Esta es la historia vehemente de un hombre infantil y de un niño precoz.
Esta es la historia peligrosa un lobo con vocación de oveja y un corderito de dientes feroces.
Esta es la historia vertiginosa de un gato y un cordel.
Esta es la historia miedosa con la que siempre fantaseó Thomas Mann:
Ángel es un muchachito vecino mío de apenas unos trece años de edad, hermanastro menor del mejor amigo de un primo que vive en el departamento debajo del mío. Ángel se hizo mi amigo luego de que la señora de las quesadillas que fríe sus glorias grasosas enfrente de mi casa todos los fines de semana lo obligara a confesar ante mí sus deseos oscuros de convertirse en bailarín.
Se supone que yo que soy actor, algún consejo le podía dar a un mozalbete con ganas de iniciarse en las artes escénicas. Le recomendé que le pidiera a su madre que lo llevara a pedir informes a la Escuela Nacional de Danza Cláscia y Contemporánea en el Centro Nacional de las Artes, escuela vecina a la mía, en la que he visto que los muchachitos entran a estudiar desde muy jóvenes la carrera de danza junto con la primaria o la secundaria. Para mis adentros pensé: "este niño tiene todo lo necesario para ser bailarín. Hasta lo amanerado". Me reí en secreto y segúi tragándome muy quitado de la pena mi quesadilla de flor de calabaza. Pasó el tiempo y yo de vez en cuando me encontraba al escuincle y lo saludaba con familiaridad. Alguna vez revolví su cabello como gesto amistoso. Un buen chico, pensé.
Una noche de esas en las que estaba ocupado de mis asuntos, sonó el teléfono. Cuál va siendo mi sorpresa cuando escucho una voz infantil que no reconozco, pero que me confía inmediatamente: "Soy Ángel". De dónde sacó este niño mi número telefónico sigue siendo un misterio sin resolver. Ante mi estupefacción y extrañeza me pregunta sin rodeos: "¿Eres gay?". Me quedo con ojos como de plato y la mandíbula se me va hasta el suelo. Pienso que debo contestar inteligentemente y sin moralinas. "Sí", le digo muy seguro de mí mismo y continúo: "¿por qué quieres saber?". "Nada más", me contesta el muy mentiroso. Nada más... sí cómo no. Me entra el miedo y la prudencia: "Ángel, entiendes que una conversación así entre un chamaco como tú y un tipo que casi te dobla la edad es peligrosa, ¿verdad?". Escucho lo que digo y me doy asco. Sé que Ángel se siente decepcionado y ridículo desde el otro lado de la linea. Lo siento en su voz cuando musita un: "sí, lo sé". "¿Estás bien, necesitas algo?", le pregunto. "No", contesta y al ratito me cuelga. Me quedo como estúpido sentado frente a la computadora con el teléfono en la mano, intentando comprender qué fue lo que pasó.
Me siento tonto y el más cobarde. ¿Y si ese niño necesitaba ayuda o consuelo o amistad?. Me hago en la cabeza las hipótesis más increibles. Me imagino de todo porque yo también tuve trece años y también me sentí solo y confundido y distinto, como la mujer araña o el hombre elefante. Yo sé lo que es no poder confiarle a nadie que estás enamorado y sentir como ese cariño se va haciendo una piedra filosa en la boca del estómago. Yo sé lo que es mentirse a sí mismo y fingir deseo frente una Playboy; castigarse con el silencio, ahogar en el sollozo el miedo y la frustración. Yo sé lo que es haber perdido la nave de la adolescencia en las caústicas aguas de la amargura, de la soledad, de la impremeabilidad y la dureza. Yo sé lo que es cultivar la inteligencia como mecanismo de defensa, la ironía como arma, la indiferencia como costra que cubre las heridas que te hacen los niños que sí son populares, los que tienen novias, los que son buenos para el fútbol, los galancitos, los gandallas. Todo eso yo lo sé. ¿Y qué si Ángel se sintió así? Y yo no le dije nada porque me entró un miedo imbécil a no sé qué pendejadas y una prudencia digna de cura de Guadalajara.
Imaginé a Ángel vagando la noche del internet como yo cuando tenía un par de años más que él, a merced del deseo de desconocidos, con las ganas quemandome las manos y los dientes, concertando citas en despobladas tiendas de helados, con el corazón saliéndose del pecho en los baños públicos, fantaseando con las regaderas de la escuela, con la ropa interior de los compañeros de bancas, con los herméticos secretos de los brazos morenos que me aguardan en sueños. Volví a tener su edad y tenía unas incontenibles ganas de romperme y de llorar y de explotar y de matar al planeta a navajazos y matarme luego a mí para ver si así de una vez por todas se pueden tomar las bocanadas de aire fresco que me hicieron falta entre los catorce y los dieciocho años. Medio six pack de cervezas logaron calmarme. Pobre Angelito. Me daban ganas de decirle muchas cosas sobre la maldad, el amor, el miedo, la esperanza y la rabia, sobre todo la rabia.
No volví a ver a Ángel durante meses. Metido en mis propios asuntos casi logré olvidar el caso hasta hace unos días. Estaba yo ocupado en hacer mis cosas, cuando desde la ventana esuché que me llamaban. Me asomé a la calle y ahí estaba él, con su chamarra amarilla, con sus risos negros sobre el rostro y su mirada ansiosa. Bajé. Me obligó a pasarme del otro lado de la banqueta donde no hay faroles, para que nadie nos viera platicar. Me volví a sentir cobarde, pero me contuve. "¿Te acuerdas de ese día que te llamé para preguntarte que si eras gay"?, me preguntó. "Sí, si me acuerdo", contesté. "Pues es que quiero decirte que yo también soy... eso... gay". "¿Estás seguro?", pregunto como si no supiera que es una pregunta estúpida. "Sí", responde él con paciencia y continá: "He estado con hombres, mayores, de veinte años, gente de por aquí que tú no conoces". Me habla como si me quisiera dar celos. ¿Qué le pasa a este mocoso? ¿Será cierto?. Balbuceo puras bobadas del tipo: "cuídate, no toda la gente es buena, no te vayas con gente que no conozcas, estás muy chico". Sé que Ángel odia cada una de mis palabras. Yo las odio también y hubiera odiado a quien me las dijera. Esos consejos simplones no son lo que él vino buscando hasta mi puerta. No sé. Se da cuenta que estoy desarmado y me ahorra la agonía: "Tengo que ir a la tienda". Se aleja por la calle húmeda y llena de frío y se pierde como culebra entre la llovizna y la penumbra de la acera sin luminarias.
¿Qué venía buscando Ángel? ¿Compasión, confidencia, complicidad? Si yo fuera otro tipo de cabrón sin escrúpulos y hubiera invitado a Ángel a subir a mi departamento... Grotesco, grotesco. Pobre muchacho, qué joven. Y pobre de mí. ¿Por qué en las escuelas no les enseñan a los aolescentes que hay otras formas de amar y desear. ¿Por qué este muchachito tiene que salir a buscar respuestas de noche, furtivo, como si fuera un delincuente? ¿Por qué me siento tan vulnerable? ¿Por qué me siento responsable de lo que le pase? ¿Es que sufrir es el único camino para aprender que el mundo es cruel y malo y que casi nadie en él está dispuesto a ofrecer un mínimo de sinceridad?
Estoy fatalista y estoy deseoso de moralejas donde no hay posibilidad de hacerlas. Estoy ocupado en mis propios asuntos y dejo correr las manecillas del reloj en la burma de los días. No sé si Ángel va a encontrarme hoy o mañana o nunca. No sé si ahora mismo llama a otros teléfonos, o aparece debajo de otras ventanas, o desaparece detrás de alguna puerta que se cierra a los ojos intrigosos del mundo para revelarle las cábalas de las caricias, los acertijos de la ausencia, los laberintos de los sudores de nuestro mundo tonto de adultos.