miércoles, 4 de agosto de 2010

El beso de La Esfinge

La ciudad estaba ahí, la muy apestosa, como una planta carnívora, de esas que con sus aromas atraen a la caza, preciosa. Ahí estaba también el muchacho, pero no como Dios lo trajo al mundo, ¿cómo va serlo? sino tatuado y perforado, echado en la cama, con los ojotes tirando luz contra el aroma del sudor ácido de la noche. A su lado dormía, resollaba, todavía tibio, un último jadeo olvidado en el revuelo de sábanas que había dejado el amante antes de irse.

Quiso orinar. Se levantó y sintió en las narices, como un puñetazo, el olor de los condones sucios y anudados en el suelo, luego el del tubo de lubricante que se desparramó y casi lo hace resbalar, pateó sin querer los frasquitos de estimulantes inhalables, y se le metió entre los dedos el tufillo a chamusquina de las cenizas de la marihuana. No es tan sórdido como parece, pendejos, pensó y luego orinó.

Escuchó el sonido del chorro amarillo cayendo en el agua, aspiró su olor inconfundible, y supo que eso era lo único verdadero que quedaba en él, las ganas de orinar. ¿Quién iba a decirle que la vida era esto? Más, o mejor aún: demasiado.

Manejó como alma que lleva Judas, rabioso, hasta el Bosque de Aragón en su auto de segunda mano. Anduvo por los lodosos senderos retorcidos, olió el humor del musgo, olfateó el ruido que hace el liquen mientras crece sobre el tronco podrido al golpe de la llovizna y, pocos minutos después de haber cruzado el arco de piedra fría, encontró a La Esfinge recarga en el tercer árbol, empapada hasta los cojones de luz de luna.

No era La Esfinge como la recordaba el muchacho y él no era como lo recordaba La Esfinge, pero eran ellos a pesar de los años y sus ritmos empedrados, de las loterías perdidas y los descalabros. Sonrieron, los muy putitos. En el jardín de las delicias, los senderos bifurcados siempre se reúnen, más tarde o más temprano, bajo el galope de ese jinete extraño con la hoz en bandolera. ¿Quién iba a decirles, entonces, que la vida era esto: ver el destino hacerse en el semen atrapado por el receptáculo, en el cero negativo escrito en el papel sucio de un examen sucio en las manos de la enfermera sucia? No. Más o mejor aún: demasiado.

No hubo palabras, sino el simple y preciso rasgueo sibilante de un cinturón que se desabrocha, la campanita prístina de su hebilla contra el suelo, la caricia seca del resorte de la ropa interior deslizándose cuesta abajo por las piernas y sus vellos. Eran todo ojos, primero, húmedos; todo lenguas, después, lenguas como dardos, todo manos, todo falos, todo ellos. Y La Esfinge besó al muchacho.

Digamos que debiera haber un futuro en cuyo imbécil catálogo de los tan cacareados derechos inalienables del hombre se incluya el derecho a decidir cómo le da a uno la jodida gana de morirse, digamos que debiera haber un futuro sin dioses estultos de látex y petrolatos solubles al agua, digamos que debiera haber un más allá de orgías sin nombres contumaces, ni dueños felones, ni miedos al contagio.

¿Quién podría decir así que la vida era esto: campañas de prevención por todo el país, veladoras encendidas cada primero de diciembre, sarcomas mirados con vergüenza? Nada de eso, ¡nunca más nada de eso! ¡Quién iba a decir que la vida era esto! Más o mejor aún: demasiado.

Terminaron cuando terminaron. ¿Placer? Si y no, se diría, pero no vale la pena explicarlo. Si alguno no puede imaginárselo no merecía entenderlo de todos modos.No se despidió el muchacho de La Esfinge. Claro que volverían a encontrarse, otra vez, en la siguiente noche arrollada de sudor e ira, pero el muchacho ya no sería él, sino que se habría transfigurado también en esfinge y esperaría detrás del otro árbol a que otro como él... en fin.

Se volvieron a subir los pantalones. Desanduvo el camino, el arco de piedra, el sendero enlodado. No acudieron a rescatarlo de la tenacidad de la agonía el olor del pavimento mojado, el de la humedad del pasillo ni el de la madera de la puerta de la casa. Se volvió a tender en la cama. Los primeros revoloteos solares enervaron los aromas de los condones sucios, pero el muchacho ya no pertenecía a su estúpido mundo solitario, había pagado con su sangre el desencadenamiento de su mercadotecnia de mierda. Un precio demasiado chico: ¿qué es una pústula, un bubón o un chancro en comparación con la libertad de sentir habitado -de verdad que habitado- el cuerpo, ese cuerpo que no es otro, que es uno mismo. ¿Quién, quién carajos sino él y La Esfinge, podría decir que la vida era esto y no otra cosa? ¡Más, mucho más desde este momento, o mejor aún: demasiado!

Se desnudo frente al espejo antes de meterse a bañar, miró su piel que ya no era frontera. Era alas y garras, ¿cómo decirlo? Esfinge. Abrió las ventanas de par en par y ahí estaba, nunca antes vista, la línea del horizonte en el que se une la tierra de los leones y el cielo de las águilas. Miró el reloj. Se le hacía tarde al lunes para discurrir su pegajosa banalidad. El demonio del remordimiento no alcanzó a encontrarlo. Era un muchacho honrado y se sentía poderoso, confesó para sus adentros. ¿Quién iba a decir que le vida bien podía ser... esto... feliz... feliz, feliz, feliz? Más, o mejor aún: demasiado.

Se orinó encima. La verdad no lo había abandonado todavía.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bueno, lo he leido mas de una vez, esta bien escrito, valga la fredundancia de hacerte sentir esas ansias demoledoras por llegar a un fin q se tendra q repetir, una y otra vez, en otros y en nosotros mismos,pues el camino es de ida y vuelta y se tendra q hacer con mas acompañantes q uno solo, para hacer posible esa reencarnacion del individuo,vamos por encima de todos las lacras y los sentidos a flor de piel pero q importa si lo nuestro es gozar en esos momentos tan precisos y preciosos(aun q no los queramos reconocer,los buscamos).......es una ida y una vuelta,como una cinta sin fin q al final se refleja en un espejo...........

el juntacadáveres dijo...

me gustó, demasiado retorcido cuando adjetivas, pero igual ese es su encanto...

el final... mmm... quieres en verdad finales felices¿?