lunes, 15 de febrero de 2010

Oponer el amor


El once de septiembre de dos mil uno determinó para mi generación la fecha definitiva en que el mundo se vino abajo junto con las torres gemelas. Y no lo digo porque me importe especialmente que caigan los emblemas del capitalismo neoliberal impuesto al mundo por los Estados Unidos; es más, por mí mientras más tótems de estos caigan tanto mejor. Digo que habría que datar esa mañana como el momento justo en que nuestro mundo que (otrora creyó en el progreso, la modernidad, la democracia) se terminó. En su lugar se impuso el miedo y esto era además, según los teóricos de la posmodernidad, previsible. No necesito, hoy por hoy, dar ejemplos para probar que el miedo es el estado mental que conserva el grueso de la población mundial. Por decir lo más reciente, basta asistir vía los medios de comunicación a la carnicería que “sin querer queriendo” desataron contra doce civiles los marines norteamericanos en la ya de por sí depauperada y flagelada Afganistán.


Pero no vayamos tan lejos. En México alguien mucho más listo que yo escribió que en el dos mil seis se instaló el odio entre nosotros y sobre esto ha corrido tanta tinta como aguas negras en el Valle de Chalco recientemente. En febrero del dos mil diez decir que vivimos en medio del odio casi es poco decir. La violencia es más que insufrible, inconcebible y no me refiero, aunque también, a la violencia de los cárteles del narcotráfico y el ejército que lo acribilla a uno por quítame-de-aquí-estas-pajas o mucho menos que eso. Hablo de la violencia con la que como ciudadanos hemos correspondido a aquella y hemos dirigido, acaso por no tener mejor con quién, contra nosotros mismos. En el siguiente párrafo, va un ejemplo de algo que me tocó la semana pasada.


Un señor que va de mal humor porque a causa de los apagones de luz en el D. F. se le descompuso el despertador y por eso ya va tarde a una junta de trabajo, toca el timbre del microbús en el que viaja durante treinta segundos para indicarle al chofer que lo debió haber bajado hace quince cuadras. El chofer que va de malas también porque por el tránsito congestionado que provocan las obras viales que proliferan en vísperas de elecciones, va tarde para checar en su paradero y maneja hecho la mocha como si de plano en lugar de camión trajera go-kart. Para no interrumpir demasiado su carrera el tal chofer se orilla desde el tercer carril de Calzada de Tlalpan hacia la banqueta haciendo un movimiento automovilístico conocido como “ábranse piojos que ahí les va el peine” e, inevitablemente, pega contra una camioneta que transporta marranos hacinados y chillantes que se alborotan como locos con el impacto de los vehículos. El chofer, de nueva cuenta haciendo gala de sus conocimientos en materia vial, intenta “pelarse”, pero el camión de puercos para atajarlo, se atraviesa y se embisten nuevamente ahora contra los chiqueros improvisados en la caja causando la baja de un cochinito y el terror de los otros. El señor del principio que, entre tanto, no se ha despegado del timbre pues sostiene la tesis de que chocado y todo, el microbús debe hacerle la parada, aprovecha la kermese para bajarse echando chispas, adivinando los regaños de su jefe, y acto seguido es emulado por los demás pasajeros. Una señora gorda alcanza a espetar al chofer “traes gente, no animales”. Lástima que no podamos oír la opinión de los puercos al respecto. Cláxones que mientan madres, coches que ya no saben si vienen o van y los dos choferes indiferentes ante esto, se lían a golpes al pie de sus respectivos vehículos sin que nadie intente detenerlos, ni los policías que comen tacos de canasta en la esquina.


En fin. Estoy seguro de que no le hace falta al mundo otro post sobre lo mal que está todo, así que ésta es mi propuesta: opongamos al miedo y la violencia el amor. ¿Qué quiere decir esto? Es simple, pero es lo mejor que se me ocurrió. Tratémonos todos con ternura, aunque seamos burócratas del Seguro Social o cajeros de Wal-Mart. Estoy convencido que esto no va a solucionar la gran cosa o mejor dicho, casi nada, pero si no somos capaces por lo menos de sonreírle al prójimo antes de preguntarle “¿qué va a querer?”, estaremos definitivamente perdidos. Si como polación civil hemos sido rebasados por la corrupción institucional, en lo que descubrimos un método para la transformación social, empecemos, mínimo, por querernos.


No digo que los choferes se agarren a besos con el señor del timbre, pero algún otro remedio debe haber aparte de agredir a todo mundo. Me resisto a estar de acuerdo con el Ché Guevara cuando dijo “creo que la lucha armada como la única respuesta para los pueblos que luchan por liberarse”. Prefiero creer en la revolución de las conciencias y en el amor como su primicia. De esta ética de la ternura, creo, debe nacer la inteligencia para defendernos de las injusticias del poder. Si como sociedad no lo logramos nos estaremos encaminando de nuevo hacia un estallido social sangriento que, además de sus probadas ineficacias que este año celebramos por duplicado, estoy seguro que nadie desea salvo aquellos que creen que quedan monos los cadáveres apilados en las avenidas.

1 comentario:

Arminius dijo...

Mi estimado. Creo que esa actitud es muy valiosa. La gran revolución del s. XXI será intelectual.

A veces, vale la pena reírse un poco de estas desgracias. Me sorprende por ejemplo, que algunos amigos homosexuales sean capaces de burlarse de un comentario homófobo, por ejemplo (De hecho, yo mismo lo hago, jojoj) Quizá sea el buen humor una salida válida para tantos problemas.

Me ha encantado tu entrada. Saludos y abrazos desde Puebla ;)

--Arminius, Abogado de la Locura.