martes, 28 de octubre de 2008

La acechanza del miedo

El viejo había ahorrado toda su vida para comprar ese departamento. Cuando por fin lo logró, hace años, no cabía de alegría. Su familia, feliz al fin, tenía un lugar propio donde vivir. Ahí nacieron los hijos, crecieron y luego, con el tiempo, llegaron los nietos. No faltaron tiempos difíciles, claro, pero siempre fue consuelo para cualquier desavenencia decir, como un conjuro contra las tempestades, esa es mi casa, nuestro hogar. Pero el año dos mil ocho significó el principio del desastre. El país se envolvió en la lumbre del miedo. Tuvieron la culpa de ello los gobiernos estúpidos y frívolos, por supuesto, pero también fue responsable gran parte del pueblo mexicano que estuvo de acuerdo con tener el gobierno que se merecía.

Al edificio del viejo y su familia llegaron a vivir un grupo de hombres que, con amenazas, le advirtieron a los vecinos que lo mejor para ellos sería largarse de ahí cuanto antes. El viejo comprendió claramente lo que estaba ocurriendo. Los narcotraficantes recién llegados habían decidido hacer suyo el lugar y para esas cosas no hay remedio en este país. Autoridades y delincuentes son conceptos indistinguibles el uno del otro aquí. El viejo no quiso vender el departamento porque implicaba invitar a vivir a una nueva familia a una cueva de lobos, pero tampoco podía llevar a su familia a algún otro lado sin hacerse de una buena cantidad de dinero.

Mientras más sopesaba las cosas, las presiones de los narcos se hacían más y más agresivas. Sólo dios sabe qué urgencias les apremiaban. Todo se culminó cuando una noche una ráfaga de metralla roció el edificio desde la calle. La cabeza del viejo que dormitaba en la sala fue impactada por uno de los disparos que se colaron por la ventana, asesinándolo. La familia no tuvo tiempo de llorarlo. Apenas el cadáver había sido enterrado, aún sin que los novenarios terminaran, sin que el sol destiñera, aunque fuese un poco, el moño negro en el dintel de la puerta, la familia del viejo fue obligada a salir de su casa. Les dieron tiempo para empacar algunas cosas, apenas lo indispensable pero no más que eso.

La familia se dispersó, asilándose unos en casa de amigos, otros en casa de familiares políticos, siempre con rabia. Similares destinos tuvieron que enfrentar los dueños de los otros departamentos, siempre con la misma rabia. No hay ficción en estas letras. Yo ví ocurrir esto en la Ciudad de México en el transcurso del último mes. Las personas que padecieron este infierno dolorosísimo son amigos muy queridos.

¿Cuál es la obligación que los artistas, los escritores y los intelectuales debemos a la situación actual de nuestro país? Pareciera, por un lado, que permitir que esta realidad terrible, incida en nuestros temas es hacerle el juego a los medios de comunicación y contribuir al terror colectivo. Pero, por otro lado, no hacerlo, no denunciar la soberbia del poder y la constancia de la corrupción, sus dientes podridos, es irresponsable. No hay respuestas sencillas y, es más, estoy seguro que de haberlas, cada una supondría una nueva pregunta aún más difícil de contestar.

Una inteligencia que respeto, Juan Manuel Escamilla, publicó en su blog un post hace poco, convencido de que el mundo está por acabar, al menos tal cual lo conocimos, y, en su opinión, la única manera de paliar la agonía de los últimos tiempos era encontrar a alguien a quien amar y amarlo profundamente. Puede ser, pero no lo sé. Quisiera trazar un mapa, una cartografía precisa que prevea el futuro de miseria y balas y muerte que nos espera pacientemente, a la vuelta de la década, pero mucho me temo que nadie está preparado para mirar al ser humano de frente, y asistir a su disminución hasta el grado más bajo de la abyección.

La ciudad, todas las ciudades, serán más temprano que tarde los escenarios en los que El país de las últimas cosas de Paul Auster o la vida de Michael K. de J. M. Coetzee, o Las posibilidades del odio de Maria Luisa Puga, dejen de ser literatura, para convertirse en posibilidades reales que asechen, serpentinas y venenosas, a cada momento de la vida.

jueves, 9 de octubre de 2008

Efebofilia

catorce años.

una única vez
dios, o lo más parecido,
se metió en mis huesos
lánguidos,
cansados,
frívolos:

te penetraba
y mi cansancio
se disolvió en tu vida,
y mis piernas eran tus piernas,
y mi sexo era tu sexo,
y tu voz era mi voz.

un blues sonaba,
Dentro mío te pierdes,
y la vida tuvo sentido
por primera, única vez.

dios, o lo más parecido,
destructor de fronteras,
entre tu cuerpo
y el mío.

quince años.

eres apenas un crío
y no lo sabes,
calladamente te lo digo,
mi niño,
yo me muero
por los besos de tu boca.

qué deseos se han anidado
en los pliegues de tus labios,
quién los ha visto madurar
y dispersarse volando.

no puedo saberlo,
y en lugar de eso
te estoy escribiendo,

para que no digas
que no sabías
que tú eres
la razón de mis días.

dieciséis años.

estoy por hacerte el amor
en la misma cama
en la que tus padres
te concibieron.

todo es circular,
menos tu felicidad.

no creas que no sé
que preferirías que
yo fuera aquel
con el que sueñas.

no te preocupes,
no me ofenderé
si cierras los ojos
y piensas en él.

todos tienen derecho
a la alegría
de un encuentro.

diecisiete años.

perdona.
no tengo tiempo para enamorarte,

vamos al grano,
a cada embestida sentirás
que tu voz se desquebraja.

pero no puedo parar,
todos deben tener una primera vez.

no me lo tomes a mal,
a mí me lo hizo alguien también,
y a ese alguien, otro,
y al otro, otro
y así.

y tú también lo harás,
ya ves,
ahora quieres crecer,
luego, como yo,
tendrás miedo
de envejecer.


miércoles, 1 de octubre de 2008

Tlatelolco de mi Sangre

Mi abuelo dejó que el teléfono sonara varias veces antes de contestar. Del otro lado de la línea la mujer de mi tío esperaba llena de ansiedad a que el viejo levantara el auricular. Cuando finalmente lo hizo, no se demoró en ir al grano, No encuentro a mi marido por ningún lado, suegro, anoche no llegó a dormir, si no le avisé antes fue para no preocuparlo. Mi abuelo guardó silencio. Hizo un rápido repaso mental, su hijo no tenía por costumbre, hasta donde él sabía, irse de putas o agarrar la parranda con sus amigos y desaparecer toda una noche. Discutieron por algo, preguntó mi abuelo, No, para nada, contestó ella, nos despedimos en la mañana como de costumbre, lo esperé despierta toda la noche, estoy asustada. Mi abuelo miró el reloj, pasaba ya del medio día. Colgaron.

Vamos a casa de los muchachos, arréglate rápido. Lleva algo de comer, te explico en el camino.

En la esquina de la calle, a unos metros de la casa de mi tío, una camioneta sin placas se había estacionado apenas. En ella viajaban unos cinco o seis policías que se disponían para el asalto. El jefe del pequeño escuadrón hizo una seña a sus subordinados para que esperaran. Un datsun rojo se detenía en ese mismo momento frente al jardín del implicado. Una pareja de ancianos bajaron del automóvil en el momento en que aparecía en el umbral de la puerta una mujer con su bebita en brazos. Qué lleva la vieja en las manos, preguntó uno de los agentes al jefe. Parece un refractario, no crees. Y si es un artefacto explosivo, mi capitán. Ahora lo vamos a saber.

No habían terminado de saludarse los suegros con su nuera y su nieta cuando de la nada apareció una banda de policías encapuchados que rápidamente, con gritos, insultos y amenazas, los secuestraron sin dar mayores explicaciones. Qué es esto, preguntó mi abuela. Que chingados le importa, pendeja, le contestaron. A la camioneta entraron, apurados y con la mirada en el suelo, la mujer de mi tío con mi primita en brazos, ambas llorando de miedo, mi abuelo, y mi abuela, todavía con su postre de limón en las manos.

Dónde está su hijo, carajo. No sé, señor, ya se lo dije muchas veces. No se haga el que no sabe, dónde lo escondieron. En ningún lado, señor. Mire, si no me dice se va a meter en un problema, quiere que traigamos acá a sus hijas para que las interroguemos también o qué. Dónde está mi mujer, señor. Contésteme lo que le estoy preguntando, dígame si su hijo pertenece a una célula anarquista. A una qué, preguntó mi abuelo. Por toda respuesta recibió un cachazo en la mandíbula que lo noqueó.

Si a mi abuela le fue mejor o peor, nadie lo sabe. Nunca habló de eso, ni siquiera cuando se lo preguntaron los investigadores de la universidad que publicaron un libro sobre la represión de los movimientos sociales de mil novecientos sesenta y ocho. Nadie lo dice, pero en el fondo, todos creemos que fue violada. A la mujer de mi tío la separaron de la niña y la interrogaron aparte durante horas, terribles horas llenas de desesperación.

Los reunieron luego a los cuatro en un cuchitril con olor a miados. Todos llevaban los ojos vendados y habían perdido la noción del tiempo. Les pasaron un plato grande con caldo de pollo recién descongelado. Reducidos a animales en cautiverio, muertos de frío, comieron con las manos y en silencio. Un militar les apuntaba con su rifle.

No saben nada, el hijo no los tenía enterados de sus actividades clandestinas, mi general. Ya suéltelos, pues, y me felicita de mi parte a la señora por el postrecito, estaba riquísimo, tanto que me dan ganas de repetir, dígale que a ver cuándo vuelve a venir.

Mi tío permaneció escondido en el pueblo de Tepoztlán el resto del mes de septiembre, sin poderse comunicar con su familia por miedo a que lo localizara el gobierno. Regresó a la Ciudad de México el dos de octubre, muy temprano. Cuando llegó a su casa, mis abuelos, su mujer y su hija lo esperaban en la mesa de la cocina. Nos llevaron, pero no dijimos nada. Hijos de perra, los lastimaron. Ya estamos bien, no pienses en eso, acá está el paquete que te vinieron a dejar, Gracias, papá. Hijo, esa caja no tiene cócteles molotov, verdad, preguntó mi abuela, pero no le contestaron, en lugar de eso, recibió un beso en la frente. No te preocupes, mamá, voy a Tlatelolco y regreso en la noche.

Tengo frente a mí una fotografía. El cuerpo de mi tío yace abatido por las balas junto al cadáver de una muchacha con el uniforme de las edecanes de las olimpiadas. Desde lo alto del edificio Chihuahua, en la Plaza de las Tres Culturas, manos enfundadas en guantes blancos abrieron fuego en contra de los miles jóvenes ahí reunidos. El contenido de la caja de cartón se desparrama en el suelo. No son cócteles molotov. Son panfletos, cientos de panfletos estropeados, empapados en sangre, empapados en la sangre de mi tío muerto, empapados en la sangre de mi sangre.

A cuarenta años de la masacre, dos de octubre no se olvida.