viernes, 8 de enero de 2010

País legítimo, país ilegítimo


Este país cada vez más da la impresión de ser dos países: unos acá y otros allá; la tan cacareada polarización de las ideologías de los mexicanos. El dos mil seis hizo evidente la fractura de la nación y aunque el desgaste de la maquinaria política y la rutina de los últimos tres años hayan contribuido a esconder la herida, es innegable que la escisión sigue presente.

Las reacciones frente a la ley que despenaliza el aborto en la Ciudad de México, por poner un ejemplo, ponen en evidencia este asunto: en esta esquina la clase media educada que celebra la modernización, en la otra las clases privilegiadas que se horrorizan ante un atentado de tal magnitud en contra de sus buenas conciencias; acá los vigilantes de los derechos humanos (con excepción de le CNDH que bajo la tutela de José Luis Soberanes no se ocupó de defender ningún interés público) que aplauden la mitigación de un problema de salud pública, allá la iglesia (la asesina, la pederasta, la corrupta, la narcotraficante, la ladrona, dijera Fernando Vallejo), repartiendo excomuniones a cuanto médico se atreva a interrumpir un embarazo; etcétera.

El punto es que, aunque la realidad sea terriblemente más compleja, pareciera que todos vamos tomando, más o menos, partido por un bando o por el otro, por la derecha o por la izquierda, por lo moderno o por lo tradicional. Esto no es ninguna novedad, no obstante. ¿No eran en la época anterior a la reforma de 1857 dos partidos los que se disputaban el poder; los conservadores por un lado –que se encargaron de traer de Europa a un emperador austriaco para gobernar el país- y los liberales por otro –que mantuvieron como pudieron en un gobierno itinerante a Benito Juárez-?

La oposición entre estos dos países que somos, y que a lo mejor siempre hemos sido, ya se redujo una vez a dos categorías simplonas pero bastante asequibles: lo legítimo y lo ilegítimo. Sin embargo es aquí donde tuerce el rabo la puerca, como se dice popularmente, ¿qué es y qué no es legítimo? María Molliner opina que es legítimo aquello que se opone a lo falso, es decir, que es exactamente lo que dice que es y no una falsificación. Pongamos a prueba este razonamiento en el caso de la reciente aprobación de los matrimonios entre personas del mismo sexo en la Ciudad de México.

No es normal la homosexualidad, arremete con lujo de ignorancia el pseudo comunicador Esteban Arce y con él todo el machismo homofóbico. ¿Es legítima esta afirmación? Lo normal se ha malentendido como “lo que hace la mayoría”, pero esta definición devenida del concepto de norma en matemáticas funciona bastante mal para comprender los fenómenos sociales; sobretodo porque lo normal se ha revestido, en gran parte por culpa del discurso psiquiátrico clásico (Foucault dixit), de un valor positivo y lo anormal, de uno negativo. Entonces, ¿qué es lo normal? Simplemente una práctica posible en función de sus causas, aunque no sea recurrente o generalizada. Por ejemplo, ¿es normal que tiemble? sí, aunque en algunos lugares ocurra con más frecuenta que en otros; ¿es normal que haga calor en invierno? sí, uno que otro día en razón de los desplazamientos de las corrientes térmicas. Entonces, ¿es normal la homosexualidad? Sí, aunque la mayoría de las personas sean heterosexuales. Tan es normal que hay registros muy antiguos de su práctica y evidencias científicas de que en la naturaleza, que está libre de moral, existe y no poco, aunque este argumento sea puro folclor porque lo que estamos queriendo entender es, más que otra cosa, un problema social.

Predica Norberto Rivera, cardenal primado de México, que los matrimonios gays atentan en contra de la familia. Queda claro que el concepto de familia que defiende el catolicismo es heterosexual, monogámico, exclusivamente reproductor y hasta que la muerte los separe; pero este tipo de familia no es el único y, es más, casi va a la baja. Muchísimas familias se separan y los hijos viven con su padre o con su madre alternativamente y otras tantas son encabezadas por madres solteras porque el padre quién sabe quién es, o no se hizo responsable, o se fue a buscar trabajo allende la frontera del norte, o cualquier otro motivo. Más aún, hay familias integradas por dos comadres que viven con sus hijos y que se juntan para compartir los gastos, o unos abuelos y sus nietos, o un hombre con sus varias mujeres al estilo del harén árabe (¡se sorprendería el cardenal de saber cuántos casos como estos existen en el país y no se documentan!), y un sin fin de familias mexicanas que no son el arquetipo con el que sueñan los religiosos en sus homilías. Así pues, ¿atentan contra la familia mexicana los matrimonios gays? No, y para probarlo ahí están (y no escondidas, sino a la vista en organizaciones civiles bien identificables) muchas familias homoparentales que efectivamente viven en la república y cuyos miembros, como los de cualquier familia, trabajan, pagan impuestos, hacen la comida, barren el patio, lavan la ropa, llevan a la escuela a sus hijos, les inculcan valores, les enseñan modales y los sacan a pasear al parque para que jueguen con los demás niños.

Pro-Vida, la asociación civil de derecha, ladra a los cuatro vientos que un hijo criado por dos padres o dos madres no tendrá un desarrollo armónico y será un inadaptado social en potencia. ¿No son los militares asesinos, hijos de padres heterosexuales?, ¿no lo son los sacerdotes que violan niños y niñas, no lo son los políticos corruptos que venderían a su madre a cambio de más poder, no lo son los narcotraficantes y demás runfla de delincuentes que tienen sumida a la población en el terror, no lo son los empresarios abusivos que se enriquecen a costa de la postración de las clases trabajadoras? ¿No fueron Franco, Hitler, Mussolini, Hiroito, Noriega, Somoza, Batista, Videla, Fuijimori, Díaz Ordaz, entre otros piojosos, educados en familias de heterosexuales? ¿Son los hijos de gays agentes peligrosos para el orden social? A todas luces no, al menos no privativamente.

Con todo esto, ¿son legítimas las afirmaciones anteriores que han detentado los sectores más conservadores de la sociedad: uno, las homosexualidad es anormal; dos, que los matrimonios entre homosexuales desquebrajan la célula fundamental de la familia mexicana; y, tres, que los niños que crecen en familias de homosexuales son desequilibrados mentales? No, no son afirmaciones legítimas, a la luz de lo expuesto arriba, o sea, son falsedades o, como se dice en buen español, mienten con todos los dientes.

Concluyamos con lo siguiente. La pugna entre lo liberal y lo conservador se debe dirimir con el árbitro de la legitimidad de sus argumentos. Negar la plenitud de los derechos civiles a los homosexuales en este siglo, como ha insistido en hacerlo el Partido Acción Nacional, equivale a afirmar que la raza negra es inferior, o que las mujeres no tienen alma, o que los indígenas no deben votar. Si los homosexuales en este país cumplen con las mismas obligaciones que los heterosexuales, legítimamente deberían recibir los mismos derechos.

Mientras esto no ocurra los homosexuales mexicanos seguirán siendo ciudadanos de segunda clase y este país, que parece dos países, muy difícilmente avanzará en el camino de su reunificación. Y esto no es poca cosa porque de la división y el enfrentamiento nace el odio, y del odio, la guerra y la muerte, como hace exactamente doscientos años, como hace exactamente cien años.