisa Puga, dejen de ser literatura, para convertirse en posibilidades reales que asechen, serpentinas y venenosas, a cada momento de la vida.

jueves, 9 de octubre de 2008

Efebofilia

catorce años.

una única vez
dios, o lo más parecido,
se metió en mis huesos
lánguidos,
cansados,
frívolos:

te penetraba
y mi cansancio
se disolvió en tu vida,
y mis piernas eran tus piernas,
y mi sexo era tu sexo,
y tu voz era mi voz.

un blues sonaba,
Dentro mío te pierdes,
y la vida tuvo sentido
por primera, única vez.

dios, o lo más parecido,
destructor de fronteras,
entre tu cuerpo
y el mío.

quince años.

eres apenas un crío
y no lo sabes,
calladamente te lo digo,
mi niño,
yo me muero
por los besos de tu boca.

qué deseos se han anidado
en los pliegues de tus labios,
quién los ha visto madurar
y dispersarse volando.

no puedo saberlo,
y en lugar de eso
te estoy escribiendo,

para que no digas
que no sabías
que tú eres
la razón de mis días.

dieciséis años.

estoy por hacerte el amor
en la misma cama
en la que tus padres
te concibieron.

todo es circular,
menos tu felicidad.

no creas que no sé
que preferirías que
yo fuera aquel
con el que sueñas.

no te preocupes,
no me ofenderé
si cierras los ojos
y piensas en él.

todos tienen derecho
a la alegría
de un encuentro.

diecisiete años.

perdona.
no tengo tiempo para enamorarte,

vamos al grano,
a cada embestida sentirás
que tu voz se desquebraja.

pero no puedo parar,
todos deben tener una primera vez.

no me lo tomes a mal,
a mí me lo hizo alguien también,
y a ese alguien, otro,
y al otro, otro
y así.

y tú también lo harás,
ya ves,
ahora quieres crecer,
luego, como yo,
tendrás miedo
de envejecer.


miércoles, 1 de octubre de 2008

Tlatelolco de mi Sangre

Mi abuelo dejó que el teléfono sonara varias veces antes de contestar. Del otro lado de la línea la mujer de mi tío esperaba llena de ansiedad a que el viejo levantara el auricular. Cuando finalmente lo hizo, no se demoró en ir al grano, No encuentro a mi marido por ningún lado, suegro, anoche no llegó a dormir, si no le avisé antes fue para no preocuparlo. Mi abuelo guardó silencio. Hizo un rápido repaso mental, su hijo no tenía por costumbre, hasta donde él sabía, irse de putas o agarrar la parranda con sus amigos y desaparecer toda una noche. Discutieron por algo, preguntó mi abuelo, No, para nada, contestó ella, nos despedimos en la mañana como de costumbre, lo esperé despierta toda la noche, estoy asustada. Mi abuelo miró el reloj, pasaba ya del medio día. Colgaron.

Vamos a casa de los muchachos, arréglate rápido. Lleva algo de comer, te explico en el camino.

En la esquina de la calle, a unos metros de la casa de mi tío, una camioneta sin placas se había estacionado apenas. En ella viajaban unos cinco o seis policías que se disponían para el asalto. El jefe del pequeño escuadrón hizo una seña a sus subordinados para que esperaran. Un datsun rojo se detenía en ese mismo momento frente al jardín del implicado. Una pareja de ancianos bajaron del automóvil en el momento en que aparecía en el umbral de la puerta una mujer con su bebita en brazos. Qué lleva la vieja en las manos, preguntó uno de los agentes al jefe. Parece un refractario, no crees. Y si es un artefacto explosivo, mi capitán. Ahora lo vamos a saber.

No habían terminado de saludarse los suegros con su nuera y su nieta cuando de la nada apareció una banda de policías encapuchados que rápidamente, con gritos, insultos y amenazas, los secuestraron sin dar mayores explicaciones. Qué es esto, preguntó mi abuela. Que chingados le importa, pendeja, le contestaron. A la camioneta entraron, apurados y con la mirada en el suelo, la mujer de mi tío con mi primita en brazos, ambas llorando de miedo, mi abuelo, y mi abuela, todavía con su postre de limón en las manos.

Dónde está su hijo, carajo. No sé, señor, ya se lo dije muchas veces. No se haga el que no sabe, dónde lo escondieron. En ningún lado, señor. Mire, si no me dice se va a meter en un problema, quiere que traigamos acá a sus hijas para que las interroguemos también o qué. Dónde está mi mujer, señor. Contésteme lo que le estoy preguntando, dígame si su hijo pertenece a una célula anarquista. A una qué, preguntó mi abuelo. Por toda respuesta recibió un cachazo en la mandíbula que lo noqueó.

Si a mi abuela le fue mejor o peor, nadie lo sabe. Nunca habló de eso, ni siquiera cuando se lo preguntaron los investigadores de la universidad que publicaron un libro sobre la represión de los movimientos sociales de mil novecientos sesenta y ocho. Nadie lo dice, pero en el fondo, todos creemos que fue violada. A la mujer de mi tío la separaron de la niña y la interrogaron aparte durante horas, terribles horas llenas de desesperación.

Los reunieron luego a los cuatro en un cuchitril con olor a miados. Todos llevaban los ojos vendados y habían perdido la noción del tiempo. Les pasaron un plato grande con caldo de pollo recién descongelado. Reducidos a animales en cautiverio, muertos de frío, comieron con las manos y en silencio. Un militar les apuntaba con su rifle.

No saben nada, el hijo no los tenía enterados de sus actividades clandestinas, mi general. Ya suéltelos, pues, y me felicita de mi parte a la señora por el postrecito, estaba riquísimo, tanto que me dan ganas de repetir, dígale que a ver cuándo vuelve a venir.

Mi tío permaneció escondido en el pueblo de Tepoztlán el resto del mes de septiembre, sin poderse comunicar con su familia por miedo a que lo localizara el gobierno. Regresó a la Ciudad de México el dos de octubre, muy temprano. Cuando llegó a su casa, mis abuelos, su mujer y su hija lo esperaban en la mesa de la cocina. Nos llevaron, pero no dijimos nada. Hijos de perra, los lastimaron. Ya estamos bien, no pienses en eso, acá está el paquete que te vinieron a dejar, Gracias, papá. Hijo, esa caja no tiene cócteles molotov, verdad, preguntó mi abuela, pero no le contestaron, en lugar de eso, recibió un beso en la frente. No te preocupes, mamá, voy a Tlatelolco y regreso en la noche.

Tengo frente a mí una fotografía. El cuerpo de mi tío yace abatido por las balas junto al cadáver de una muchacha con el uniforme de las edecanes de las olimpiadas. Desde lo alto del edificio Chihuahua, en la Plaza de las Tres Culturas, manos enfundadas en guantes blancos abrieron fuego en contra de los miles jóvenes ahí reunidos. El contenido de la caja de cartón se desparrama en el suelo. No son cócteles molotov. Son panfletos, cientos de panfletos estropeados, empapados en sangre, empapados en la sangre de mi tío muerto, empapados en la sangre de mi sangre.

A cuarenta años de la masacre, dos de octubre no se olvida.

sábado, 14 de junio de 2008

Compás de espera

Un compás de espera es el tiempo que pasa entre lo que ya ocurrió y lo que está por suceder. Este mes y un poco más son justamente eso en este blog. Las obligaciones académicas, o sea tesis, preparación de examen de grado, etcétera, me han obligado a retirarme del mundo de las letras virtuales. Volveré, claro, cuando todo aquello haya acabado y mi vida sea mejor. Mientras tanto, dejo aquí para la edificación literaria de los visitantes fragmentos del nuevo libro de mi querida Elena Poniatowska, Rondas de la niña mala. Salú,

ANGEL DE LA GUARDIA

Mi madre recomienda
dejar abierta
la ventana
para que entre
el Ángel de la
Guarda.

Tras de mi cama
el Ángel
respira
con sus alas.

En Francia,
el Ángel
–porcelana blanca–
sonreía,
boquita de cereza.

Papel de china,
engrudo, carrizo
y un poco de morado,
he aquí las señales
del Ángel mexicano.

El Ángel argüendero
cacarea revueltas.

En un batir de alas
sus cabellos se erizan,
en la cabeza lleva
un barco de periódico.

Reparte a las volandas
notas de sangre roja.

Ángel papelero,
los pasantes le clavan
agujas de rabia
bajo las plumas.

“Olvidaste las alas”,
dice Dios cuando vuelve,
“¿Cómo voy a olvidarlas
si me duelen?”
Dios lo regaña.

En la noche
esparce noticias estelares,
mete a la recámara
a la Osa Mayor.

Al alba,
el Ángel,
flamenco rosa
palidece.

Escapa
por la ventana
y deja el cielo
vacío de constelaciones.

AGUA DE MAR

¡Ah el calor, el sol, el vientre plano,
la sal en las pestañas y las cejas!

“Déjame despellejarte”, pide Genia
y saca pergaminos de mi espalda.

Todo nos lo lavamos durante horas,
los dientes, la cola, la seda de los músculos,
un torrente de sexo nos cae en el cabello,
mil gotas de agua cantan en cada filamento.

Ser niña es ser un poco de agua con sangre.

Genia, Piti, Tota, Mimí, Kiki,
Cristi, Tere, Fefa, Teté,
ninguna tenía nombre,
sólo un cuerpo intocado quebañar todo el día.

“Creo que soy puro sexo”, decía Genia,
y daba miedo verla y sentir su mirada.

Abrí la regadera a todo su volumen
y leí sentada en el excusado
hasta que me pescaron.

“Tírale el libro al agua,
mentirosa y cochina.”

Tendí el libro al sol
y se secó por dentro
–la regadera abierta–,
lo volví a leer
hasta llenarme entera.

Bajo el acantilado, en lo oscuro,
Pachín Arango
tocaba el claxon de su convertible
y corría Cristinita listos los brazos,
envidiábamos su hondo precipicio,
su tirarse a la mar, sus ojos de contigo.

Rodeadas de agua por todas partes
el mar naufragó dentro de cada una,
el faro, en vez de guiarnos, nos desencaminó,
golosas, sólo queríamos
lo que todas pedimos,
amanecer al mundo
desfloradas a besos.

FRUNCIDA ESTRELLA

Enséñame tu ombligo,
levántate la falda,
hace tiempo accediste
y ¿sabes lo que vi?,
un ramo de violetas

Enséñame tu ombligo,
anda, suena, es un timbre,
tintinea de risa,
toco, vienes a abrir
y me dices que pase.

Enséñame tu ombligo,
copita de rompope,
para beber de él
los rayos de la luna.

Niña, ya no te muevas,
voy ahora a clavarte
mi torre de sonrisas.

¿Ves?
Tú también sonríes.

EL GATIJO HERIDO

Yo ya no juego, niño,
que de tanto enseñarte
se me ha abierto todo.

Ya fui lo que tú quieres,
échame tierra encima,
vete de mí y borra
tus huellas digitales.

Perdí las agujetas,
el fondo del vestido,
el listón de las trenzas,
los botones azules.

Ya no soy tu pareja,
ni tu limón celeste,
soy la mitad de algo
que no llegó a irse.

martes, 18 de marzo de 2008

Tres parágrafos de maltrato

Uno.
No hubiera girado la cabeza al televisor si no hubiera escuchado en él la voz de una niña diciendo el nombre de Tata Lázaro. Lo que vi me dejó perplejo. Transmitían una telenovela y en la pantalla aparecía un salón de clases, de esos que no hay en México, y en el salón había una maestra de primaria, de esas que no hay en México, y la maestra le preguntaba a sus alumnos, de esos que no hay en México, qué opinión tenían de la expropiación petrolera de 1938. La mofletuda, tez blanca y pecosa, cabello dorado amarrado en socarronas trenzas, carita de angelito déspota y mirada azul pastel de no-rompo-un-plato, en fin: de esas que no hay en México, respondió que nuestro país estaría mucho mejor hoy de no haber sido por las reformas comunistas de Cárdenas. ¡Horror, Horror! ¿Quién escribe esos guiones? ¿Qué no ven que el horno no está pa’ bollos y empero le atizan al fuego? Lo hacen a propósito, re punta de relapsos, como quien piensa que el pueblo es estúpido y que la gente cree todo lo que ve en la televisión. Bueno, lo admito, es posible que el pueblo sea estúpido y que la gente crea todo lo que ve en la televisión; pero aún así.

Dos.
No hubiera quitado la mirada atónita de la pantalla si el moreno de la playera verde no me hubiera traído a la mesa mis churros rellenos y mi chocolate espumoso. Apenas iba a morder el de mermelada de chabacano cuando Víctor irrumpió a tropezones, lanzándome un periódico maltratado al plato y bufando con su voz ronca, urgiéndome a mirar la nota que me había señalado con una flecha de lápiz rojo en el papel. Un tal Guillermo Habacuc había hecho arte atando a un perro callejero a la pared de una galería y ahí lo había dejado morir de inanición. Víctor estaba como fiera, manoteaba, pateaba, y maldecía. Él es el tipo de persona que le podía disparar un par de balazos en la sien a un hombre sólo por considerarle estúpido, pero no toleraba que una ancianita le diera de escobazos a la gata que le acababa de arañar el sillón luis xiv. Así es él. Cuando terminé de leer la nota, luego de que Víctor había acabado con mis churros rellenos de lechera y cajeta para intentar consolarse en ellos, le pregunto, Por qué nadie simplemente desató la cuerda y liberó al animal, o en su defecto, por qué nadie le llevó algo de comer a escondidas. No lo sé, responde, Supongo que todos estaban demasiado atareados en discutir la naturaleza artística de la obra, Cuál obra, pregunto yo, Pues esa, contesta él, En ciertos círculos intelectuales de vanguardia que ni tu ni yo comprendemos, así se hace el arte. Pobre animal, pienso, Lo bueno es que los budistas siempre nos consolamos ante cosas así meditando en la justicia del karma: el tal Habacuc reencarnará en pez del Rio Coatzacoalcos y un derrame de crudo le quemará los ojos hasta que muera de dolor. Y pensando en esto, feliz por mi venganza imaginaria, me llevé la taza de chocolate a la boca, antes de que la indignación de Víctor se la engullera también.

Tres.
No me hubiera quemado la mano y las piernas con el chocolate hirviendo si no hubiera soltado la taza por el susto, pero fue inevitable. Desde la terraza del café en el que estábamos vimos cómo un muchachito con playera a rayas y cabello negro y lacio corría despavorido, huyendo de unas ocho o diez personas que lo perseguían. Todos gritaban. Impulsados por no se qué espíritu de misericordia, bajamos apresurados a la calle, metimos al muchachito dentro del café y cerramos la puertita que da acceso a las escaleras de caracol por las que se sube al establecimiento. Afuera se quedó chiflando la turba enardecida. Se retiraron como leones cansados después de un par de minutos de mentadas de madre y se quedaron merodeando en los alrededores. Para cuando el último perseguidor se fue, el muchachito se comía mi último churro, pa’ bajarse el espanto. Ya estaba de Dios que yo no probara ninguno de ellos. Víctor me explicó algo así como que las tribus de adolescentes estaban en guerra y que el chico pertenecía a la base de la cadena alimenticia y por eso los lo perseguían, pero yo de eso no entiendo mucho. Viéndolo bien, el muchachito tenía un aspecto algo melancólico en el semblante, Así son todos los de su raza, por esos los atrapan, dijo Víctor y con ello se llevó al muchachito al baño con la intención noble de cambiarle el estilo y hacerlo menos vulnerable a las miradas de los adolescentes predadores. Así son todos los de su ralea, por esos los cazan, reiteró Víctor y con ello se llevó al muchachito al baño con la intención oscura de quitarle la ropa y hacerlo totalmente vulnerable a la mirada de su lascivia tiranosáurica. Yo me quedé sentado pensando en que a la larga tanta tristeza en alguien, sí angustia bastante a los que están alrededor pero no lo suficiente como para querer organizar linchamientos urbanos.

No hubiera dejado estos pensamientos de lado de no haber sido porque el moreno de la playera verde me trajo a la mesa la cuenta y me di cuenta de que debía pagar por unos churros que no me comí y por un chocolate que me tiré encima. Entregué la tarjeta con paciencia y me llevé a la boca un cigarro.

No lo hubiera encendido si el moreno de la playera verde no se hubiera ofrecido a hacerlo mientras me daba a firmar el comprobante.

No hubiera salido del café de no haber sido porque no estaba permitido fumar dentro.

No hubiera sentido ganas de matar de no haber sido porque al pasar por el baño escuché risas, susurros y gemidos ahogados del otro lado de la puerta.

No hubiera chiflado para llamar la atención de los predadores si no me hubiera dado cuenta de pronto de lo tonto que me sentía. Y tampoco hubiera abierto la puerta que daba a la escalera de caracol.

No hubiera, al final, abierto de improviso la puerta del baño si no hubiera presentido ese grito de guerra delicioso, Miren, emo y puto el cabrón, chíngenselos a los dos, con el que los adolescentes salieron tras Víctor y el muchachito, quienes se daban a la fuga torpemente por llevar los pantalones y los calzones en las rodillas.

No me hubiera, la verdad, sentido feliz de no haber sido porque Víctor se dio tiempo para mirarme con ojos de guadañas antes de desaparecer bajo la ola de mordidas depredadoras con las que los adolescentes lo abrazaban, haciéndole llover una granizada brutal de aullidos y patadas.

martes, 19 de febrero de 2008

El hombre y el gato

Para mi Ruiseñor:
la primera de las últimas veces.

El ruiseñor cantaba anunciando la caída de la tarde cuando el hombre finalmente abandonó la banca de la alameda central en la que había permanecido sentado por horas, reflexionando en las cosas más profundas. Ahora caminaba con cierto aire de renovación eléctrica por la banqueta, viendo sin pudor los ojos de los paseantes con los que se iba cruzando. Se detenía una fracción de segundo en cada mirada, la encontraba famélica y la pasaba de largo y así una detrás de la otra. Entonces, luego de haber dejado atrás la fuente de Venus conducida por su cortejo de céfiros, los ojos se le clavaron irremediablemente en los luceros vibrantes y llenos de vida de un gato negro y blanco que se lamía la pata sensualmente, recostado en la rama baja de un fresno. El gato negro y blanco a su vez le devolvía la mirada inquieta fingiendo al principio esa indiferencia típica en los de su especie, pero que después de un minuto no pudo sostener más. Ni el hombre ni el gato negro y blanco creían en el amor a primera vista, así que se acercaron el uno al otro con incredulidad y resignación, como el que se acerca a oler la rosa sabiendo que huele a rosa y no obstante se sorprende. Cuando el gato negro y blanco saltó a los brazos del hombre, supieron que ambos estaban completamente derrotados.

Más tarde, bajo el cobijo de la noche sin luna, ambos se entregaban rendidos al sueño, empapados en pétalos de caricias. El gato negro y blanco se arrellanó en el torso desnudo del hombre que pronto se quedó dormido. El felino tardó en dormirse, recorriendo con la mirada la habitación en penumbras de su amante hasta que finalmente dejó escapar un lindo suspiro de modorra feliz y cerró los ojos que eran como los faros de un automóvil sin frenos en la carretera nocturna.

Pasaron las horas de la noche y el aroma del rocío puso en alerta al gato negro y blanco. Por la ventana entreabierta se deslizaba intruso el canto de la alondra que anunciaba el advenimiento del alba. Se incorporó con mucho cuidado de no despertar al hombre, bajó de la cama y cruzó la pieza hasta la ventana por la que se escapó con agilidad furtiva. Cuando el hombre abrió los ojos, ahí estaban esperándole con devoción paciente los de su amante, igual de vibrantes y llenos de vida que la tarde anterior. El gato negro y blanco sonreía y en la sonrisa asomaba los agudos colmillos diminutos y entre estos yacía exánime el cuerpo ensangrentado de la alondra. El hombre echó al gato negro y blanco de su cuarto mezclando el horror con la tristeza. Con el aroma del felino humedeciéndole todavía los labios y las manos, el hombre recogió las plumas desperdigadas por la alfombra y las lanzó a volar en el viento de la mañana.

Esa misma tarde el hombre se sentó en la banca de la alameda central por horas a reflexionar en las cosas más profundas. No fue sino hasta que escuchó al ruiseñor cantar anunciando el ocaso, que comprendió que el gato negro y blanco había muerto a la alondra queriendo retrasar lo más posible la mañana y la disolución de los abrazos. Conmovido por el arrepentimiento corrió a buscar a su amante a la rama baja del fresno de ayer pero no lo encontró. Impulsado por un deseo oculto que no supo reprimir a tiempo, avanzó hasta la banqueta para buscar en el asfalto gris de la avenida el cuerpo hecho calcomanía de un gato atropellado. Un rumor infantil lo arrebató de aquello. A pocos pasos, jugando entre los leones de mármol del hemiciclo, una niña y un gato negro y blanco reían con las carcajadas de los enamorados.

viernes, 25 de enero de 2008

El día en que el mundo se termina

Hace un par de días recibí la llamada terrible, la misma que he recibido ya tres veces antes a lo largo de los años. Una sola frase muy anunciada: "mis exámenes dieron resultado positivo". Que estupidez de pandemia, que acertijo de letras, que laberinto de siglas: vih, sida, cd4, azt, ccr5. Eso no significa nada: eres un homosexual sin imaginación, no hay nada peor que un sodomita enfermo. Estoy harto de todo esto.

Me resisto. Esto de la epidemia de moda me pone de muy mal humor. Me niego a creer que estás infectado con el virus de la muerte. Vaya que ingenuidad, ¿qué ser humano no lo está? Me niego a creer que vas a tener una muerte horrenda de calenturas y diarrear y pústulas. Todas las muertes son horribles, todas las agonías son infernales, lo mismo las de los santos con estigmas que las de los maricones con sarcomas: toda carne, toda la mierda. Me niego a creer en los juicios públicos sobre el caso. Morir de cáncer de hígado, de choque hepático, atropellado por un camión de sopa o con una bala en medio de los ojos es igual de virtuoso o de vergonzoso. Todo lo demás es vanidad, es moral burguesa, es miedo a la compasión. Me niego a creer que tengas una garantía menos sobre la vida que el resto del mundo sólo por lo que dice muy serio un papelito en un sobre sellado y la cara larga de la mamarracha de la trabajadora social que te lo entrega. En fin, me resisto a profesarte lástima, piedad o cualquiera de esas estupideces sentimentales porque no estás enfermo o al menos no más de lo que puede estarlo cualquiera.

Así que ya basta de glóbulos rojos, blancos y de todos los colores, teorías, pastillas, términos médicos que no sirven para un carajo. La vida es la vida, así jodida como está y no hay nada que hacer al respecto ni para mejorarla, pero tampoco para empeorarla. Un día un adolescente coje con una puta en la juerga y de regreso a su casa su padre se confunde y se rasura con el mismo rastrillo y por la noche se tira a su mujer y luego ésta a su amante y al condón se le revienta una fibra microscópica abriendo un agujero por el que pasa el soplo helado del cuarto jinete del Apocalipsis y luego ¡zaz! por arte de magia todos están enfermos de lo mismo. Una enfermera inepta clava una aguja usada, magia; un dentista al que se le ha descompuesto el hornillo esterilizador, magia; una parturienta que no entiende nada, magia, magia, todo magia que no quiere decir nada.

Así que me cago en tu espíritu seropositivo lo mismo que en el santo padre. No hay tal enfermedad. Estás tan bien como la última vez que estuviste mal. La vida es demasiado bella, demasiado preciada, demasiado misteriosa para desperdiciarla en las pestes del siglo XX.

Hace dos días un ventarrón increible azotó la Ciudad de México, casi un huracán, un tornado, dijeron. Volaron todos los fusibles de mi casa y cuando explotó el transformador cercano el cielo se pintó de rojo y de fuego. Se fue la energía eléctrica por horas y yo tuve mucho tiempo enmedio de la noche infinita para pensar esto, mientras sacaba con cuidadito piezas del jenga con el que mi amor y yo jugábamos a la luz de las velas. La vida es demasiado hermosa para desperdiciarla muriendo de sida o quedándose sin luz el día en que el mundo se termina.

lunes, 7 de enero de 2008

¿Por qué existe el hombre?

EL PRÓXIMO viernes 18 de Enero estrenarémos en el Foro Antonio Lopez Mancera del Centro Nacional de las Artes (esquina de Rio Churubusco y Calzada de Tlalpan) la puesta en escena Woyzeck del autor del romanticismo alemán Georg Büchner bajo la dirección del maestro Antonio Algarra. Estaremos en temporada tres semanas, los miércoles, jueves y viernes a las ocho de la noche, los sábados a las siete de la noche y los domingos a las seis de la tarde. La entrada es libre y el cupo limitado. Espero que los que vivan en la Ciudad de México vayan a verla y la recomienden.

Y para los que no estén cerca de la ciudad de los humos, les dejo esta joyita del libreto de la ópera de Alban María Johannes Berg basada en el mismo texto dramático, nomás pa' que se den una idea de la chulada:

"Mi alma, mi alma apesta a aguardiente. Un caminante se apoya en el torrente del tiempo o se encomienda a la Sabiduría Divina y se pregunta: ¿por qué existe el hombre? ¿por qué existe el hombre? Pero en verdad, queridos oyentes, en verdad os digo: ¡Todo está bien! Pues ¿de qué vivirían el campesino, el tonelero, el alfarero y el médico si Dios no hubiese creado al hombre? ¿De qué viviría el sastre si Él no le hubiese inculcado al hombre el sentido del pudor? ¿De qué vivirían el tabernero si Él no le hubiese dotado de los deseos de emborracharse? ¿De qué el soldado si Él no le hubiese imbuido la necesidad de matar a otros? Por ello, queridísimos hermanos, no dudéis; todo está muy bien así, todo es bello y agradable... pero todo lo terrenal es vanidad, hasta el dinero por podirse. Mi alma, mi alma apesta a aguardiente..."