viernes, 13 de noviembre de 2009

Fábula del despecho

La madrugada helaba como era de esperarse a finales de año. Las perlas del rocío, igualmente frío, hacían tiritar los pétalos marchitos de la vieja flor que suspiraba amargamente. Las otras flores se desperezaban y se alzaban hacia el sol, tanto que parecía que alguna estaba a punto de despegar el pie de la tierra. La vieja flor, por su parte, parecía que, al contrario de sus compañeras, cada día se iba hundiendo un poco más en el suelo.

Con el despuntar del alba los chupamirtos saldrían a picar como siempre, ejecutarían la danza de cortejo, los escarceos cotidianos con los que saciarían su sed en la dulce y cristalina bebida que las corolas de las otras flores, más jóvenes y más bellas, derramarían, como rebosantes copas de delicioso licor, embriagándoles con besos en los besos de sus bocas.

Pero todo eso a la vieja flor no le importaba nada de nada. Hacía tiempo que ningún colibrí de tornasoladas centellas la visitaba y, como es de suponer, ya no esperaba que alguno se sintiera atraído a ella, no desde el día en que descubrió que el verde de sus hojas palidecía y la tersura de su perfume se disolvía en el silencio cada vez más, cada vez más.

Sin embargo, aquel día, un colibrí blanco como la escarcha fue a la vieja flor y sin que ésta pudiese apenas advertirlo, se acercó con intenciones de beber de ella. Claro que tuvo miedo de verlo avanzar, así tan decididamente (hacía tanto que nadie la tocaba), y se resistió con los mejores modales que pudo al coqueteo del pajarillo:

- No, no lo hagas, pequeño colibrí precioso- dijo la vieja flor muy educadamente, tanto que sonó un poco almibarada-. Mi miel se ha fermentado a fuerza de estar tanto tiempo aquí guardada. Estoy segura que tendrá gusto a vinagre y te abrasará la garganta apenas lo tragues.

El colibrí no se mostró sorprendido por la negativa de la flor, apenas se inmutó. Se limitó a sonreír y razonó sin perder la paciencia:

- Beberé, ¿y sabes por qué? porque confío en ti. Eres tan flor como cualquiera y yo, el ave que se alimenta de ellas. No creo que tu néctar sea desagradable. He sentido su aroma desde lejos y él me ha traído a ti.

La vieja flor se sonrojó lo mejor que le permitieron sus descoloridos pétalos. Sabía que el colibrí estaba siendo galante pues no ignoraba que, desde hace mucho, no despedía aroma alguno. No obstante, reconoció que se sentía adulada, como una dama o una princesa y nuevamente cedió y permitió que el ave bebiera de ella.

- Querido colibrí –dijo la flor cuando éste se hubo saciado- no debiste haber bebido de mí. Ahora todas las madrugadas esperaré a que vuelvas.

- Tal vez vuelva –se apresuró a responder al colibrí-, y abatiendo sus alas se despidió con una encantadora sonrisa antes de desaparecer entre las ráfagas del aire.

Ese día la flor se sintió feliz, más feliz que el resto de las flores, y casi igualmente joven y bella. Sin embargo, conforne la noche se fue acercando, un miedo repentino y terrible se apoderó de ella. Se había hecho esperanzas sin darse cuenta y ahora temblaba, muertecita de miedo, a que no se cumplieran. Espero el amanecer en vela, y cada minuto fue para ella como una crucifixión.

Obvio es decir que el nuevo amanecer no trajo consigo al colibrí blanco como la escarcha, ni a ningún otro. Lo vio revolotear con otras flores, en el extremo opuesto del jardín y sintió lástima por sí misma. Pensó que el dolor la mataría, pero no fue así. Antes del medio día la mano de un mancebo la arrancó de tajo y se la llevó a una umbrosa banca que estaba en el fondo del patio. El pequeño hombre sollozaba pensando en una doncella altanera a la que amaba y con hipidos comenzó a deshojarla: “me quiere, no me quiere, me quiere…”

Con su último soplo de vida, la vieja flor alcanzó a escuchar la sentencia de sus pétales impares: “no me quiere”.

No hay comentarios.: