sábado, 6 de junio de 2009

Puto viejo

para el cachorro Vincetcran, inspirado en J. P. Villa

Yo soy el puto viejo, ya lo ves, aún en pie de guerra, trigueñito, y muy debajo de la ropa pienso, Ojala me invitaras un trago, pero me acuerdo y lloro en el ovillo que es mi alma triste: es esperanza vana.

Te miro venir, tranquilo como la luz de la mañana, me acerqué hasta el pie de la ventana de tus ojos, como un romeo patético, carente de sonetos para trepar hasta el balcón de tu sonrisa.

No dijiste nada porque eres bueno, pero yo soy el puto viejo, lo se aún en pie de guerra, lo se en el centro del ovillo de mi alma triste: es esperanza vana.

Quisiera ser quien fui, otra vez un lobo joven, para estarte mirando con hambre y sin vergüenza, pero, trigueñito, me acuerdo y lloro, ¿quién tiene la culpa? Tú que no me viste como te veo yo.

Y en pie de guerra, trigueñito, se ovilla mi alma triste y de tanto estarte mirando, te miro como aquello que algún día fui.

jueves, 26 de marzo de 2009

El valor de la pena



i.

Esta es la historia de un capitán y un marinero que tras mucho ir y venir de una oficina a otra, luego de muchos documentos, sellos y firmas, después de haberle tenido que ver la cara de palo a esos burócratas grises que siempre están detrás de las ventanillas, consiguieron que el gobierno les diera un barco para hacerse a la mar. No era un barco especialmente notable. Apenas un barquito de un mástil y una vela, descascarado, medio destartalado y bastante mal abastecido. Pero era suyo y lo amaron desde que lo vieron la primera vez, atado al muelle, en un rincón miserable, lejos de todos los demás barcos.

Hicieron revista inmediatamente, aquí unos metros de soga, allá un barril a medio llenar de pólvora no sabemos con qué utilidad, acá los camarotes, etcétera. Esa misma noche la pasaron dentro del barco, bajo cubierta, sentados en la mesita de la cocina, alumbrados por una lamparita de aceite que colgaba del techo. Revisaron la lista de lo que había en existencia a bordo y estimaron lo que habría de hacerles falta en el futuro, contaron las monedas que entre ambos traían en los bolsillos y decidieron que había que hacer algunas compras: queso, pan, agua, tal vez un poco de vino por si llegaba la ocasión de festejar algo, el descubrimiento de una isla virgen, quizá.

A la mañana siguiente, apenas había salido el sol, el marinero se fue al mercado a hacer los mandados mientras el capitán se quedó a revisar que el timón estuviera muy bien aceitado para que pudiera, llegado el momento en que la preservación de la vida quedase comprometida, dar justamente, un golpe de timón y cambiar el rumbo de súbito, no vaya a ser que un iceberg terrible, un banco de niebla espesísimo o un espantoso monstruo marino se cruzase en el camino. Antes del medio día estuvo todo listo, todo era salirse del pecho el corazón.

Llegado el momento el capitán y el marinero se reunieron en la proa. Hicieron una oración en silencio. Cuando hubo pasado suficiente tiempo para que uno y otro hablaran a Dios, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada y las manos unidas, el capitán tomó su silbato y dio un largo pitido, era hora de partir. Se soltaron las cuerdas y el capitán hubiera querido decir en ese tono autoritario y orgulloso “¡eleven las anclas!”, pero esta pobre embarcación no tenía anclas, ni siquiera una, así que no hubo más remedio que quedarse con las ganas. Zarparon.

ii.

Como siempre pasa con las cosas nuevas, al principio para el barco eran todas las atenciones y los cuidados, arreglar la pintura pelada, hacerla de carpintero para arreglar los tablones, remendar los descosidos de la vela. También doblaban los turnos entre el capitán y el marinero para lavar los trastes, hacer a comida y trapear las bodegas. Así lo hacían, sin sentir que uno ponía más esfuerzo que el otro. Casi se había dejado de distinguir las diferencias jerárquicas entre uno y otro. Ya lo dice el refrán, el trabajo hace en todo a los hombres iguales. De cuando en cuando uno se tomaba confianzas con el otro y, a fuerza de convivir, fueron tolerándose los pedos nocturnos y otras linduras propias de la cotidianidad.

El marinero era bastante distraído y seguido olvidaba hacer un quehacer, por ejemplo, lavar el piso de la canasta del vigía en el mástil, por dedicarse con sumo cuidado a cocer bien, casi uno a uno, los ñoquis para la cena. Entonces el capitán, luego de haber analizado toda la tarde los mapas trazando las rutas del viaje, subía a cubierta y encontraba todo lleno de salitre y moho. Entonces montaba en cólera: “¡Ya te había dicho que limpiaras esto, carajo! ¿Es que eres estúpido o estás sordo? “

Enojarse así con la única persona en muchos kilómetros alrededor tiene consecuencias fatales. Se queda uno sin tener con quién hablar de pronto y ese silencio es tan nocivo que uno se siente morir en cuerpo, y lo que es peor, en alma. Nunca hemos muerto, claro, si no, no escribiríamos, no leeríamos tampoco porque a los muertos se les pudren los ojos, se los comen los gusanos, se les hacen polvo que va al polvo y así, privados del sentido de la vista, cómo van a poder gozar del soberano deleite de las letras. Porque no estamos muertos es que, precisamente, no sabemos lo que duele morir, aunque suponemos que la agonía debe ser, ya sea más o menos prolongada, sufrible en términos de mortificación física. Esto creemos por las muecas de dolor que les hemos visto en el rostro a los que se nos han muerto, nuestros padres o nuestros abuelos, hijos quizá. Cuánto más ha de doler, pues, la muerte del alma inmortal. Es paradójico, sí, ¿y qué de lo humano no lo es? Resulta igualmente contradictorio odiar a lo que se ama y sentir ambas cosas a la vez. Así le pasaba al marinero cuando el capitán se enfurecía con él: “¡Maldito seas barco, malditas tus exigencias, no puedo hacer todo aquí!” A veces sentía culpa por maldecir al barco y en voz muy baja y con mucho sentimiento le pedía perdón.

Con el tiempo el capitán vio que el marinero, entre su incompetencia que era cierta y que también había algo de realidad en el hecho de que había mucho trabajo, se compadeció de su pobre subordinado y se decidió a ayudarle a ciertas tareas. Por supuesto, jamás se rebajó a tallar los pisos o vaciar tres veces al día el contenido de las bacinicas, pero hacía lo que podía para aligerarle la carga al marinero.

Así fueron pasando los días, los meses, los años, parando de puerto en puerto para recargar provisiones, apenas unas horas y luego de regreso al océano, tan ancho, tan largo y tan profundo como sólo él puede ser. Durante todo ese tiempo el capitán y el marinero tuvieron oportunidad de conocerse, de respetarse, de quererse y hasta de defenderse el uno al otro cuando amenazaba la tempestad, el sol inclemente o el caprichoso soplar del viento. Se fueron habituando a discutir a veces por las mismas causas y sabiendo que tarde o temprano la cosa se resolvería, no se dieron cuenta que un oscuro cansancio, un perturbador hastío de su modo de vida, les fue invadiendo. Ese dolor, pequeño, agudo, constante, se instaló en el corazón de ambos silenciosamente, como una estrella que se hunde en la helada penumbra abisal del Atlántico, si es que cabe en imaginación alguna una fantasía así de descabellada.

iii.

Ocurrió, pues, que un día, bordeando alguna costa, un pajarito, o para ser concretos un ruiseñor, vino a pararse en la popa del barco. El marino estaba sentado por allí fumándose un cigarrillo y lo vio y le hizo gracia el atrevimiento de un ave que no es, por definición, demasiado afecta a los puertos ni a la brizna salada. Más sorpresa hubo cuando el ruiseñor comenzó a cantar, ahí paradito, muy quitado de le pena, sin que le intimidasen el rish rush de las olas y el consecuente vaivén de la embarcación. El ruiseñor, como el cuervo de Poe, se quedó ahí todo el día y luego todos los días, sólo que, a diferencia de aquel, sin hablar cosas tenebrosas. Si en su canto, en la lengua de las aves, decía “nunca más”, no lo sabremos.
El marinero primero se compadeció de él y le ofreció en su puño algunas semillas de hinojo que encontró en la despensa del barco, entre los frascos de las especias. Luego, viendo la constancia incólume del animal, juzgó que sería bueno que tuviera una jaulita donde guarecerse de alguna eventual lluvia o el arreciar del frío riguroso. Mercó una de buen tamaño a cambio de pescado que habían sacado de las aguas bajas el otro día y se la ofreció al ave que de buena gana, fue allí a meterse.

No nos demoraremos mucho en detalles que en realidad, son folclore y no importan demasiado. El caso, como sea, es que llegó otro ruiseñor y luego uno más, alguno era hembra y algún otro u otros la fecundaron, empolló y hubo polluelos y luego más y más ruiseñores cantantes a todas horas para los que hubo que conseguir nuevas jaulas hasta el punto en que media cubierta del barco estaba llena de ruiseñores en sus jaulas de todos los estilos, proporciones y colores. Estaban algunas colgando del mástil, aseguradas por algún aparejo. Otras simplemente yacían en el piso e incluso hubo las que se quedaron sin querer en la barandilla del barco largo rato sin resbalar, por suerte.

Al capitán, que cuando empezó el asunto le había hecho alguna gracia, ahora no le daba ninguna ver el hacinamiento de alas y picos y patas por todos lados. Sobretodo detestaba que el marinero perdiera tanto tiempo en limpiar las jaulas de cagadas, en distribuir el alpiste, en amarrar con un cordelito la ración diaria de vaina para cada jaula, acá los machos, allá las hembras, en esta otra los polluelos y quién sabe dónde más las que están echadas. El capitán le molestaba que, con las narices metidas casi todo el día en sus ruiseñores, el marinero le dedicara tan poco a atender las cosas del barco. También, hay que admitirlo, lamentaba pasar menos tiempo con su amigo, pero no se lo decía, a cambio de ello los reclamos se fueron haciendo cada vez más y más grandes: “¿Es que nunca te vas a ocupar de esto, haragán?, ¿no te das cuenta, idiota, que llevas días sin hacer aquello?, ¿grandísimo imbécil no te fijas que ya te tardaste un siglo verdaderamente en arreglar lo de más allá?”

Y fue así que ese oscuro cansancio, ese perturbador hastío de su modo de vida que les fue invadiendo desde hace quién sabe cuánto, ese dolor pequeño, agudo y constante que se instaló en el corazón de ambos silenciosamente fue expandiéndose como un cáncer de rencor a todo el cuerpo, a la mente y al alma, como una estrella que estalla desde el fondo de la helada penumbra abisal del Atlántico, si es que cabe en imaginación alguna una fantasía así de descabellada.

iv.

Una noche la tormenta los sorprendió en aguas profundas. No llovía, sino que diluviaba, se caía el cielo, se venía abajo en chorros de agua disparados a alta presión desde las nubes negras y atronadoras:

- ¿Por qué no está arreada la vela?- preguntó muy severo el capitán, casi a los gritos cuando se dio cuenta de que la embarcación estaba en peligro.

- ¡No sé, capitán! ¡Ayúdeme a arrearla que yo solo no puedo!- replicó el marinero.

- ¡Sea, pero deprisa que nos empapamos!- ordenó el capitán.

- ¡Capitán, tire más de su lado que con el agua no corre el nudo!

- ¡No te escucho, muchacho, háblame más alto!- volvió a aullar el capitán llevándose una mano a la oreja en el ademán del que no oye.

- ¡Que tire de su lado!

-¡Qué!

En esto ambos estaban cuando, como si se tratase de una inverosimilitud más de cualquier película de acción norteamericana, un rayo centelleante golpeó el mástil y prendió fuego a la vela. Dicen los viejos lobos de mar que a cada embarcación, desde el día en que es bautizada, la siguen dos ángeles, uno bueno que propicia que el buen viaje y la alegría de la tripulación, y otro que procura tribulaciones y motines a bordo. El cuento termina en que ambos ángeles batallan hasta que uno de los gana. Si hacemos profilácticamente un marcador, el tablero hasta ahora debería marcar empate en la pelea de los ángeles de este barco, pero cuando las llamas alcanzaron aquel olvidado barril medio lleno de pólvora, podríamos decir que por un tanto, apenas uno pero definitivo, ganó la pelea el ángel siniestro. Tal vez sería mejor, según nuestras convenciones culturales cristianas, llamarle demonio, pero la historia dice que son ángeles y así se queda. Qué remedio.

- ¡A babor, a babor, a la barca salvavidas!- gritó el capitán cuando vio que el fuego no cedía ante la lluvia.

- ¡Capitán, la salvavidas arde desde hace rato!- contestó desde el timón el marinero.

- ¡Salva las cartografías!- gritó el otro mientras bajaba precipitadamente la escalerilla hacia su camarote.

- ¿Y quién salva a los ruiseñores, capitán?- preguntó el marinero.

- ¡Que se jodan!

- ¡Entonces jódase usted también, bestia!- gritó el marinero mientras abría frenéticamente las jaulas y echaba a volar a las aves, sin embargo empapadas como estaban las plumas, ningún ala remontaba el aire y se fueron ahogando los pájaros, unos en la cubierta, otros en el agua agitadísima.

- ¡Hombre al agua!- gritó el capitán al tiempo que corría a estribor con un portaplanos de latón bajo el brazo, pero no se lanzó, no pudo, no sin su marinero. -¡Ven acá, hombre, salta conmigo, salvémonos por amor del Cielo!

- ¡Si es el cielo el que nos tiene bajo ataque capitán!

- ¡Al agua, al agua!- insistió a gritos el capitán y haciendo grandes ademanes y aspavientos.

- ¡Al agua a morir junto con los ruiseñores! Ay, pajaritos, ya no tienen jaula de fierro, sino de mar. ¡El capitán se hunde con el barco, capitán!

- ¡Te hago capitán de este barco, entonces! ¡Puedes quedarte aquí se quieres a ahogarte junto con tus malditos pájaros!- sentenció el capitán, pero por segunda vez no se fue, no pudo, no sin su marinero.

A lo lejos el barco que arde bajo la tormenta parece una barca fúnebre de las que se echan a navegar por el Ganges. Los hindús ponen ahí a sus muertos, rodeados de flores y perfumes. Botan la barquita y, de alguna manera, una vez que se ha alejado lo suficiente de la orilla, se le prende fuego. Así se incinera al difunto. Este procedimiento puede estar a cargo de un arquero que lance una saeta encendida hasta la barquita previamente empapada de diesel o algún otro combustible. Finalmente la barquita se va con su muerto hasta el lecho cenagoso del río. Allí los peces terminan con todo lo que no haya sido hasta entonces reducido a humo o ceniza.

De similar modo, aunque no en el mismo contexto, nuestro barco envuelto en llamas desaparece ahora en el mar, como un sol que se esconde dentro de una negrura anegada, empapada, calada de agua salada.

v.

Si el capitán salvó al marinero, si fue viceversa o se salvaron porque así lo quiso la casualidad, no tenemos idea. Mientras esas cosas pasaban, nosotros estábamos dos párrafos arriba, perdiendo el tiempo en figuras poéticas y discursos inservibles. El caso es que, a la mañana siguiente, el mar vomitó sobre una playa sucia a ambos, capitán y marinero, cada uno aferrado a un madero astillado, despojos, hombres y tablones, del barco amado.

Los despertaron los gritos de los peones y cargadores, los ruidos propios de las faenas portuarias, el ir y venir de las gaviotas.

- Se acabó- dijo el marinero cuando cayó en la cuenta de lo que había pasado.

- Se acabó- repitió el capitán con melancolía- fue un placer, marino.

- Lo mismo digo, capitán.

Cada uno se fue andando por su lado. Seis meses anduvieron por su cuenta, trabajando donde podían, comiendo y bebiendo cuando tenían. El incidente del incendio fue quedándose atrás, en un recuerdo pavoroso pero grisáceo, como la memoria perdida de un mal sueño. En cambio, ambos se acordaban de vez en cuando con mucha lucidez de los mejores momentos en altamar. Así es la mente de selectiva, prefiere lo bueno a lo mano: la muy comodina elige lo cómodo y rehúye lo doloroso. Por eso dice el dicho que el hombre es el único animal que se tropieza dos veces con la misma piedra. Cuántos tropezones y caídas literales y metafóricas no se hubieran ahorrado si los raspones no sanaran tan pronto y si los chichones no cedieran ante la campechana caricia del árnica del olvido.

El marinero entró a pajarero, dada la experiencia que había acumulado en altamar y anduvo comerciando con azulejos y cardenales entre las mujeres del puerto. También se hizo de codornices y vendió sus huevos para que desayunaran los hombres. Así lo iba pasando, no mejor de lo que lo pasaba en el barco, pero tampoco peor. El capitán, por lo que dicen, dejó de parecer persona que alguna vez tuvo autoridad naval. Se dio a las tabernas y gastaba lo poco que ganaba, cargando y descargando bultos pesados, de calavera en las parrandas que corría casi noche a noche con otros hombres de mar a los que también el ajenjo les había dado vuelta la cabeza.

vi.

Y como más o menos dice dice la canción, una mañana vulgar como cualquier otra, al capitán le amaneció tumbado boca abajo en la misma playa en la que un semestre antes naufragó. Le dolía la cabeza y estaba vomitado en la camisa. La luz del sol le lastimaba, así que bajó la vista para escapar de sus rayos. Fue entonces que reconoció el trozo de madera sobre el que flotó después de la tormenta. Seguía ahí tal cual lo había abandonado. A su lado, el del marinero en idénticas condiciones. Abrió los ojos con estupefacción y fue descubriendo dispersos sobre la arena pedazos grandes y pequeños del que alguna vez fue su barco. Los reconocía perfectamente, independientemente de que mostraran o no negruras que evidenciaban el incendio. Incluso divisó, allá por los peñascos, un pedazo del casco que había encallado. Las corrientes marítimas, o las sirenas, o las ondinas, o el dios de los mares, o el de los vientos, o el de los ejércitos o todos juntos quisieron depositar ahí todo lo que auqella noche había zozobrado.

Al caer la tarde, el pajarero antes marinero, pasó por ahí con sus jaulas a cuestas, luego de haber vendido un par de palomas mensajeras a dos enamorados. Reconoció al capitán a pesar de la ropa sucia y la barba crecida. No pudo creer lo que veían sus ojos, ¡el capitán estaba reconstruyendo pedazo a pedazo el barco! Claro, no se veía ni siquiera parecido al original. Un hombre en un día no puede hacer el trabajo que hace un astillero en meses y menos con material de desperdicio.

- ¡Hola, capitán!- llamó el pajarero antes marinero desde el muelle- ¿Qué hace?

- ¿Qué parece que hago, bobo?- respondió el capitán jubiloso y cansado.

- ¡Parece que hace un barco, capitán!

- ¡Vaya poder de deducción, marinero!

- ¡Ya no soy marinero!

La verdad es que eso último hirió al capitán, pero no supo por qué. Sin embargo, algo dentro de sí se iluminó, como una pequeña luna plateada y brillante que asoma desde el fondo de un estanque. Suponemos, dicho sea de paso, que esa sensación sutil pero consistente es la que desea el sacerdote que sus fieles sientan cuando dice desde el altar eso de “levantemos el corazón”.

- Capitán- volvió a llamar el pajarero antes marinero-, ¿cree que puede volverse a la mar con ello?

- A la mar no sé, a lo mejor a las aguas poco profundas sí. Si volverá a ser un barco no sé, a lo mejor una lanchita sí.
Es entonces que el capitán debería decir “pero me hace falta un marinero, ¿te interesa el empleo?” y el pajarero antes marinero debería responder “¿por qué tardó tanto en pedirlo?” y al final, de alguna manera misteriosa, ambos volverían al agua, juntos, como debió haber sido. Pero no, no podemos permitirnos algo así de irreal. Sí pasó la pregunta por la mente del capitán, también revoloteó la respuesta en la del pajarero, pero no se lo dijo el pensamiento a la boca ni ella a la lengua ni ésta al viento ni el viento al oído del otro y éste al pensamiento del otro. Por lo tanto, así sin ciclo de comunicación de por medio, no se dijo nada. Qué lástima.

No obstante, donde no van las palabras, sí van las acciones y si no se dijo nada fue porque nada había que decir. Si el pensamiento no indicó nada a la boca fue porque ya había hablado a las piernas: “vamos allá”. Mientras avanzaba, la misma luna plateada y brillante iluminó el fondo del estanque.

Nunca supimos, desde que esta narración se inició, a dónde es que iban el capitán y el marinero en un principio. Algunos dirán que es una omisión catastrófica, pues si se inicia un viaje es porque hay un lugar al cuál llegar; lo sabía incuso Cavafis que tanto ponderaba el largo camino por encima de Ítaca. ¿A dónde iban el capitán y el marinero? Quién sabe. ¿A dónde van ahora? Menos tenemos idea. ¿Quién fue el que dijo eso de que si no tenemos respuestas correctas, tal vez sea porque no estamos haciendo las preguntas correctas? Entonces, acaso, en lugar de “a dónde”, sea mejor preguntar “con quién”. Y para eso sí tenemos respuesta.

Días después, alguna mañana, la gente del puerto verá dispersarse sobre sus cabezas una singular parvada multicolor de pájaros de diferentes especies. “Qué cosa curiosa”, comentarán y luego se harán la pregunta: “Y a propósito, ¿dónde se habrá metido el pajarero?”.

vii.

- ¿Valió la pena, marinero?

- Valió el penar, capitán.

jueves, 19 de febrero de 2009

Soñar despierto

"... pero amar es también cerrar los ojos,
dejar que el sueño invada nuestro cuerpo."

Amor condusse noi ad una morte,
Xavier Villaurrutia.


Te contaré lo que sueño cuando sueño despierto:

Sueño contigo,
vistiendo la armadura de plata,
el estandarte en bandolera
y cabalgando sobre las nubes.

Sueño que llegas a mí,
y que ninguna puerta se te resiste.

Sueño que el sol se refleja en tu espada
y su luz hiere de muerte
la profundidad de mis cárceles oscuras.

Qué rebuscamiento de metáforas,
cuántas palabras para decir tan pocas.

Hubiera bastando con decir:
“quiero tu cuerpo dentro del mío".

Eso sueño despierto,
dormido, no. Mi inconsiente
no me hace el favor.

lunes, 16 de febrero de 2009

Sabor Ternura

Un hombre llega cansado a casa.

Ese hombre no es un hombre, sino apenas la mitad de uno.

Ese medio hombre, en realidad, es casi un niño. Seguro no se le nota en la edad, lleva barba y anteojos atados a un cordel alrededor del cuello porque tiene miedo de tirarlos y que se le extravíen o se le rompan. Pero quien ha penetro dentro de su corazón sabe que es un niño triste que espera a veces con paciencia, a veces con rabia, que lo salven.

Ese niño hubiera querido tener una mejor infancia, sin bravucones que se burlaran de su pie plano o niñas estúpidas que se negaran a ser sus novias por no ser lo suficientemente guapo. Le hubiera gustado ir a las fiestas de cumpleaños a las que nunca era invitado, le hubiera gustado no tener que aprender a chupar a los catorce años las vergas de sus compañeros para ganarse su protección, le hubiera gustado no tener que refugiarse en esa su mente arrogante y tormentosa. Le hubiera gustado no haberle llorado tanto a la soledad, como una gata en brama a la luna.

Este medio hombre, pues, que, ya sabemos, en el fondo es un niño herido, llega cansado a casa. Decir que llega es un poco demasiado decir. Sería mejor decir que es arrojado a casa. La ciudad es esa gran cíclope sin párpado que todo lo ingiere, mastica y vomita. La ciudad es un temblor, es un apagón provocado por el tornado, es una explosión en el cielo. Agota: temprano ir, más tarde volver, por la noche volver a ir, al otro día volver a volver, siempre perfecto como reloj suizo, todo en su tiempo, todo en su lugar, ni un cabello fuera de orden. Contestar el móvil cada que suene, no olvidar ni un encargo, hacer las cuentas y ajustar los pesos y los centavos, leer esto y aquello, no dormirse, mantener el buen humor, el trato diplomático, la conversación inteligente, se creativo, se eficiente, se perspicaz. Camina por la calle sin ver a los demás, mira por encima del hombro a ver si no te siguen, la cartera sácala del bolsillo de atrás en el metro, come, memoriza, estate lúcido. La vida está hecha de dientes con los que se devora a sí misma, la muy caníbal. Los días de uñas con las que se desgarran a sí mismos, los muy masoquistas.

çEste medio niño y medio hombre, hecho de la sustancia de una torre a medio derrumbarse, es arrojado, harto de sí mismo, a su casa. Abre el portón después de varios intentos porque la cerradura está descompuesta desde siempre y desde nunca el casero ha querido arreglarla. Entra al vestíbulo, apestoso a la mierda que está a punto de desbordarse de la fosa séptica. Sube las escaleras oscuras, eludiendo a los vecinos entrometidos y a sus narices largas.

Entra a la casa. Las luces están encendidas. Sobre la mesa de la sala hay un platón con ensalada y dos platos vacíos. Frente a la mesa, un sillón de terciopelo verde que el sol ha descolorido. En el sillón, un muchacho que pausa el videojuego para girar la cabeza y sonreír, Hola, perro cochino.

Un hombre que llega cansado a casa bebe un vaso de refresco sabor ternura. Y toda deuda se salda. La noche respira en paz, esta vez. La mañana volverá con su tedio pastoso, qué remedio.

¿Qué remedio, preguntas?

Caricias,

las tuyas,

desgraciado.

jueves, 29 de enero de 2009

Postal de Guerra


¿Qué sabe ella de naciones? Nada, como nada sabemos nosotros que nunca hemos sido soldados en mil novecientos sesenta y ocho, esperando a que la muerte llegue de parte de un comando de vietnamitas escondidos tras los bambús con el agua pantanosa hasta la cintura, tampoco hemos sido mujeres afganas bajo una lluvia norteamericana de fuego y plomo, una lluvia que no escampará hasta salvarnos de la opresión talibán o matarnos en el intento, ni siquiera hemos sido propietarios de pequeños comercios en Tel Aviv que ven volar sus tiendas en pedazos, y con ella todo su patrimonio al explotar un coche bomba en la acera de enfrente. No somos nada de eso, no sabemos nada de naciones, sin embargo ahí está la guerra, con su feo rostro asomando las narices por la ventana, constante, como una ola de pez hirviendo que cae de repente sobre las personas y sus casas, las quema, las hace arder hasta las cenizas, hasta que los huesos no se puedan llamar más huesos sino polvo, polvo negro que luego el viento dispersará. Pronto no se podrá creer que alguna vez estuvo aquí la aldea. Será hasta dentro de muchos años que ella volverá a estas tierras que fueron fértiles, las encontrará yermas y dirá: “esta era mi aldea, aquí estaba mi calle y más acá se alzaba mi casa, no era una casa grande, apenas un cuarto donde se tendían las esteras una junto a otra, pero era mía y me la quitaron”. Así dirá, pero no pronto, lo dirá cuando sea muy viejita y pueda al fin volver al lugar en el que nació, ahora es una niña, ahora corre de la mano de su madre.

La casa ha quedado atrás, lejos, despareció hace un rato, se disolvió en una hermosa explosión de luz, una luz blanca en la que se contienen todos los colores, todas las luces. Sólo nosotros pensamos que es hermosa porque la vemos de lejos, detrás de las letras, escondidos en la seguridad de nuestra cotidianidad, amilanados en nuestro sillón, reconfortados por nuestro café humeante. ¿Qué es para nosotros la guerra sino cinco o seis cabezas decapitadas diariamente y dejadas en hieleras, envueltas para regalo, como una canasta con un niño huérfano que es dejado a la puerta de la casa?, ¿qué es para nosotros la guerra sino un vecino secuestrado por narcotraficantes, un hermano asaltado por quienes fueron asaltados antes por la miseria, un padre lanzado al desempleo, un sobrino asesinado por militares?, ¿qué es para nosotros la guerra si nos sentamos a mirar por la televisión el fuego sobre Iraq como si mirásemos las luces artificiales del año nuevo? Sólo por eso, porque la guerra es cualquier cosa para nosotros, porque la guerra es sólo un número en los encabezados de los periódicos, antier cien muertos, ayer doscientos, hoy trescientos, mañana cuatrocientos, pasado mañana quinientos y luego quién sabe, sólo por eso nos atrevemos a decir que esa luz es una luz hermosa, pero para ella no es hermosa, es la muerte, y no una muerte santa o como se dice otras veces, una buena muerte, es decir la que se alcanza luego de una larga vida bien vivida, en la comodidad de un colchón, con las personas amadas alrededor y los necesarios auxilios espirituales a la mano. Nada de eso. Ésta es una muerte de muerte, es decir, de miedo, una muerte que llega sin avisar, rompiendo los cristales, derrumbando los adobes, cortando la noche. Ella y su madre corren, sí, pero nadie las persigue, corren por correr, por escapar de un enemigo que está en todos lados, corren chapoteando en las aguas negras que se derraman por el camino, manando su pestilencia a través de los drenajes rotos y las ruinas. No se dan cuenta, están demasiado asustadas, que correr es tan peligroso como quedarse quieto, los misiles caen del cielo como granizo, indiscriminadamente, golpeándolo todo.

¿El padre? Quién sabe. Tal vez también esté muerto, como cientos de soldados de la resistencia, o se haya escondido en la intrincada orografía palestina. Pero esto es sólo suponer, también puede ser que haya caído preso de las tropas israelís. En ese caso, seguramente lo estarán torturando en una de esas cárceles clandestinas que nunca faltan en estos ambiente bélicos. Puede ser que le hayan metido por la uretra un alambre conectado a la electricidad, o por el ano un garfio de hierro al rojo vivo, o le hayan hecho vomitar y luego comer su propio vómito, etcétera, que para estas cosas no hay imaginación que alcance: “¡Dónde están tus compañeros, perro árabe!”.

Claro, esto a ella no le pasa por la cabeza, es demasiado chica. Estos son los miedos de la madre, o más bien, uno de sus miedos. También teme por sí misma, le tiene miedo a la lujuria de los soldados, a sus penes circuncisos enterándole en la vagina, descargando dentro de ella o en su boca los ayunos sexuales de la campaña hasta asfixiarla, hasta reventarla como una yegua que ha corrido de más. Por sobre todas las cosas, teme por la niña. Y la niña teme, pero no por alguien en especial, ni siquiera por ella, teme porque tiene miedo. A los doce años el miedo es miedo, así sin más, miedo blanco, un miedo que contiene todos los miedos.

Primero ese silbido agudo, ese choque contra el aire que anticipa que algo va a caer, luego el estruendo, el brillo ciego, el aroma de la carne quemada, el de la sangre al sublimarse y al final el silencio. No corren más. Ahora la madre está muerta, no faltaba más, está muerta entre otros muertos y montones de zapatos. ¿Por qué será que cuando la gente muere en medio de la violencia, ya sea cuando se estrella el tren, se cae el avión o se va el auto por el barranco, lo primero que pierde es los zapatos? Quién sabe, pero el caso es que así como se sabe el fuego por las señales que da el humo, se sabe el desastre por el montón de zapatos desperdigados por todos lados.

Salió como pudo de debajo de los cuerpos o pedazos de cuerpos, retazos, que a propósito o sin querer le hicieron de escudo protector, abriéndose paso entre los pliegues de la burka. Evita volver la vista atrás, ya luego habrá tiempo para pensar en los muertos, quizás. ¿Correr? ¿A dónde? Nadie hay alrededor. Nadie vivo, mejor dicho y ya que entramos en precisiones, sería justo decir que en el sentido figurativo de las cosas, tampoco hay alrededor. Por aquí ha pasado el cegador y cortó las espigas de un tajo, vino y se fue, pasándola a ella de largo. Ahí la tenemos, la cabeza envuelta en la kufiyya, o pañuelo palestino, roja sobre fondo blanco. Fue un regalo del padre, “una prenda de un alto contenido político” dirán los profesores de antropología o de economía política en nuestras universidades, pero para ella es solamente su refugio, su talismán. Ahí la tenemos, inmóvil, como si perdiera el tiempo, pero nosotros sabemos que eso no es posible, aquí el tiempo ha dejado de correr pues no tiene a donde ir, están acorralados en la nada, ella y el tiempo. El sol ha desaparecido a través del humo de forma tal que es imposible que se diga “es de mañana” o “es la noche”. La oscuridad lo cubre todo, pero sintió hambre y supo que ya era la tarde. Deambuló sin esperanza entre los cuerpos buscando cualquier cosa que se pudiera comer. No encontró nada más que pequeñas matas verdes, diminutas plantitas que pese a todo, insisten en emerger de la tierra. Qué increíble que la vida encuentre un camino, a pesar de los pesares. Poco a poco, conforme el tiempo se fue recuperando del susto y encontró fuerzas para volver a andar, la arena se asentó de nuevo sobre el suelo dispersando la opacidad. Entonces alguien la vio a lo lejos, un muchacho, un ángel salvador. No lo pensó demasiado, corrió hacia ella con el alma saliéndose de la boca. Será que no sabemos lo que es un héroe hasta que no salvamos en un arrebato de narcisismo el pellejo de alguien que, según nosotros, no puede salvarse sólo. Cuántas sorpresas nos llevaríamos si descubriéramos que en realidad esos a los que salvamos no necesitan un héroe, sino que al contrario, quienes piden salvadores y mesías y rayos de esperanza a gritos somos nosotros. Aparece el líder, entonces, y nos dice estos somos nosotros y éste es el enemigo y aquí hacemos la guerra, patria o muerte, que se rinda su abuela, carajo. Luego no nos hagamos los sorprendidos cuando preguntemos cuándo se instaló el odio entre nosotros. Pero el muchacho no piensa esto, no le dio tiempo, él corre hacia ella con todas sus fuerzas, pisando descalzo la arena caliente que le quema los pies, que le corta las plantas, que le rompe las uñas. Hasta que el muchacho la cargó entre sus brazos, fue que ella rompió en llanto, un llanto blanco, un llanto que contiene todos los llantos del mundo. Ahora corren a los montes, ella en los brazos de él. Ignoramos y en lo sucesivo ignoraremos qué hacía el muchacho por ahí a esas horas, luego de los ataques, no despejaremos la duda de si es también él un sobreviviente o si vino a buscar a un amigo o familiar entre los cadáveres o si nada más estaba por acá de paso y vino a ver qué tesoro robaba a los muertos, un diente de oro, una sortija engastada, un chal de seda, que en la guerra todo se vale y nadie vería mal, viendo las cosas como están, hacer leña del árbol caído, sobre todo si esa leña va a ser útil para calentar la casa. Haya sido como haya sido, el muchacho no vuelve con las manos vacías, las lleva llenas de las maños de ella.

- La encontré.

- Es tuya, entonces.

Van de la mano ella y el muchacho, el uno para el otro, a esconderse en las montañas junto con los demás, ahora él es responsable de su vida, qué se puede hacer si así quiso Alá, el dios que todo lo puede. Hacen de una cueva que les sale al paso, refugio, y dentro de ella, en la soledad, en la intimidad, se viene de nuevo el llanto, esta vez, el de ambos, la segunda vez para ella, la primera para él, no hay mayor humildad, mayor muestra de confianza que la que se da cuando uno llora enfrente de otro, más aún si el uno es hombre y el otro, mujer, lo decimos por eso de que los hombres cuando son muy hombres no lloran. Casi no harían falta los ritos matrimoniales, ni civiles ni religiosos, si un hombre llorara frente a su mujer y ella frente a él y se dijeran: “Ya me conoces desnuda el alma, es tuya y la tuya es mía y basta”. No volverán a llorar en su vida, de ahora en adelante no son más unos críos, según lo que hemos dicho y lo que ellos creen en su corazón, aunque no lo sepan, son un hombre y su mujer viviendo bajo el mismo techo, dándose consuelo alrededor de la mortecina iluminación que hace danzar las sombras en las paredes de la cueva, que da un incipiente pero reconfortante calor, que titila desde la exigua llama de la lamparita de aceite.

- No lo miremos mucho a los ojos –se dice a sí misma como si le hablara a otra, como si ella fuera dos personas- puede quemarnos con su mirada. Shaytan, el pavorreal blanco, el guardián. Es él.

- ¿Qué murmuras? Dime lo que dices.

- ¿Eres el ángel de Dios?

- ¿Quién te dio la kufiyya? ¿Es tuya o la tomaste de alguien más? Contéstame, no tengas miedo. Mira, tengo una idéntica, ¿ves? Roja con fondo blanco. Estamos en una guerra, ¿entiendes? ¿Dónde está tu familia? Contéstame, insolente. Mírame a los ojos cuando te hablo. ¿No me dices nada? ¿Así me pagas, hija de puta? No, no te asustes. No quise gritarte. Es que tengo miedo. Tengo que irme.

El muchacho, que más que muchacho se porta como todo un hombrecito, muy a la altura de las circunstancias, se fue y regresó, fue y regresó varias veces durante los siguientes días y cada vez que volvía lo hacía con un poco de pan y agua para ir pasando el hambre, ya se ve que está aterrado como todo chico de dieciocho años que es obligado por las cosas del mundo a hacerse hombre de pronto, pero en el fondo no es tan malo, al menos es proveedor. Ella por su parte no le hablaba mucho y lo miraba menos, le temía, como buena mujer, como aprendió, y no obstante le servía en lo que podía, hizo una escoba con ramas y barrió la cueva y cuando era de noche y veía que el muchacho tiritaba de frío, lo abrazaba, al principio con pudor, después con mayor soltura hasta que al final dormir abrazados se fue haciendo costumbre, un poco menos por el clima, un poco más por esos sentimientos que van naciendo entre dos desconocidos que tienen necesidad de amar. Ése es el inicio de todas las parejas del mundo.

- Melek Taus –se decía a sí misma, como si ella fuera dos personas- así lo llamaba mi abuela, nuestro ángel. Lo amamos y él nos ama. No es cosa nuestra, de la raza de Adán, cuestionar sus procedimientos.

A los dos o tres días se enamoraron, pero no como nos enamoramos nosotros. Se enamoraron como se enamoran la podredumbre y los gusanos, como se enamora la piel de los huesos cuando se desprenden el uno del otro. Así pasaron los días y cada uno de ellos ella se arrodillaba y oraba: “Señor, ciertamente Tú no traiciones tu Palabra”. ¿Alguien sabe qué significa esto, a qué palabra empeñada se refiere y en qué consiste el contrato entre ella y Dios cuyo cumplimiento así se reclama? Seguro sólo ella entiende lo que dice y sabe por qué lo dice. Pues bien, que nos lo diga o que no ore en voz alta cuando la miramos para que no nos quedemos con la duda. Al muchacho nunca lo vio orar, pero eso no era sorpresa, ya sabía que el ángel de Dios no se humilla. Por lo demás, el pasaba mucho tiempo fuera de la cueva, atendiendo los asuntos del mundo.

Una noche el muchacho llegó agotado. Venía cargando un jarrón de buen tamaño, repleto de agua. Lo puso en el suelo con cuidado para no quebrarlo, vació la alforja y desparramó cuidadosamente sobre el suelo varias piezas de pan ácimo, higos secos y hojas de parra.

- Mañana me voy a la lucha.

- ¿Es la lucha lo que suena? –preguntó ella. Ambos aguzaron el oído. Se escuchaban las explosiones, el galopar de las metrallas, los gritos, cada vez más cerca, ahí viene la guerra a encontrarnos como diciendo “puedes correr pero no esconderte”.

- Ahí tienes comida suficiente. Tal vez tarde en regresar.

- La paz sea contigo.

Comieron en silencio, primero él, luego ella, según las tradiciones. Cuando terminaron apagaron la lamparita de aceite ya noche devoró la cueva. Olvidó el chico conseguir aceite de repuesto para la lámpara, ni remedio, se acabará la luz a más tardar mañana, ojalá no le vaya a ser a ella demasiado necesaria. Permanecieron en silencio, sentados uno frente al otro, en el ombligo de la penumbra, mirándose fijamente a los ojos, traspasando con la luz de sus miradas la pared de las tinieblas y su espesa negrura. Muy cerca se escuchaba cantar el llamado a los rezos de la noche: “Alá es más grande, Alá es el más grande.” El muchacho la atrajo hacia su cuerpo.

Ahora consumarán su amor, como dice el eufemismo. Él es para ella un dios, adentro de la cueva están los cuerpos, afuera la oración, Declaro que no hay más dios que Alá. Ella siente su aliento y lo huele como perfume, como incienso, mira sus ojos y encuentra destellos de relámpagos y rugidos de truenos. Es una fantasía, claro, pero en verdad hay fulgores dentro de la cueva que iluminan las paredes de piedra un segundo y luego no. ¿Qué son? Las explosiones que se acercan, ya lo sabíamos, no importa que ahí venga la guerra, la oración no se detiene, Declaro que Muhammad es el enviado de Dios, venid a la oración. Ella siente su cuerpo desnudo y él el de ella. El cuerpo de él es de un azul encendido, como la base de la flama y sus cuatro brazos están adornados con tatuajes de serpientes, su cabello negro también se risa como los nidos llenos de culebras de agua y de su espalda nacen dos alas enormes, con plumas blancas y tornasoladas, su vientre no tiene ombligo, sino estrellas, estrellas que devoran otras estrellas. Tal vez sea mejor este ensueño que la realidad, lo cierto es que no hay ángel, sino un chico que apura las cosas lo más que puede porque ya se acerca la hora de tomar las armas y unir las voces, Venid, venid al triunfo, no quiere morir virgen. Aquí adentro gemidos, allá afuera el mismo silbido agudo, ese mismo choque contra el aire que anticipa que algo va a caer, luego el mismo estruendo, el mismo brillo ciego, el mismo aroma de la misma carne quemada, el de la misma sangre al sublimarse y al final el mismo silencio, las mismas explosiones, el mismo galopar de las metrallas, los mismo gritos: “¡Alá es el más grande!, ¡Alá es el más grande!”

Apenas puso su simiente en ella, el muchacho se separó ahogando el gemido de placer en la garganta, como una mariposa prendida en un alfiler. Se vistió muy apresuradamente y se fue sin despedirse: “Dásela cuando nazca y dile de quién era”, dijo él refiriéndose a su kufiyya que se había quedado en el suelo. Fue todo: “¡Sólo Alá es vencedor!”, grito al desaparecer. Ella se puso de pie un segundo después. La guerra había alcanzado las montañas al fin, hubo que ir a la lucha antes de lo previsto, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, más aún si no queda otro remedio. Se vistió, recogió la kufiyya y se amarró la suya alrededor de la cabeza y se escondió entre las piedras lo mejor que pudo.

Espero largas horas y después todo se fue calmando.

Afuera la muerte escondía sus víctimas entre las matas, dentro de las barrancas, en medio de los charcos de sangre. Y ahí está de nuevo ella, de pie ante la nada, una vez más por aquí ha pasado el cegador y cortó las espigas de un tajo, vino y se fue, pasándola a ella de largo.

Será hasta dentro de muchos años que ella volverá a estas montañas de la mano de su hijo mayor, a estos bosques frondosos de cadáveres tibios, los encontrará reverdecidos y dirá: “aquí fuiste concebido, aquí fuiste hecho hijo de un ángel, aquí me dio la kufiyya roja con fondo blanco que lo confirma, por aquí pasó la guerra, por aquí volverá a pasar.” Así dirá, pero no pronto, lo dirá cuando sea muy viejita y pueda al fin volver al lugar en el que se enamoró del muchacho, ahora es una niña, ahora corre de con la mano en el vientre, como una madre, llena de miedos. ¿Qué sabrá su hijo de naciones? Nada, como nada sabe ella y como nada sabemos nosotros. Sin embargo ahí está la guerra, con su feo rostro asomando las narices por la ventana, la guerra blanca, la guerra que contiene todas las guerras: la guerra contra el terrorismo, la guerra contra el narcotráfico, la guerra santa, la guerra mundial, la guerra de los mundos, la guerra de las galaxias, la guerra sucia, la fría, la civil, la de los pasteles, la de los botones, la de las rosas, la de los cien años, la de la conquista, la de la independencia, la de la revolución, la guerra de guerrillas, la guerra de los sexos, la guerra florida, la guerra que viene, la guerra que se fue, la guerra que somos, la guerra, tan humana como la peste, el hambre o la muerte, Señor, ciertamente Tú no traiciones tu Palabra.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Las palabras y las cosas


Las palabras son rótulos que se adhieren a las cosas,
no son las cosas.

José Saramago.

Mi amor, va a decir el viejo desnudo, ven más cerca, que quiero sentirte, pero las palabras se le hacen polvo en la garganta y no las dice porque el miedo le cierra a tiempo la boca, siempre es mejor temerle a las palabras así, que de tan honestas resultan contraproducentes, no digas lo que no sientes, quizá respondería su amante, es decir el muchachillo que ahora se descalza los zapatos, o bien, no diría nada, se limitaría a sonreír condescendientemente, como quien sabe muy bien las causas que lo llevaron ahí, específicamente en este caso, a esta casa y al pie de esta cama en la que el viejo, ya desnudo, discretamente se toma una pastillita azul que ha sacado del cajón de la mesita de noche junto con el lubricante y los condones, ahora sólo queda esperar a que la medicina haga su efecto y a que el muchacho se desvista y se suba a la alto lecho, compuesto de dos colchones mullidos, perfectamente bien tendido para que, después de algunos besos y caricias más o menos dulces, más o menos sosegadas, las sábanas acaben por revolverse todas y las almohadas, que ahora reposan felices en la cabecera, vuelen despatarradas por cualquier lado, sosteniendo sin querer, aquí y allá, muslos, caderas, pies y cabezas, No te muevas, dice el viejo, esta vez sin morderse la lengua porque sabe muy bien que esas palabras, dichas en ese tono medio lascivo y medio paternal, si es que cabe tal compatibilidad de mitades, no asustarán al muchachillo que, aún en jeans, se ha quitado ya la playera, dejando al descubierto un torso casi de púber, delgado, blanco y lleno de pecas, como leche bronca en la que se han hervido trocitos pequeñitos de canela, mejores leches voy a probar pronto, piensa el viejo para sí mismo, mejor mieles también, sabemos nosotros que, bien podemos adelantar ahora, el muchachillo resultará ser, dentro de un poco de tiempo, a pesar de su corta edad, pues no pasa de los dieciocho años, un experto en las artes del amor, como si lo hubiera instruido en aquellas la mismísima María Magdalena, santa patrona de las meretrices, y es que las habilidades del muchacho ya se adivinan por la forma en la que dice, Por qué y se queda quieto, obedeciendo al viejo, y se estira cruzando los dedos detrás de la nuca, y exhibiendo el pecho y las axilas llenas de vello castaño, sonriendo, guiñando un ojo, ya lo dice el refrán, en la forma de sostener la sartén se conoce al cocinero, Ya vuelvo, dice el viejo, con su acento español que tanta gracia le hace al muchacho, aunque, pese a sus expectativas no ha pronunciado, hasta el momento, ningún joder, ni ningún jolines, que son, en el estereotipo más aceptado o mejor difundido, las expresiones características de los gachupines, como les llamamos a veces acá, en México, en esta gran ciudad capital que entre sus humos y sangres, entre sus rechinidos de llantas y mentadas de madre, envuelven, como en telas de seda o capas de hojaldres a estos dos, viejo y muchacho, en este departamento, de paredes recubiertas de maderas mediocres que con el tiempo se hincharán de humedad, en la Colonia del Valle, famosa por sus habitantes de mediano poder adquisitivo y sus ventanas decoradas con mamposterías sesenteras, que bonito es todo esto, piensa el muchacho y recorre con la mirada los cuadros colgados en el dormitorio, los muebles, la televisión, el aparato reproductor de discos, los azulejos verde pistache que se dejan ver por la puerta entreabierta del baño, entonces, siente la tentación, el deseo de abrir los cajones y esculcar en los armarios, no porque quiera robar algo, claro, sino por la ambición de ver más cosas bellas, cosas que no está acostumbrado a mirar allá en sus rumbos, rumbos en los que hay perros flacos y feos amarrados con mecates en los patios de las casas, y no estos gatos pachones y retozones como nubes de verano que hay ahora a su alrededor, rumbos en los que se bebe cualquier otra cosa, ya cerveza de caguama, ya licores baratos hechos a base de caña, en lugar del fino vodka aromatizado de vainilla que bebe aquí, bien que me podría acostumbrar a esto, piensa, pero no lo dice porque él también tiene cuidado de las palabras y de sus efectos, pero a cambio de cerrar la boca fantasea con que ésta es su casa, ésta, su cama y estos sus muebles, y aquellos que están allá, sus otras habitaciones, su cocina y más abajo, tres o cuatro pisos, su auto para la ciudad y su jeep para el campo, y, claro, ésta que trae el viejo ahora cargando, su cámara de fotos, Sonríe, le dice, y el muchacho lo hace, mostrando los dientes blancos y posando, ora de frente, ora de espaldas, luego, haciendo uso de sus facultades para la seducción, que ya se sabe, son muchas y de buena calidad, sorprende al viejo saltando a la cama y posando todavía, pero ahora de manera bastante más obscena, primero fingiendo inocencia, como lolito, si es que vale la pena la masculinización del término que acuñó Nabokov, ya se muerde la punta del dedo con coquetería, ya manda besos a la cámara, ahora se desabrocha el cinturón y se deshace del pantalón y de la ropa interior, se acaricia las nalgas, recostado de espaldas, luego se gira para presumir su erección de adolescente, roja, palpitante, sube las piernas, se abre el ojete del culo con el dedo que ensaliva primero y mientras hace todo esto, los pensamientos le revolotean furiosos, como mariposas enloquecidas, dentro de la cabeza, no los pone en palabras, simplemente los observa y los entiende, pero nosotros, que nos valemos de las palabras para comprender, al menos ahora, que estamos escribiendo y leyendo, podemos saber en lo que piensa, aunque no con palabras suyas, pues ya hemos dicho que no las usa, no obstante sí con las nuestras, que aunque más a nuestro estilo, conservan el espíritu de lo que quieren decir, en fin, el muchacho piensa, mira vieja cáscara, todo lo que te vas a comer ahorita, y si te gusta te lo puedes seguir comiendo, siempre y cuando me quieras mantener acá, y como el cuento infantil de la labradora que tenía leche y que soñaba despierta con no sé qué trueques maravillosos, y que por soñar despierta la muy distraída tiró el cántaro de leche al piso viéndose esfumar de pronto sus castillos en el aire, como decimos coloquialmente, así sueña despierto el muchacho con acompañar al viejo a los casinos con sus amigos burgueses que beben whiskey con soda en las rocas y que son muy capaces de gastarse mil, dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil pesos en una noche jugando bingo, apostando en el póquer, bajando la manivela de las maquinitas tragamonedas que, por ser ahora electrónicas, ya no tragan monedas, y es de esta manera, mientras el muchacho se pierde en sus fantasías, las cuales, más vale que lo sepamos de una buena vez, terminarán igual que las de la labradora del relato de niños, o sea perdiéndose en la nada, la cámara del viejo va chasqueando, retratando libidinosa al muchacho que se pellizca los pezones con la mano izquierda, que se masturba con la derecha y se lame un hombro y otro con la lengua, esa lengua de fuego, de íncubo, con la que desea quemarse el cuerpo el viejo que ahora siente resucitar el muerto que lleva entre las piernas, bendito el dios que puso inteligencia en los hombres que sintetizaron el químico sildenafil, ahora comercializado como producto en contra de la disfunción eréctil, con el nombre que en sánscrito quiere decir tigre y que no escribimos ahora porque no queremos ruidos con la oficina de los derechos de patente, A ver si te gusta esto, dice el viejo presionando un botón en el control remoto que dirige hacia el aparato de música al mismo tiempo que se desembaraza de la cámara dejándola en el tocador, de las bocinas viene una música nueva para los oídos del muchacho, Está rico, dice el muchacho, dudando un poco del adjetivo que acaba de usar, pero es que no se le ocurrió algo mejor, I've got you under my skin, canta el viejo como puede, junto con Frank Sinatra, que lo hace como quiere, Y qué quiere decir eso, pregunta el muchacho, Te tengo debajo de mi piel, y de pronto le parece al muchacho que con estas palabras le ha dicho algo increíblemente romántico, sin saber muy bien por qué, seguro no por inspiración divina, que el señor de los cielos no inspira a nadie en los territorios de los desempeños sexuales y mucho menos a estos dos, par de sodomitas y abominaciones seguras ante sus ojos, el muchacho, decíamos, se pone a chasquear los dedos divertido, But why should I try to resist, retoma el viejo animoso y se come a su amante a besos, when baby will I know than well, y ambos cuerpos se entrelazan en un abrazo que es primero deseo pero que, paulatinamente, para sorpresa de todos, incluidos nosotros, se va se va espolvoreando con los polvos de incipientes afectos que va dejando pasar desde el corazón el cernidor de los cuerpos, That I've got you under my skin, y al compás de la música que se mezcla, como mezclados están ya el viejo y el muchacho, con las risas y los jadeos, nos conviene alejarnos de la habitación en la que estábamos, caminar con sigilo hasta el patio de servicio a fumar un cigarrillo o salir a dar la vuelta a la cuadra un rato, apenas el suficiente para que estos terminen de revolcarse a gusto, de grano a grano, de planeta a planeta, como canta Neruda, sin que nuestra nariz fisgona los incomode, no hay que preocuparse demasiado, no nos perderemos de gran cosa, volveremos justo cuando hayan terminado, cuando la simiente de uno se haya derramado dentro del cuerpo del otro, y esto es sólo un decir, porque derramarse lo que se dice derramarse no será, porque, ya lo sabemos, aquí han habido condones de por medio, que no son, ni el viejo ni el chico, hombres que hayan perdido el temor a las pestes y las plagas venéreas, Mi amor, quiere volver a decir el viejo ahora, decir ven, decir más cerca, decir quiero sentirte, pero no lo dice, no porque sea necesariamente cierto eso de que con los años viene la sabiduría o aquello de que más sabe el diablo por viejo que por diablo, sino porque este viejo que ni sabio ni diablo es, bien sabe que palabras así, tan honestas, tarde o temprano vienen a ser contraproducentes, así que se limita a acariciar la cabellera del muchacho que ahora descansa, luego del orgasmo, sobre su pecho, Mi amor, suspira entonces el muchacho, vaya, ya se veía venir que muy a pesar de las reticencias primeras, tarde o temprano, como en la casa del jabonero donde el que no cae, resbala, este muchacho igual que el resto de la juventud, por no ser ni sabio ni diablo ni viejo, le ha perdido con facilidad el temor a las palabras, Te tengo debajo de mi piel, remata el chico y suspira de nuevo, y quién sabe qué quiera decir con eso, es más, no lo sabremos porque el viejo no va a preguntar ahora, qué cosa quieres decir con eso, muchacho, ya que esas preguntas acaban con los buenos momentos y el viejo, por el hecho de serlo, ya no quiere desperdiciar los pocos que le quedan, así que se queda callado por ahora, de todas maneras piensa, no digas lo que sientas, pero esos pensamientos aguafiestas apenas si interesan en este momento en el que los dos, dicho lo que se ha dicho y hecho lo que se ha hecho, se quedan dormidos, acurrucados en la tibieza inherente a la cercanía de los cuerpos, ya con el tiempo, si luego hay ocasión u oportunidad de preguntar por el sentido de las palabras, ya vendrán en las cosas, para bien o para mal, intrínsecas las respuestas, acaso entonces descubriremos si es o no es cierto el bíblico precepto que dice aquello de que la boca habla de lo que el corazón está lleno.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Las Grandes Pérdidas (parte iii)

para Emilio, por supuesto.


Mientras tanto espero,
como un perro a su dueño,
hasta que un día llega la noche
de esta noche, la del encuentro.

Esta noche,
con el aire cortante del invierno,
has vuelto,

y al volver,
como filo helado de navajas,
vuelves sin hacerlo,

así dice el refrán,
tan cerca y tan lejos.

Esta noche eres el árbol de la ciencia,
te duermes a mi lado, ¿cómo no
ser la víbora que se enreda
en las ramas de tus brazos…

… aún sin esperar o recibir
alguna manzana (caliente, lúbrica) a cambio?

Y sin que lo sepas, esta noche
me coges con palabras, me entrego
al rio de semen vivo de tu charla,
revuelto, rápido, caudaloso,

con el corazón y las piernas abiertos,

igual que la hoja seca se entrega al viento
y el viento a la caja de los vientos
y la caja de los vientos a la rosa de los vientos
y la rosa de los vientos al compás de los viajeros:

con amor.

Si te digo esto es porque ya
veo que te estás marchando,
dejando atrás, vacías
mis alas y su vuelo.

Ay corazón mío, abandóname, vete tras él,
no vuelvas hasta que me traigas de regreso
su boca y su sexo y los lunares de su cuerpo,
que yo aquí los espero paciente, a la orilla,

con mi oración:

¡No me pidas que te deje y que me separe de ti!
Iré a donde tú vayas, y viviré donde tú vivas.
Tu pueblo será mi pueblo, y tu dios será mi dios.
Moriré donde tú mueras, y allí quiero ser enterrado.

Mientras tanto, espero,
como un perro a su dueño,
hasta que un día llegue la noche
de la siguiente noche, la del encuentro.