jueves, 25 de octubre de 2007

Visita de Ángel

Esta es la historia vehemente de un hombre infantil y de un niño precoz.
Esta es la historia peligrosa un lobo con vocación de oveja y un corderito de dientes feroces.
Esta es la historia vertiginosa de un gato y un cordel.
Esta es la historia miedosa con la que siempre fantaseó Thomas Mann:

Ángel es un muchachito vecino mío de apenas unos trece años de edad, hermanastro menor del mejor amigo de un primo que vive en el departamento debajo del mío. Ángel se hizo mi amigo luego de que la señora de las quesadillas que fríe sus glorias grasosas enfrente de mi casa todos los fines de semana lo obligara a confesar ante mí sus deseos oscuros de convertirse en bailarín.

Se supone que yo que soy actor, algún consejo le podía dar a un mozalbete con ganas de iniciarse en las artes escénicas. Le recomendé que le pidiera a su madre que lo llevara a pedir informes a la Escuela Nacional de Danza Cláscia y Contemporánea en el Centro Nacional de las Artes, escuela vecina a la mía, en la que he visto que los muchachitos entran a estudiar desde muy jóvenes la carrera de danza junto con la primaria o la secundaria. Para mis adentros pensé: "este niño tiene todo lo necesario para ser bailarín. Hasta lo amanerado". Me reí en secreto y segúi tragándome muy quitado de la pena mi quesadilla de flor de calabaza. Pasó el tiempo y yo de vez en cuando me encontraba al escuincle y lo saludaba con familiaridad. Alguna vez revolví su cabello como gesto amistoso. Un buen chico, pensé.

Una noche de esas en las que estaba ocupado de mis asuntos, sonó el teléfono. Cuál va siendo mi sorpresa cuando escucho una voz infantil que no reconozco, pero que me confía inmediatamente: "Soy Ángel". De dónde sacó este niño mi número telefónico sigue siendo un misterio sin resolver. Ante mi estupefacción y extrañeza me pregunta sin rodeos: "¿Eres gay?". Me quedo con ojos como de plato y la mandíbula se me va hasta el suelo. Pienso que debo contestar inteligentemente y sin moralinas. "Sí", le digo muy seguro de mí mismo y continúo: "¿por qué quieres saber?". "Nada más", me contesta el muy mentiroso. Nada más... sí cómo no. Me entra el miedo y la prudencia: "Ángel, entiendes que una conversación así entre un chamaco como tú y un tipo que casi te dobla la edad es peligrosa, ¿verdad?". Escucho lo que digo y me doy asco. Sé que Ángel se siente decepcionado y ridículo desde el otro lado de la linea. Lo siento en su voz cuando musita un: "sí, lo sé". "¿Estás bien, necesitas algo?", le pregunto. "No", contesta y al ratito me cuelga. Me quedo como estúpido sentado frente a la computadora con el teléfono en la mano, intentando comprender qué fue lo que pasó.

Me siento tonto y el más cobarde. ¿Y si ese niño necesitaba ayuda o consuelo o amistad?. Me hago en la cabeza las hipótesis más increibles. Me imagino de todo porque yo también tuve trece años y también me sentí solo y confundido y distinto, como la mujer araña o el hombre elefante. Yo sé lo que es no poder confiarle a nadie que estás enamorado y sentir como ese cariño se va haciendo una piedra filosa en la boca del estómago. Yo sé lo que es mentirse a sí mismo y fingir deseo frente una Playboy; castigarse con el silencio, ahogar en el sollozo el miedo y la frustración. Yo sé lo que es haber perdido la nave de la adolescencia en las caústicas aguas de la amargura, de la soledad, de la impremeabilidad y la dureza. Yo sé lo que es cultivar la inteligencia como mecanismo de defensa, la ironía como arma, la indiferencia como costra que cubre las heridas que te hacen los niños que sí son populares, los que tienen novias, los que son buenos para el fútbol, los galancitos, los gandallas. Todo eso yo lo sé. ¿Y qué si Ángel se sintió así? Y yo no le dije nada porque me entró un miedo imbécil a no sé qué pendejadas y una prudencia digna de cura de Guadalajara.

Imaginé a Ángel vagando la noche del internet como yo cuando tenía un par de años más que él, a merced del deseo de desconocidos, con las ganas quemandome las manos y los dientes, concertando citas en despobladas tiendas de helados, con el corazón saliéndose del pecho en los baños públicos, fantaseando con las regaderas de la escuela, con la ropa interior de los compañeros de bancas, con los herméticos secretos de los brazos morenos que me aguardan en sueños. Volví a tener su edad y tenía unas incontenibles ganas de romperme y de llorar y de explotar y de matar al planeta a navajazos y matarme luego a mí para ver si así de una vez por todas se pueden tomar las bocanadas de aire fresco que me hicieron falta entre los catorce y los dieciocho años. Medio six pack de cervezas logaron calmarme. Pobre Angelito. Me daban ganas de decirle muchas cosas sobre la maldad, el amor, el miedo, la esperanza y la rabia, sobre todo la rabia.

No volví a ver a Ángel durante meses. Metido en mis propios asuntos casi logré olvidar el caso hasta hace unos días. Estaba yo ocupado en hacer mis cosas, cuando desde la ventana esuché que me llamaban. Me asomé a la calle y ahí estaba él, con su chamarra amarilla, con sus risos negros sobre el rostro y su mirada ansiosa. Bajé. Me obligó a pasarme del otro lado de la banqueta donde no hay faroles, para que nadie nos viera platicar. Me volví a sentir cobarde, pero me contuve. "¿Te acuerdas de ese día que te llamé para preguntarte que si eras gay"?, me preguntó. "Sí, si me acuerdo", contesté. "Pues es que quiero decirte que yo también soy... eso... gay". "¿Estás seguro?", pregunto como si no supiera que es una pregunta estúpida. "Sí", responde él con paciencia y continá: "He estado con hombres, mayores, de veinte años, gente de por aquí que tú no conoces". Me habla como si me quisiera dar celos. ¿Qué le pasa a este mocoso? ¿Será cierto?. Balbuceo puras bobadas del tipo: "cuídate, no toda la gente es buena, no te vayas con gente que no conozcas, estás muy chico". Sé que Ángel odia cada una de mis palabras. Yo las odio también y hubiera odiado a quien me las dijera. Esos consejos simplones no son lo que él vino buscando hasta mi puerta. No sé. Se da cuenta que estoy desarmado y me ahorra la agonía: "Tengo que ir a la tienda". Se aleja por la calle húmeda y llena de frío y se pierde como culebra entre la llovizna y la penumbra de la acera sin luminarias.

¿Qué venía buscando Ángel? ¿Compasión, confidencia, complicidad? Si yo fuera otro tipo de cabrón sin escrúpulos y hubiera invitado a Ángel a subir a mi departamento... Grotesco, grotesco. Pobre muchacho, qué joven. Y pobre de mí. ¿Por qué en las escuelas no les enseñan a los aolescentes que hay otras formas de amar y desear. ¿Por qué este muchachito tiene que salir a buscar respuestas de noche, furtivo, como si fuera un delincuente? ¿Por qué me siento tan vulnerable? ¿Por qué me siento responsable de lo que le pase? ¿Es que sufrir es el único camino para aprender que el mundo es cruel y malo y que casi nadie en él está dispuesto a ofrecer un mínimo de sinceridad?

Estoy fatalista y estoy deseoso de moralejas donde no hay posibilidad de hacerlas. Estoy ocupado en mis propios asuntos y dejo correr las manecillas del reloj en la burma de los días. No sé si Ángel va a encontrarme hoy o mañana o nunca. No sé si ahora mismo llama a otros teléfonos, o aparece debajo de otras ventanas, o desaparece detrás de alguna puerta que se cierra a los ojos intrigosos del mundo para revelarle las cábalas de las caricias, los acertijos de la ausencia, los laberintos de los sudores de nuestro mundo tonto de adultos.

domingo, 14 de octubre de 2007

Don Sergio Méndez Arceo

Por estas fechas se celebra el centenario del nacimiento del llamado "Obispo de los Pobres", Don Sergio Méndez Arceo; uno de los pocos curas que entendieron eso de que el reino de los cielos tiene que realizarse aquí en la tierra inmediata y concreta, no allá en ese cielo lejanísimo e indiferente. Partidario de la Teología de la Liberación (y consecuentemente un poco -o muy- detestado por Juan Pablo II) el "obispo rojo" desde su cátedra en la Ciudad de Cuernavaca alzó la voz en favor de diferentes y bastantes movimientos sociales, entre ellos, en ocutbre de 1968 para protestar en contra de la sangrienta represión estudiantil en Tlatelolco y un año después al apayar a los prisioneros de "El Palacio Negro" de Lecumberri, en huega de hambre por aquellos tiempos, en demanda de un mejor nivel de vida carcelaria, por mencionar sólo un par de ejemplos porque en realidad, Monseñor era adicto a defender las causas perdidas, como buen crisitiano.

Hay una historia familiar sobre Don Sergio que tuvo que ver también con una causa perdida. Mi tío (sí el mismo tío que salió vivo de milagro de la Plaza de las Tres Culturas) estaba a punto de casarse. Su futuro suegro que era un hombre de izquierda, y como tal, contradictorio con sus principios; así que le pidio al joven yerno que se casaran con la bendición de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana. Mi tio se resistió como pudo hasta que el nombre del obispo comunista empezó a barajearse en la mesa de las negociaciones. Obviamente mi tío admiraba a Méndez Arceo y no le disgustaba la idea de que fuera un sacerdote contestatario y un poco renegado del Vaticano el que los uniera en santo matrimonio. Finalmente acordó con su suegro que si el obispo de Cuernavaca aceptaba celebrar el rito nupcial, se casarían por la iglesia; si no, prescindirían de la cosa religiosa.


Fueron entonces a buscar al susodicho purpurado a su Catedral y lo fueron a encontrar después de la misa de mariachis (modalidad mexicaíisima y folklórica, por cierto, también inventada por Don Sergio). Distinto a otros curas, éste no desaparecía tras la puerta de la sacristía recién terminaba la misa, sino que saliá al atrio de la catedral a conversar con sus fieles. Ahí lo abordaron la pareja de tórtolos y después de hacerle la barba un rato, le preguntaron qué tantas posibilidades habrían de que él los casara. Agudo como siempre, el obispo respondió que posibilidades había muchas en tanto que él era un sacerdote y ellos se querían casar, pero que las probabilidades eran diferentes de las posibilidades y que él hacía mucho que no celebraba un matrimonio. Su Eminencia se hizo un rato del rogar y los otros dos le rogaron. Al final quedaron de acuerdo que ellos eligirían un día y un lugar y él diría entonces si podía o no oficiar la santa misa.


Astutamente mi tío y su prometida planearon la estrategia para ganar el favor de Méndez Arceo. Decidieron proponerle que la ceremonia religiosa tuviese lugar en su catedral y que el día fuera el primero de mayo, día del trabajo. Por esas fechas ya se había anunciado que en Cuernavaca no habría desfile de trabajadores ese día porque el gobierno priísta unicamente quería que salieran a las calles los sindicatos "charros" y los independientes amenazaron con boicotear el evento; así que para evitar confrontaciones, ese año no habría celebración del día del trabajo, cosa que tenía a Don Sergio trabado y girando en el tacón de su episcopal zapatilla. La fecha era seductora.


Después de que se lo plantearon vía su secretario por teléfono y tras muchas largas, el obispo aceptó. Inmediatamente se mandó imprimir en las invitaciones que Méndez Arceo, Su Polémica Excelencia, sería quién casaría a ese par de jipis enamorados. Después de eso no volvierona tener comunicación con él.


El día de la boda se dudaba seriamente que efectivamente fuera Don Sergio el que se presentara en el altar y se estimaba entre los cuchicheos de la generalidad de los asistentes que en lugar de él, quién haría la entrada triunfal detrás de los candelabros y el humo del incensario sería cualquier otro achichintle con alzacuellos. Pero no. Después de hacerla un rato de jamón y darse a desear, llegó el mismísimo en persona a dar el amén a la parejita con todo y su salpicada de agua bendita. Su casulla de ese día era, claro, roja, pasándose las reglas del ceremonial litúrgico por el arco del triunfo.


Obviamente ese primero de mayo, en la homilía, el Señor Obispo no hizo ninguna alusión al sacramento del matrimonio y, de seguro, apenas se sabía los nombres de los que se casaban. Sermoneó (en el buen sentido de la palabra) a los fieles sobre la importancia de la unidad obrera, el compromiso de la Iglesia con los pobres y la traición a éste espíritu de servicio a los más necesitados que las jerarquías elecíasticas burguesas ejercían en contra de su obligación cristiana histórica. Habló de la ternura del pueblo y de la eucaristía de la calle, del apostolado del campo y del sacramento de la solidaridad liberadora. Tal vez dijo cosas como las que solía decir:


"Me aterroriza ser perro mudo, me conmueve la impotencia, la frustración, la impaciencia, la rebeldía de los jóvenes ante las estructuras inoperantes. Me hace hervir la sangre la mentira, la deformación de la verdad, la ocultación de los hechos, la autocensura cobarde, la venalidad, la miopía de casi todos los medios de comunicación. Me indigna el aferramiento a sus riquezas, el ansia de poder, la ceguera afectada, el olvido de la historia, los pretextos de la salvaguardia del orden, la pantalla del progreso y del auge económico, la ostentación de sus fiestas religiosas y profanas, el abuso de la religión que hacen los privilegiados. La Biblia contiene la condenación irremisible de la violencia de los opresores y estimula la violencia de los oprimidos. La opción entre la violencia de los opresores y la de los oprimidos se nos impone, y no optar por la lucha de los oprimidos es colaborar con la violencia de los opresores. La palabra de Dios es lo más explosivo y revolucionario que hay para la transformación de las personas, de la Iglesia y de la sociedad. Para nuestro mundo subdesarrollado, no hay otra salida que el socialismo, como apropiación social de los medios de producción, con una representación auténtica de la comunidad, para impedir que sean utilizados como instrumentos de dominación en manos de una oligarquía o de un gobierno totalitario. Es tiempo de que los cristianos no aparezcamos siempre como contrarrevolucionarios y no demos posteriormente la apariencia de oportunistas, cuando urgidos por la palabra de Dios, nos sumamos, tardíamente, a procesos cuyo dinamismo nos vuelve a dejar atrás de la realidad y a plantearnos la disyuntiva de la fidelidad a Dios o al hombre, que no debiera existir, pues sólo se plantea entre Dios y el pecado, estructurado de mil formas en las instituciones opresoras de los mismos hombres".


Etcétera y etcétera. Ahí terminó la historia de la boda. Años más tarde murió Don Sergio, se divorciaron mis tíos y la justicia social sigue siendo una cuenta pendiente. Causas perdidas. Sin embargo, queda el recuerdo de ese día, en el que un hombre de la Iglesia cantaba desafinado en el coro de Roma y ponía de cabeza a todos los suyos que nomás no les quedaba de otra mas que entriparse los corajes. Morelos dejó de ser un epicentro revolucionario y no se enorgulleció más ni de Zapata ni de Don Sergio. La prueba de esto es la venganza reaccionaria de mi abuelo al respecto, años después: "claro que el matrimonio de tu tío estaba conenado a fracasar. Mira nada más quién los casó".


Yo estoy seguro que Don Sergio Méndez Arceo tenía muy en claro que su misión en la vida era restituir el mensaje fundamental de Jesús y sus primeros discípulos, un mensaje que tenía que ver más con la acción que con la contemplación y más con el hecho de llenarse las manos de tierra en favor de los otros, que quemar kilos de incienso por la salvación del alma del prójimo. Como dice Sai Baba: "las manos que trabajan, son más santas que los labios que rezan". Yo creo que algo así tenía en la cabeza ese obispo rojillo.

jueves, 4 de octubre de 2007

Una Postal del 2 de Octubre

Por aquellos días de tanta agitación mundial, las universidades se habían convertido en fraguas de esos objetos del ayer, plateados y centellantes, que se llaman revoluciones y que hoy día apenas conocemos en la forma de cenizas y sombras. Mi tío, a quien admiro y respeto, era universitario y muy a la moda, no caía en las contradicciones que condenaba el Ché Guevara; es decir, era joven y era revolucionario. Mi tía, muy por el contrario, era una cochinada a sus ojos empapados de marxismo y lágrimas: una proletaria con aspiraciones burguesas; de esas traidoras a su clase que el demonio debería estar masticando en el último círculo del infierno junto a Judas y Bruto; claro, si el dogma marxista tuviera cielos, purgatorios e infiernos; y si los marxistas de ese entonces (y de este...) leyeran a Dante, o cualquier otra cosa aparte de El Capital (¡ja! y eso cuando lo leen... no falta el imbécil que cita a Marx sólo porque lo leyó en Rius...)

El caso es que el 2 de Octubre de 1968, mientras mi tio encaminaba sus pasos al altar de los holocaustos en el que se convirtió la plaza de las Tres Culturas, mi tía celebraba en la casa paterna (es decir, la abuelesca desde mi perspectiva generacional) una fiesta A-Go-Go.

Horas después, ráfagas de luz cruzaban ambos escenarios: la sala de la casa metida a pista de baile; la plaza convertida en matadero de gente. Mi tío se escabulló de alguna manera milagrosa entre el laberinto de los edificios de Tlatelolco, escapándo de las manos con guantes blancos que asomaban metralletas desde los altos del edificio Chihuahua. Corrió tan rápido, tan raído, tan rápido, que los huaraches de jipi sin oficio ni beneficio que le valieron la condena de mi abuela, se desintegraron en el aire. Se llevó el susto de la vida; pero salió vivito y coleando de la masacre y vivió para contarla.

Mi tía no corrió con tanta suerte. Más o menos a la misma hora, la bola disco de espejos se desprendió del techo y le cayó en la cabeza, mientras bailaba alegremente con sus amigos. Los noticieros hipócritas como siempre, adulteradores, falsarios, apenas reportaban una escaramuza estudiantil cuando los chorros bermejos de la descalabrada aterraban a la concurrencia de la fiesta fresa, llenándose las baldosas verdes de la sala de charcos de sangre pisoteada.

Ese día, los dioses que viven bajo el suelo de la Ciudad de México andaba con antojo de negra sangre, a toda costa.

No lo olvidamos.