miércoles, 4 de agosto de 2010

El beso de La Esfinge

La ciudad estaba ahí, la muy apestosa, como una planta carnívora, de esas que con sus aromas atraen a la caza, preciosa. Ahí estaba también el muchacho, pero no como Dios lo trajo al mundo, ¿cómo va serlo? sino tatuado y perforado, echado en la cama, con los ojotes tirando luz contra el aroma del sudor ácido de la noche. A su lado dormía, resollaba, todavía tibio, un último jadeo olvidado en el revuelo de sábanas que había dejado el amante antes de irse.

Quiso orinar. Se levantó y sintió en las narices, como un puñetazo, el olor de los condones sucios y anudados en el suelo, luego el del tubo de lubricante que se desparramó y casi lo hace resbalar, pateó sin querer los frasquitos de estimulantes inhalables, y se le metió entre los dedos el tufillo a chamusquina de las cenizas de la marihuana. No es tan sórdido como parece, pendejos, pensó y luego orinó.

Escuchó el sonido del chorro amarillo cayendo en el agua, aspiró su olor inconfundible, y supo que eso era lo único verdadero que quedaba en él, las ganas de orinar. ¿Quién iba a decirle que la vida era esto? Más, o mejor aún: demasiado.

Manejó como alma que lleva Judas, rabioso, hasta el Bosque de Aragón en su auto de segunda mano. Anduvo por los lodosos senderos retorcidos, olió el humor del musgo, olfateó el ruido que hace el liquen mientras crece sobre el tronco podrido al golpe de la llovizna y, pocos minutos después de haber cruzado el arco de piedra fría, encontró a La Esfinge recarga en el tercer árbol, empapada hasta los cojones de luz de luna.

No era La Esfinge como la recordaba el muchacho y él no era como lo recordaba La Esfinge, pero eran ellos a pesar de los años y sus ritmos empedrados, de las loterías perdidas y los descalabros. Sonrieron, los muy putitos. En el jardín de las delicias, los senderos bifurcados siempre se reúnen, más tarde o más temprano, bajo el galope de ese jinete extraño con la hoz en bandolera. ¿Quién iba a decirles, entonces, que la vida era esto: ver el destino hacerse en el semen atrapado por el receptáculo, en el cero negativo escrito en el papel sucio de un examen sucio en las manos de la enfermera sucia? No. Más o mejor aún: demasiado.

No hubo palabras, sino el simple y preciso rasgueo sibilante de un cinturón que se desabrocha, la campanita prístina de su hebilla contra el suelo, la caricia seca del resorte de la ropa interior deslizándose cuesta abajo por las piernas y sus vellos. Eran todo ojos, primero, húmedos; todo lenguas, después, lenguas como dardos, todo manos, todo falos, todo ellos. Y La Esfinge besó al muchacho.

Digamos que debiera haber un futuro en cuyo imbécil catálogo de los tan cacareados derechos inalienables del hombre se incluya el derecho a decidir cómo le da a uno la jodida gana de morirse, digamos que debiera haber un futuro sin dioses estultos de látex y petrolatos solubles al agua, digamos que debiera haber un más allá de orgías sin nombres contumaces, ni dueños felones, ni miedos al contagio.

¿Quién podría decir así que la vida era esto: campañas de prevención por todo el país, veladoras encendidas cada primero de diciembre, sarcomas mirados con vergüenza? Nada de eso, ¡nunca más nada de eso! ¡Quién iba a decir que la vida era esto! Más o mejor aún: demasiado.

Terminaron cuando terminaron. ¿Placer? Si y no, se diría, pero no vale la pena explicarlo. Si alguno no puede imaginárselo no merecía entenderlo de todos modos.No se despidió el muchacho de La Esfinge. Claro que volverían a encontrarse, otra vez, en la siguiente noche arrollada de sudor e ira, pero el muchacho ya no sería él, sino que se habría transfigurado también en esfinge y esperaría detrás del otro árbol a que otro como él... en fin.

Se volvieron a subir los pantalones. Desanduvo el camino, el arco de piedra, el sendero enlodado. No acudieron a rescatarlo de la tenacidad de la agonía el olor del pavimento mojado, el de la humedad del pasillo ni el de la madera de la puerta de la casa. Se volvió a tender en la cama. Los primeros revoloteos solares enervaron los aromas de los condones sucios, pero el muchacho ya no pertenecía a su estúpido mundo solitario, había pagado con su sangre el desencadenamiento de su mercadotecnia de mierda. Un precio demasiado chico: ¿qué es una pústula, un bubón o un chancro en comparación con la libertad de sentir habitado -de verdad que habitado- el cuerpo, ese cuerpo que no es otro, que es uno mismo. ¿Quién, quién carajos sino él y La Esfinge, podría decir que la vida era esto y no otra cosa? ¡Más, mucho más desde este momento, o mejor aún: demasiado!

Se desnudo frente al espejo antes de meterse a bañar, miró su piel que ya no era frontera. Era alas y garras, ¿cómo decirlo? Esfinge. Abrió las ventanas de par en par y ahí estaba, nunca antes vista, la línea del horizonte en el que se une la tierra de los leones y el cielo de las águilas. Miró el reloj. Se le hacía tarde al lunes para discurrir su pegajosa banalidad. El demonio del remordimiento no alcanzó a encontrarlo. Era un muchacho honrado y se sentía poderoso, confesó para sus adentros. ¿Quién iba a decir que le vida bien podía ser... esto... feliz... feliz, feliz, feliz? Más, o mejor aún: demasiado.

Se orinó encima. La verdad no lo había abandonado todavía.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Más caballeros por favor.


Hoy por la mañana uno de mis seres más queridos se quejó amargamente por mi último post (al parecer últimamente a todos les da por reclamar mis entradas…) titulado “Más política y menos djs”. En él me refería a la despolitización de la llamada comunidad gay y cómo para muchos homosexuales “de ambiente” resulta más importante saber quién tocará en la pool party del fin de semana, que el hecho reprobable de que una banda de rufianes abofetee con saña a dos dieciochoañeros por caminar tomados de la mano.

Pese a que, según yo, queda claro el sentido del texto y la razón del título, el queridísimo sujeto en cuestión argumentó que siendo él el dj más de moda en el circuito (si él lo dice, ha de ser verdad; yo nada entiendo de esas cosas), mis reflexiones parecían un ataque y argumentó que si él escribiera una queja contra los hombres, yo me daría por ofendido si la perorata se titulara “Más caballeros y menos actores”. Puede que tenga razón, pero como se trata de un caso hipotético, nunca lo sabremos de cierto. Sin embargo si queda claro que ahí “actores” tomaría el lugar de “farsantes”, supongo que no me lo tomaría a mal.

De todos modos el asunto me hizo pensar en algo que había venido masticando en mi cabeza desde hace algunas semanas: la caballerosidad, por lo visto, ya no es un valor importante desde hace varias generaciones, la mía incluida. Hace cincuenta años tal vez, la buena educación y formalidad eran importantísimos puntos de referencia para estimar a los varones y mientras mejores fueran sus modales, en general, mejor era su reputación, en especial ante las señoritas a las que cortejaban.

Pero de un tiempo a esta parte, parece que las cosas se han invertido de tal modo que ahora la vulgaridad se presenta como el epítome de lo atractivo. Lo observo en uno de los alumnos de preparatoria, por ejemplo, cuyo comportamiento es paradigmático: maltrata a sus compañeras verbal y físicamente, les encuentra apodos ofensivos, las jala del cabello, las nalguea sin ningún pudor, etcétera. Uno esperaría que la reacción de las chicas sería cuando menos defensiva, ¡y no! ¡Lo a-do-ran! ¡¿Por qué?!

La respuesta parece obvia, los tiempos han cambiado y según yo, en este caso, para mal. Me atrevo a pensar que no es sólo que la caballería se haya trocado por la vulgaridad, sostengo que es toda una forma de pensar el mundo la que se ha modificado y parece que hemos pasado de las escalas que diferencian lo que es mejor y lo que es peor, a una especie de informidad en la que todo es igual y todo da lo mismo. Recuerdo el tango de Discépolo que decía: “Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor,/ ignorante, sabio o chorro,/ generoso o estafador... “.

Este atropello a la diferenciación es el responsable de que, por decir algo, la gente no distinga entre la información que un mamarracho sube a la red, la que está en Wikipedia y la de una página de investigadores de la UNAM, por citar un cado muy chato. La incapacidad de discriminar una cosa de otra tiene consecuencias más graves, pero no es momento de abundar en ellas.

Quedan por ahora sólo dos cosas pendientes. Uno, que si el post no se llama como la expresión original descrita párrafos arriba, fue para no tener que escribir mañana retractaciones a los muchos actores que se sintieran tristes por leerme. Y segundo, que en lo que revelo los profundos misterios de la lógica de la modificación de la axiología mexicana, yo sugeriría una revisión del modo en que los unos tratan a los otros en pos de la caballerosidad. Sigo creyendo, lo he dicho fuerte y quedito, que si no empezamos por cambiar nuestro trato hacia los demás, no tendremos nada que oponer moralmente a la violencia que atesta nuestro entorno.

viernes, 12 de marzo de 2010

Más política y menos djs


Al parecer los activistas gay han llegado a la conclusión de que promover la división del colectivo social es el camino a la conquista de las libertades pendientes. Sólo de este modo se explica que una facción de los organizadores de las tradicionales marchas del orgullo haya decidido convocar a una movilización este domingo catorce de marzo cuyo objetivo es, según ellos, celebrar con un carnaval la aprobación de las bodas entre personas del mismo sexo en el Distrito Federal. Sin embargo es bien razonable suponer que este “carnaval” no es más que una marcha que protesta contra la marcha tradicional cuyo punto de origen está en alguna escisión entre la dirigencia de la comunidad gay.

Fuera de querer ganar una fecha más en el calendario para celebrar la diversidad junto con el catorce de febrero, el día mundial de la lucha contra la homofobia o el día mundial de la lucha contra el sida, la convocatoria para este fin de semana abona a la ruptura y manda un inequívoco mensaje a nuestros detractores sobre lo divididos que estamos y lo vulnerables que somos. Y justo ahora, no hay peor momento para fracturarse: la derecha retrógrada pretende reunir argumentos para echar abajo la ley de matrimonios y si no lo logran, podrían aún tener oportunidad para oponerse a las adopciones, además de blindar las constituciones locales para evitar que la discusión llegue a los congresos de los estados.

De todos modos, ya era un hecho consumado que la marcha de junio había perdido desde hace al menos una década su sentido político y se había convertido en una celebración de la desinformación, de la decadencia y, recientemente, del aburrimiento. Más aún, mientras se fueron desdibujando las presencias de las asociaciones civiles, las universidades y los colectivos, la marcha devino en un escaparate para los bares, sitios de encuentro y marcas gay friendly. En pocas palabras, se volvió un ejercicio superficial al que se agrega uno más, el carnaval que viene, que no suma nada y sí resta mucho.

Mientras tanto, ahí están los miles de niños y jóvenes que permanecen encerrados en la prisión del clóset, la legislación pendiente para la reasignación de identidad a transgéneros y transexuales, el vacío en la educación sexual diversa en las escuelas primarias y secundarias, además de los derechos civiles para homosexuales que deben ser conquistados en toda la nación y no sólo en la capital. Huelga decir que nada de esto se ganará con carnavales y enconos, sino con acciones que apunten a la unificación y al trabajo organizado en torno a un objetivo justo.

Por todo esto propongo lo siguiente: dejar de marchar de una vez y para siempre y trasladar la resistencia a la vida cotidiana. Sería mejor darle la mano en la calle a la pareja, en lugar de besarse apasionadamente en la marcha bajo el anonimato de un antifaz de lentejuelas; sería mucho más valiente presentarse un día a trabajar en falda y tacones que desfilar por Paseo de la Reforma con espalderas de pluma y colas de pavo real; etcétera. Claro, todo eso es más complicado que ir a pegar de brincos atrás de un trailer con música electrónica, pero tal vez ahí esté la posibilidad de cambiar verdaderamente las cosas que, a todas luces, no hemos logrado modificar por la vía de los carnavales edulcorados y las fiestas con los djs de moda.

jueves, 4 de marzo de 2010

Votos


Yo prometo ser un niño y
enfermar de gripe,
querer helado,
temerle a la tormenta
y querer un compañero de juegos.

Tú promete cuidar de mí y
aliviarme,
acariciarme,
consolarme
y jugar conmigo.

Y cuando tú seas un niño, yo prometo
ser enfermero,
correr tras el carrito,
enfrentarme a los demonios de trueno
y jugar siempre contigo.

viernes, 26 de febrero de 2010

El efecto blogmerang

El fin de semana pasado durante una reunión una amiga querida opinaba vehementemente que el blog era un desperdicio y que los que teníamos ganas de escribir deberíamos aplicarlas a medios de difusión impresos pues en su consideración, son éstos y no otros los que tienen capacidad suficiente para impactar sobre los grupos sociales. Yo, claro, opiné que más bien habría que optar por los medios electrónicos que son mucho más baratos y democráticos, además de que, por definición, son capaces de llegar a más personas. Sin embargo, a mi argumento ella oponía el hecho inescapable de que los medios electrónicos no discriminan entre el que escribe genialidades y el que teclea sandeces. La discusión remató con el reconocimiento de mi parte de que en realidad, hasta donde yo sé, casi nadie lee mi blog y que, por el contrario, la columnita que publico cada quince días en la revista SerGay es al menos ojeada por más de un millar de personas. En conclusión, los medios impresos siguen teniendo la preeminencia. No obstante esta semana me ocurrió algo que si bien no refuta la conclusión anterior, al menos la cuestiona.

La cosa estuvo así: en mi post anterior escribí una reflexión sobre lo desagradable que me resultaba esa actitud del mexicano de aventar la piedra y esconder la mano y citaba, a manera de ejemplo, una experiencia que me había ocurrido recientemente con un grupo de trabajo y que resultaba ser elocuente al respecto. Como de costumbre publiqué el link al blog en Facebook por si alguien se interesaba en leerlo. Hasta donde puedo discernir por los comentarios que dejaron, la entrada la leyó un amigo, un estudiante y basta. Pero, y acá está el detalle, también la leyó el director del proyecto al que me referí y que por supuesto, no se tomó el texto como un artículo inocente, sino como una traición disparada a mansalva; no comprendió pese a su talento que era sobre “esto” y no contra “aquello” (las preposiciones hacen la diferencia). En fin, terminé por renunciar al empleo.

Allende las consecuencias tristes que ocurrieron en mi vida a raíz del suceso, como el tener que despedirme de un trabajo y un equipo que me gustaba sin mencionar el pequeño desprestigio que causarán las murmuraciones en el medio, hay algunas cosas interesantes que no puedo dejar de señalar por la conversación que conté en el primer párrafo. Primero, ¿cómo es que el director enojado leyó el blog? No tiene Facebook, él mismo dio de bajo recientemente su perfil y no vive en la blogósfera ni en sus alrededores. Sostengo, pues, la hipótesis de que alguien más leyó el blog y se lo pasó pero ante la falta de evidencia se puede expandir la hipótesis hasta suponer que el blog se fue pasando por un número infinito de manos hasta llegar a su destino fatal y quién sabe si de ahí siguió (o sigue) pasando.

Haya sido como haya sido este hecho da pie a pensar que el blog (en general, no sólo el mío) así como otros medios electrónicos sí tienen la capacidad de impactar sobre un público más o menos considerable, independientemente de sus efectos. Por ejemplo, el Sendero del Peje mantuvo comunicados a los miembros de la resistencia civil pacífica que apoyaba a Andrés Manuel López Obrador luego del fraude electoral del dos mil seis.

A propósito de los efectos, toda vez que se trataba en aquel caso de mantener a los miembros de una comunidad informados en torno a un objetivo común, podríamos decir que el efecto fue positivo. En mi caso, por el contrario, el efecto fue negativo, como si el blog se volviera en contra mía. Por eso lo he llamado pintorescamente “efecto blogmerang”, aunque aún hacen falta otros casos para caracterizarlo. Acaso los lectores anónimos de este blog quieran ayudar a hacerlo compartiendo de una buena vez por todas sus impresiones… así al menos sabría quién lee estas palabras tiradas al océano de la red como botellas con mensajes de náufragos.

Ahora pienso que hay un asunto ético de por medio en la relación que mantienen los medios electrónicos con sus efectos, ya que lo que uno escribe puede ser leído por quién sea, contextualizado cuando sea e interpretado como sea. Yo me siento a favor de la exposición abierta del pensamiento, pero, ya se ve, esa libertad, como todas las libertades, demanda responsabilidad sobre sus consecuencias. Lo examinaré en otro post si supero mi temor a ser descubierto por alguien más a quien le resulten incómodas mis ociosas elucubraciones.

domingo, 21 de febrero de 2010

El gobierno que se merece


Una experiencia laboral reciente acaba de confirmar a nivel microcósmico ese refrán que dice “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Personalmente nunca me he sentido de acuerdo con tal cosa pues considero que, por ejemplo, el pueblo de México no se merece, en general, ser gobernado por esta runfla insultante de políticos. Normalmente evitaría pensar en estas cosas porque al hacerlo siento que doy vueltas en círculo en un circuito de reflexiones aburridas. Tarde o temprano llego a la conclusión (lugar común de las señoras chismosas) de que “no hacemos nada” para cambiar las cosas, pero pese a la convencida convicción con que afirma esto la señora que vende memelas en la esquina, no puedo dejar de tener la sensación de que es mentira, o al menos, una verdad insuficiente para explicar algo tan complicado, algo tan irreductible, me parece, a la apatía de la sociedad civil. En fin, la anécdota que voy a contar me hizo volver al punto, un poco a mi pesar:

Ocurrió que trabajando en una producción de teatro muy tacaña (escudada en el argumento de que es muy pobre), el director decidió ensayar en un lugar que queda hasta el quinto infierno (para los lectores no chilangos, eso quiere decir que está muy requete lejos) porque era el único espacio gratuito a la mano. Los actores nos inconformamos por lo bajo y resolvimos exponerlo al director antes de comenzar a trabajar. Yo era el más enardecido puesto que a las tres horas de ensayo, haciendo cuentas, habría que invertir otras tres entre idas y vueltas para llegar al lugar, o sea ¡seis horas en total! Demasiado, según yo. Conciente, pues, de que iba a ser yo el que abriera la caja de Pandora, amenacé a mis compañeros con “chin chin” el que me deje morir solo… y dicho y hecho. Todos calladitos. Mi intentona se frustró ante la falta de apoyo y por supuesto, el cambio esperado, obviamente, no ocurrió. Lo peor es que al terminar el ensayo, los mismos actores palurdos que hicieron pico de cera en el momento en que debieron hablar, salieron cuchicheando que seguían enérgicamente inconformes. Bah.

¿Qué lección se extrae de todo esto? Ninguna porque no es lo mismo ocho actores que cien millones de mexicanos, pero si nos ponemos a hacer generalizaciones salvajes, sólo por divertirnos, diríamos que el mexicano está bueno para atizar la lumbre, pero malo para decir “esta boca es mía” cuando arde el incendio. Dice la consigna que “el pueblo unido jamás será vencido”, pero ahí justamente tuerce el rabo la marrana, ¿cuándo ha estado unido todo el pueblo? Que yo recuerde, sólo cuando se murió Pedrito Infante, y ni aún así, para ser honestos. De lo cual se puede deducir que siempre de los siempres será vencido el pueblo. ¿Tenemos el gobierno que nos merecemos? Sigo creyendo que no, aunque lamentablemente, lo que acabo de contar, demuestre que sí. Mientras tanto, yo sigo invirtiendo seis horas en ensayar o más si al sindicato de luz se le ocurre cerrar División del Norte en viernes de quincena a la hora pico.

lunes, 15 de febrero de 2010

Oponer el amor


El once de septiembre de dos mil uno determinó para mi generación la fecha definitiva en que el mundo se vino abajo junto con las torres gemelas. Y no lo digo porque me importe especialmente que caigan los emblemas del capitalismo neoliberal impuesto al mundo por los Estados Unidos; es más, por mí mientras más tótems de estos caigan tanto mejor. Digo que habría que datar esa mañana como el momento justo en que nuestro mundo que (otrora creyó en el progreso, la modernidad, la democracia) se terminó. En su lugar se impuso el miedo y esto era además, según los teóricos de la posmodernidad, previsible. No necesito, hoy por hoy, dar ejemplos para probar que el miedo es el estado mental que conserva el grueso de la población mundial. Por decir lo más reciente, basta asistir vía los medios de comunicación a la carnicería que “sin querer queriendo” desataron contra doce civiles los marines norteamericanos en la ya de por sí depauperada y flagelada Afganistán.


Pero no vayamos tan lejos. En México alguien mucho más listo que yo escribió que en el dos mil seis se instaló el odio entre nosotros y sobre esto ha corrido tanta tinta como aguas negras en el Valle de Chalco recientemente. En febrero del dos mil diez decir que vivimos en medio del odio casi es poco decir. La violencia es más que insufrible, inconcebible y no me refiero, aunque también, a la violencia de los cárteles del narcotráfico y el ejército que lo acribilla a uno por quítame-de-aquí-estas-pajas o mucho menos que eso. Hablo de la violencia con la que como ciudadanos hemos correspondido a aquella y hemos dirigido, acaso por no tener mejor con quién, contra nosotros mismos. En el siguiente párrafo, va un ejemplo de algo que me tocó la semana pasada.


Un señor que va de mal humor porque a causa de los apagones de luz en el D. F. se le descompuso el despertador y por eso ya va tarde a una junta de trabajo, toca el timbre del microbús en el que viaja durante treinta segundos para indicarle al chofer que lo debió haber bajado hace quince cuadras. El chofer que va de malas también porque por el tránsito congestionado que provocan las obras viales que proliferan en vísperas de elecciones, va tarde para checar en su paradero y maneja hecho la mocha como si de plano en lugar de camión trajera go-kart. Para no interrumpir demasiado su carrera el tal chofer se orilla desde el tercer carril de Calzada de Tlalpan hacia la banqueta haciendo un movimiento automovilístico conocido como “ábranse piojos que ahí les va el peine” e, inevitablemente, pega contra una camioneta que transporta marranos hacinados y chillantes que se alborotan como locos con el impacto de los vehículos. El chofer, de nueva cuenta haciendo gala de sus conocimientos en materia vial, intenta “pelarse”, pero el camión de puercos para atajarlo, se atraviesa y se embisten nuevamente ahora contra los chiqueros improvisados en la caja causando la baja de un cochinito y el terror de los otros. El señor del principio que, entre tanto, no se ha despegado del timbre pues sostiene la tesis de que chocado y todo, el microbús debe hacerle la parada, aprovecha la kermese para bajarse echando chispas, adivinando los regaños de su jefe, y acto seguido es emulado por los demás pasajeros. Una señora gorda alcanza a espetar al chofer “traes gente, no animales”. Lástima que no podamos oír la opinión de los puercos al respecto. Cláxones que mientan madres, coches que ya no saben si vienen o van y los dos choferes indiferentes ante esto, se lían a golpes al pie de sus respectivos vehículos sin que nadie intente detenerlos, ni los policías que comen tacos de canasta en la esquina.


En fin. Estoy seguro de que no le hace falta al mundo otro post sobre lo mal que está todo, así que ésta es mi propuesta: opongamos al miedo y la violencia el amor. ¿Qué quiere decir esto? Es simple, pero es lo mejor que se me ocurrió. Tratémonos todos con ternura, aunque seamos burócratas del Seguro Social o cajeros de Wal-Mart. Estoy convencido que esto no va a solucionar la gran cosa o mejor dicho, casi nada, pero si no somos capaces por lo menos de sonreírle al prójimo antes de preguntarle “¿qué va a querer?”, estaremos definitivamente perdidos. Si como polación civil hemos sido rebasados por la corrupción institucional, en lo que descubrimos un método para la transformación social, empecemos, mínimo, por querernos.


No digo que los choferes se agarren a besos con el señor del timbre, pero algún otro remedio debe haber aparte de agredir a todo mundo. Me resisto a estar de acuerdo con el Ché Guevara cuando dijo “creo que la lucha armada como la única respuesta para los pueblos que luchan por liberarse”. Prefiero creer en la revolución de las conciencias y en el amor como su primicia. De esta ética de la ternura, creo, debe nacer la inteligencia para defendernos de las injusticias del poder. Si como sociedad no lo logramos nos estaremos encaminando de nuevo hacia un estallido social sangriento que, además de sus probadas ineficacias que este año celebramos por duplicado, estoy seguro que nadie desea salvo aquellos que creen que quedan monos los cadáveres apilados en las avenidas.

viernes, 8 de enero de 2010

País legítimo, país ilegítimo


Este país cada vez más da la impresión de ser dos países: unos acá y otros allá; la tan cacareada polarización de las ideologías de los mexicanos. El dos mil seis hizo evidente la fractura de la nación y aunque el desgaste de la maquinaria política y la rutina de los últimos tres años hayan contribuido a esconder la herida, es innegable que la escisión sigue presente.

Las reacciones frente a la ley que despenaliza el aborto en la Ciudad de México, por poner un ejemplo, ponen en evidencia este asunto: en esta esquina la clase media educada que celebra la modernización, en la otra las clases privilegiadas que se horrorizan ante un atentado de tal magnitud en contra de sus buenas conciencias; acá los vigilantes de los derechos humanos (con excepción de le CNDH que bajo la tutela de José Luis Soberanes no se ocupó de defender ningún interés público) que aplauden la mitigación de un problema de salud pública, allá la iglesia (la asesina, la pederasta, la corrupta, la narcotraficante, la ladrona, dijera Fernando Vallejo), repartiendo excomuniones a cuanto médico se atreva a interrumpir un embarazo; etcétera.

El punto es que, aunque la realidad sea terriblemente más compleja, pareciera que todos vamos tomando, más o menos, partido por un bando o por el otro, por la derecha o por la izquierda, por lo moderno o por lo tradicional. Esto no es ninguna novedad, no obstante. ¿No eran en la época anterior a la reforma de 1857 dos partidos los que se disputaban el poder; los conservadores por un lado –que se encargaron de traer de Europa a un emperador austriaco para gobernar el país- y los liberales por otro –que mantuvieron como pudieron en un gobierno itinerante a Benito Juárez-?

La oposición entre estos dos países que somos, y que a lo mejor siempre hemos sido, ya se redujo una vez a dos categorías simplonas pero bastante asequibles: lo legítimo y lo ilegítimo. Sin embargo es aquí donde tuerce el rabo la puerca, como se dice popularmente, ¿qué es y qué no es legítimo? María Molliner opina que es legítimo aquello que se opone a lo falso, es decir, que es exactamente lo que dice que es y no una falsificación. Pongamos a prueba este razonamiento en el caso de la reciente aprobación de los matrimonios entre personas del mismo sexo en la Ciudad de México.

No es normal la homosexualidad, arremete con lujo de ignorancia el pseudo comunicador Esteban Arce y con él todo el machismo homofóbico. ¿Es legítima esta afirmación? Lo normal se ha malentendido como “lo que hace la mayoría”, pero esta definición devenida del concepto de norma en matemáticas funciona bastante mal para comprender los fenómenos sociales; sobretodo porque lo normal se ha revestido, en gran parte por culpa del discurso psiquiátrico clásico (Foucault dixit), de un valor positivo y lo anormal, de uno negativo. Entonces, ¿qué es lo normal? Simplemente una práctica posible en función de sus causas, aunque no sea recurrente o generalizada. Por ejemplo, ¿es normal que tiemble? sí, aunque en algunos lugares ocurra con más frecuenta que en otros; ¿es normal que haga calor en invierno? sí, uno que otro día en razón de los desplazamientos de las corrientes térmicas. Entonces, ¿es normal la homosexualidad? Sí, aunque la mayoría de las personas sean heterosexuales. Tan es normal que hay registros muy antiguos de su práctica y evidencias científicas de que en la naturaleza, que está libre de moral, existe y no poco, aunque este argumento sea puro folclor porque lo que estamos queriendo entender es, más que otra cosa, un problema social.

Predica Norberto Rivera, cardenal primado de México, que los matrimonios gays atentan en contra de la familia. Queda claro que el concepto de familia que defiende el catolicismo es heterosexual, monogámico, exclusivamente reproductor y hasta que la muerte los separe; pero este tipo de familia no es el único y, es más, casi va a la baja. Muchísimas familias se separan y los hijos viven con su padre o con su madre alternativamente y otras tantas son encabezadas por madres solteras porque el padre quién sabe quién es, o no se hizo responsable, o se fue a buscar trabajo allende la frontera del norte, o cualquier otro motivo. Más aún, hay familias integradas por dos comadres que viven con sus hijos y que se juntan para compartir los gastos, o unos abuelos y sus nietos, o un hombre con sus varias mujeres al estilo del harén árabe (¡se sorprendería el cardenal de saber cuántos casos como estos existen en el país y no se documentan!), y un sin fin de familias mexicanas que no son el arquetipo con el que sueñan los religiosos en sus homilías. Así pues, ¿atentan contra la familia mexicana los matrimonios gays? No, y para probarlo ahí están (y no escondidas, sino a la vista en organizaciones civiles bien identificables) muchas familias homoparentales que efectivamente viven en la república y cuyos miembros, como los de cualquier familia, trabajan, pagan impuestos, hacen la comida, barren el patio, lavan la ropa, llevan a la escuela a sus hijos, les inculcan valores, les enseñan modales y los sacan a pasear al parque para que jueguen con los demás niños.

Pro-Vida, la asociación civil de derecha, ladra a los cuatro vientos que un hijo criado por dos padres o dos madres no tendrá un desarrollo armónico y será un inadaptado social en potencia. ¿No son los militares asesinos, hijos de padres heterosexuales?, ¿no lo son los sacerdotes que violan niños y niñas, no lo son los políticos corruptos que venderían a su madre a cambio de más poder, no lo son los narcotraficantes y demás runfla de delincuentes que tienen sumida a la población en el terror, no lo son los empresarios abusivos que se enriquecen a costa de la postración de las clases trabajadoras? ¿No fueron Franco, Hitler, Mussolini, Hiroito, Noriega, Somoza, Batista, Videla, Fuijimori, Díaz Ordaz, entre otros piojosos, educados en familias de heterosexuales? ¿Son los hijos de gays agentes peligrosos para el orden social? A todas luces no, al menos no privativamente.

Con todo esto, ¿son legítimas las afirmaciones anteriores que han detentado los sectores más conservadores de la sociedad: uno, las homosexualidad es anormal; dos, que los matrimonios entre homosexuales desquebrajan la célula fundamental de la familia mexicana; y, tres, que los niños que crecen en familias de homosexuales son desequilibrados mentales? No, no son afirmaciones legítimas, a la luz de lo expuesto arriba, o sea, son falsedades o, como se dice en buen español, mienten con todos los dientes.

Concluyamos con lo siguiente. La pugna entre lo liberal y lo conservador se debe dirimir con el árbitro de la legitimidad de sus argumentos. Negar la plenitud de los derechos civiles a los homosexuales en este siglo, como ha insistido en hacerlo el Partido Acción Nacional, equivale a afirmar que la raza negra es inferior, o que las mujeres no tienen alma, o que los indígenas no deben votar. Si los homosexuales en este país cumplen con las mismas obligaciones que los heterosexuales, legítimamente deberían recibir los mismos derechos.

Mientras esto no ocurra los homosexuales mexicanos seguirán siendo ciudadanos de segunda clase y este país, que parece dos países, muy difícilmente avanzará en el camino de su reunificación. Y esto no es poca cosa porque de la división y el enfrentamiento nace el odio, y del odio, la guerra y la muerte, como hace exactamente doscientos años, como hace exactamente cien años.