martes, 19 de febrero de 2008

El hombre y el gato

Para mi Ruiseñor:
la primera de las últimas veces.

El ruiseñor cantaba anunciando la caída de la tarde cuando el hombre finalmente abandonó la banca de la alameda central en la que había permanecido sentado por horas, reflexionando en las cosas más profundas. Ahora caminaba con cierto aire de renovación eléctrica por la banqueta, viendo sin pudor los ojos de los paseantes con los que se iba cruzando. Se detenía una fracción de segundo en cada mirada, la encontraba famélica y la pasaba de largo y así una detrás de la otra. Entonces, luego de haber dejado atrás la fuente de Venus conducida por su cortejo de céfiros, los ojos se le clavaron irremediablemente en los luceros vibrantes y llenos de vida de un gato negro y blanco que se lamía la pata sensualmente, recostado en la rama baja de un fresno. El gato negro y blanco a su vez le devolvía la mirada inquieta fingiendo al principio esa indiferencia típica en los de su especie, pero que después de un minuto no pudo sostener más. Ni el hombre ni el gato negro y blanco creían en el amor a primera vista, así que se acercaron el uno al otro con incredulidad y resignación, como el que se acerca a oler la rosa sabiendo que huele a rosa y no obstante se sorprende. Cuando el gato negro y blanco saltó a los brazos del hombre, supieron que ambos estaban completamente derrotados.

Más tarde, bajo el cobijo de la noche sin luna, ambos se entregaban rendidos al sueño, empapados en pétalos de caricias. El gato negro y blanco se arrellanó en el torso desnudo del hombre que pronto se quedó dormido. El felino tardó en dormirse, recorriendo con la mirada la habitación en penumbras de su amante hasta que finalmente dejó escapar un lindo suspiro de modorra feliz y cerró los ojos que eran como los faros de un automóvil sin frenos en la carretera nocturna.

Pasaron las horas de la noche y el aroma del rocío puso en alerta al gato negro y blanco. Por la ventana entreabierta se deslizaba intruso el canto de la alondra que anunciaba el advenimiento del alba. Se incorporó con mucho cuidado de no despertar al hombre, bajó de la cama y cruzó la pieza hasta la ventana por la que se escapó con agilidad furtiva. Cuando el hombre abrió los ojos, ahí estaban esperándole con devoción paciente los de su amante, igual de vibrantes y llenos de vida que la tarde anterior. El gato negro y blanco sonreía y en la sonrisa asomaba los agudos colmillos diminutos y entre estos yacía exánime el cuerpo ensangrentado de la alondra. El hombre echó al gato negro y blanco de su cuarto mezclando el horror con la tristeza. Con el aroma del felino humedeciéndole todavía los labios y las manos, el hombre recogió las plumas desperdigadas por la alfombra y las lanzó a volar en el viento de la mañana.

Esa misma tarde el hombre se sentó en la banca de la alameda central por horas a reflexionar en las cosas más profundas. No fue sino hasta que escuchó al ruiseñor cantar anunciando el ocaso, que comprendió que el gato negro y blanco había muerto a la alondra queriendo retrasar lo más posible la mañana y la disolución de los abrazos. Conmovido por el arrepentimiento corrió a buscar a su amante a la rama baja del fresno de ayer pero no lo encontró. Impulsado por un deseo oculto que no supo reprimir a tiempo, avanzó hasta la banqueta para buscar en el asfalto gris de la avenida el cuerpo hecho calcomanía de un gato atropellado. Un rumor infantil lo arrebató de aquello. A pocos pasos, jugando entre los leones de mármol del hemiciclo, una niña y un gato negro y blanco reían con las carcajadas de los enamorados.