viernes, 26 de febrero de 2010

El efecto blogmerang

El fin de semana pasado durante una reunión una amiga querida opinaba vehementemente que el blog era un desperdicio y que los que teníamos ganas de escribir deberíamos aplicarlas a medios de difusión impresos pues en su consideración, son éstos y no otros los que tienen capacidad suficiente para impactar sobre los grupos sociales. Yo, claro, opiné que más bien habría que optar por los medios electrónicos que son mucho más baratos y democráticos, además de que, por definición, son capaces de llegar a más personas. Sin embargo, a mi argumento ella oponía el hecho inescapable de que los medios electrónicos no discriminan entre el que escribe genialidades y el que teclea sandeces. La discusión remató con el reconocimiento de mi parte de que en realidad, hasta donde yo sé, casi nadie lee mi blog y que, por el contrario, la columnita que publico cada quince días en la revista SerGay es al menos ojeada por más de un millar de personas. En conclusión, los medios impresos siguen teniendo la preeminencia. No obstante esta semana me ocurrió algo que si bien no refuta la conclusión anterior, al menos la cuestiona.

La cosa estuvo así: en mi post anterior escribí una reflexión sobre lo desagradable que me resultaba esa actitud del mexicano de aventar la piedra y esconder la mano y citaba, a manera de ejemplo, una experiencia que me había ocurrido recientemente con un grupo de trabajo y que resultaba ser elocuente al respecto. Como de costumbre publiqué el link al blog en Facebook por si alguien se interesaba en leerlo. Hasta donde puedo discernir por los comentarios que dejaron, la entrada la leyó un amigo, un estudiante y basta. Pero, y acá está el detalle, también la leyó el director del proyecto al que me referí y que por supuesto, no se tomó el texto como un artículo inocente, sino como una traición disparada a mansalva; no comprendió pese a su talento que era sobre “esto” y no contra “aquello” (las preposiciones hacen la diferencia). En fin, terminé por renunciar al empleo.

Allende las consecuencias tristes que ocurrieron en mi vida a raíz del suceso, como el tener que despedirme de un trabajo y un equipo que me gustaba sin mencionar el pequeño desprestigio que causarán las murmuraciones en el medio, hay algunas cosas interesantes que no puedo dejar de señalar por la conversación que conté en el primer párrafo. Primero, ¿cómo es que el director enojado leyó el blog? No tiene Facebook, él mismo dio de bajo recientemente su perfil y no vive en la blogósfera ni en sus alrededores. Sostengo, pues, la hipótesis de que alguien más leyó el blog y se lo pasó pero ante la falta de evidencia se puede expandir la hipótesis hasta suponer que el blog se fue pasando por un número infinito de manos hasta llegar a su destino fatal y quién sabe si de ahí siguió (o sigue) pasando.

Haya sido como haya sido este hecho da pie a pensar que el blog (en general, no sólo el mío) así como otros medios electrónicos sí tienen la capacidad de impactar sobre un público más o menos considerable, independientemente de sus efectos. Por ejemplo, el Sendero del Peje mantuvo comunicados a los miembros de la resistencia civil pacífica que apoyaba a Andrés Manuel López Obrador luego del fraude electoral del dos mil seis.

A propósito de los efectos, toda vez que se trataba en aquel caso de mantener a los miembros de una comunidad informados en torno a un objetivo común, podríamos decir que el efecto fue positivo. En mi caso, por el contrario, el efecto fue negativo, como si el blog se volviera en contra mía. Por eso lo he llamado pintorescamente “efecto blogmerang”, aunque aún hacen falta otros casos para caracterizarlo. Acaso los lectores anónimos de este blog quieran ayudar a hacerlo compartiendo de una buena vez por todas sus impresiones… así al menos sabría quién lee estas palabras tiradas al océano de la red como botellas con mensajes de náufragos.

Ahora pienso que hay un asunto ético de por medio en la relación que mantienen los medios electrónicos con sus efectos, ya que lo que uno escribe puede ser leído por quién sea, contextualizado cuando sea e interpretado como sea. Yo me siento a favor de la exposición abierta del pensamiento, pero, ya se ve, esa libertad, como todas las libertades, demanda responsabilidad sobre sus consecuencias. Lo examinaré en otro post si supero mi temor a ser descubierto por alguien más a quien le resulten incómodas mis ociosas elucubraciones.

domingo, 21 de febrero de 2010

El gobierno que se merece


Una experiencia laboral reciente acaba de confirmar a nivel microcósmico ese refrán que dice “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Personalmente nunca me he sentido de acuerdo con tal cosa pues considero que, por ejemplo, el pueblo de México no se merece, en general, ser gobernado por esta runfla insultante de políticos. Normalmente evitaría pensar en estas cosas porque al hacerlo siento que doy vueltas en círculo en un circuito de reflexiones aburridas. Tarde o temprano llego a la conclusión (lugar común de las señoras chismosas) de que “no hacemos nada” para cambiar las cosas, pero pese a la convencida convicción con que afirma esto la señora que vende memelas en la esquina, no puedo dejar de tener la sensación de que es mentira, o al menos, una verdad insuficiente para explicar algo tan complicado, algo tan irreductible, me parece, a la apatía de la sociedad civil. En fin, la anécdota que voy a contar me hizo volver al punto, un poco a mi pesar:

Ocurrió que trabajando en una producción de teatro muy tacaña (escudada en el argumento de que es muy pobre), el director decidió ensayar en un lugar que queda hasta el quinto infierno (para los lectores no chilangos, eso quiere decir que está muy requete lejos) porque era el único espacio gratuito a la mano. Los actores nos inconformamos por lo bajo y resolvimos exponerlo al director antes de comenzar a trabajar. Yo era el más enardecido puesto que a las tres horas de ensayo, haciendo cuentas, habría que invertir otras tres entre idas y vueltas para llegar al lugar, o sea ¡seis horas en total! Demasiado, según yo. Conciente, pues, de que iba a ser yo el que abriera la caja de Pandora, amenacé a mis compañeros con “chin chin” el que me deje morir solo… y dicho y hecho. Todos calladitos. Mi intentona se frustró ante la falta de apoyo y por supuesto, el cambio esperado, obviamente, no ocurrió. Lo peor es que al terminar el ensayo, los mismos actores palurdos que hicieron pico de cera en el momento en que debieron hablar, salieron cuchicheando que seguían enérgicamente inconformes. Bah.

¿Qué lección se extrae de todo esto? Ninguna porque no es lo mismo ocho actores que cien millones de mexicanos, pero si nos ponemos a hacer generalizaciones salvajes, sólo por divertirnos, diríamos que el mexicano está bueno para atizar la lumbre, pero malo para decir “esta boca es mía” cuando arde el incendio. Dice la consigna que “el pueblo unido jamás será vencido”, pero ahí justamente tuerce el rabo la marrana, ¿cuándo ha estado unido todo el pueblo? Que yo recuerde, sólo cuando se murió Pedrito Infante, y ni aún así, para ser honestos. De lo cual se puede deducir que siempre de los siempres será vencido el pueblo. ¿Tenemos el gobierno que nos merecemos? Sigo creyendo que no, aunque lamentablemente, lo que acabo de contar, demuestre que sí. Mientras tanto, yo sigo invirtiendo seis horas en ensayar o más si al sindicato de luz se le ocurre cerrar División del Norte en viernes de quincena a la hora pico.

lunes, 15 de febrero de 2010

Oponer el amor


El once de septiembre de dos mil uno determinó para mi generación la fecha definitiva en que el mundo se vino abajo junto con las torres gemelas. Y no lo digo porque me importe especialmente que caigan los emblemas del capitalismo neoliberal impuesto al mundo por los Estados Unidos; es más, por mí mientras más tótems de estos caigan tanto mejor. Digo que habría que datar esa mañana como el momento justo en que nuestro mundo que (otrora creyó en el progreso, la modernidad, la democracia) se terminó. En su lugar se impuso el miedo y esto era además, según los teóricos de la posmodernidad, previsible. No necesito, hoy por hoy, dar ejemplos para probar que el miedo es el estado mental que conserva el grueso de la población mundial. Por decir lo más reciente, basta asistir vía los medios de comunicación a la carnicería que “sin querer queriendo” desataron contra doce civiles los marines norteamericanos en la ya de por sí depauperada y flagelada Afganistán.


Pero no vayamos tan lejos. En México alguien mucho más listo que yo escribió que en el dos mil seis se instaló el odio entre nosotros y sobre esto ha corrido tanta tinta como aguas negras en el Valle de Chalco recientemente. En febrero del dos mil diez decir que vivimos en medio del odio casi es poco decir. La violencia es más que insufrible, inconcebible y no me refiero, aunque también, a la violencia de los cárteles del narcotráfico y el ejército que lo acribilla a uno por quítame-de-aquí-estas-pajas o mucho menos que eso. Hablo de la violencia con la que como ciudadanos hemos correspondido a aquella y hemos dirigido, acaso por no tener mejor con quién, contra nosotros mismos. En el siguiente párrafo, va un ejemplo de algo que me tocó la semana pasada.


Un señor que va de mal humor porque a causa de los apagones de luz en el D. F. se le descompuso el despertador y por eso ya va tarde a una junta de trabajo, toca el timbre del microbús en el que viaja durante treinta segundos para indicarle al chofer que lo debió haber bajado hace quince cuadras. El chofer que va de malas también porque por el tránsito congestionado que provocan las obras viales que proliferan en vísperas de elecciones, va tarde para checar en su paradero y maneja hecho la mocha como si de plano en lugar de camión trajera go-kart. Para no interrumpir demasiado su carrera el tal chofer se orilla desde el tercer carril de Calzada de Tlalpan hacia la banqueta haciendo un movimiento automovilístico conocido como “ábranse piojos que ahí les va el peine” e, inevitablemente, pega contra una camioneta que transporta marranos hacinados y chillantes que se alborotan como locos con el impacto de los vehículos. El chofer, de nueva cuenta haciendo gala de sus conocimientos en materia vial, intenta “pelarse”, pero el camión de puercos para atajarlo, se atraviesa y se embisten nuevamente ahora contra los chiqueros improvisados en la caja causando la baja de un cochinito y el terror de los otros. El señor del principio que, entre tanto, no se ha despegado del timbre pues sostiene la tesis de que chocado y todo, el microbús debe hacerle la parada, aprovecha la kermese para bajarse echando chispas, adivinando los regaños de su jefe, y acto seguido es emulado por los demás pasajeros. Una señora gorda alcanza a espetar al chofer “traes gente, no animales”. Lástima que no podamos oír la opinión de los puercos al respecto. Cláxones que mientan madres, coches que ya no saben si vienen o van y los dos choferes indiferentes ante esto, se lían a golpes al pie de sus respectivos vehículos sin que nadie intente detenerlos, ni los policías que comen tacos de canasta en la esquina.


En fin. Estoy seguro de que no le hace falta al mundo otro post sobre lo mal que está todo, así que ésta es mi propuesta: opongamos al miedo y la violencia el amor. ¿Qué quiere decir esto? Es simple, pero es lo mejor que se me ocurrió. Tratémonos todos con ternura, aunque seamos burócratas del Seguro Social o cajeros de Wal-Mart. Estoy convencido que esto no va a solucionar la gran cosa o mejor dicho, casi nada, pero si no somos capaces por lo menos de sonreírle al prójimo antes de preguntarle “¿qué va a querer?”, estaremos definitivamente perdidos. Si como polación civil hemos sido rebasados por la corrupción institucional, en lo que descubrimos un método para la transformación social, empecemos, mínimo, por querernos.


No digo que los choferes se agarren a besos con el señor del timbre, pero algún otro remedio debe haber aparte de agredir a todo mundo. Me resisto a estar de acuerdo con el Ché Guevara cuando dijo “creo que la lucha armada como la única respuesta para los pueblos que luchan por liberarse”. Prefiero creer en la revolución de las conciencias y en el amor como su primicia. De esta ética de la ternura, creo, debe nacer la inteligencia para defendernos de las injusticias del poder. Si como sociedad no lo logramos nos estaremos encaminando de nuevo hacia un estallido social sangriento que, además de sus probadas ineficacias que este año celebramos por duplicado, estoy seguro que nadie desea salvo aquellos que creen que quedan monos los cadáveres apilados en las avenidas.