miércoles, 2 de diciembre de 2009

Morir de amor

* Esmeralda Reynoso. Cajas del corazón.


¿Qué más letras quieres que te ofrezca,
si te he dedicado ya mi vida?

i.

El viejo profesor D., que enseña literatura en una universidad privada, a sus setenta años está seguro de que ha vivido una vida que podría calificarse de satisfactoria. Feliz no, que quede claro desde ya, porque la felicidad, esa pequeña ramera, quién sabe qué es y dónde se venda. Acaso alguno se topó con ella al doblar una esquina, pero seguro que si le preguntamos si podría asegurar que no era un espejismo, seguro nos conteste que no.

De cualquier modo, al viejo profesor D. nunca le dio por perseguir quimeras: se casó a la edad que tenía que hacerlo con una mujer de la que estaba enamorado, tuvo un primogénito que heredara su nombre y una hija menor para entregar a un buen mozo luego de conducirla acompasadamente, vestida de blanco, por el pasillo hasta el altar nupcial. También compró una casa bonita con un jardín delantero en el que vivía un pastor alemán; un auto diferente cada dos o tres años se estacionaba al frente y los crisantemos que crecían en las jardineras en el límite de su banqueta aromaban su calle y le ahuyentaban los mosquitos. Una buena vida, sin duda, con apenas los suficientes apremios para surcarle el rostro de arrugas y con la constante alegría de tener tres veces al día el estómago lleno.

Luego de muchos partidos de fútbol y recitales de ballet, de coches prestados y chocados y algunas palabras de consuelo por un novio que se fue, los hijos del viejo profesor D. se fueron a vivir sus propias vidas, a comprar sus propias casas con sus respectivos jardines, perros, autos y crisantemos. Los hijos del viejo profesor D. algún día tendrán hijos también y éstos, a su vez, llegado el momento, se harán también de casas, perros, autos, crisantemos y nuevos hijos que, más tarde o más temprano, se encargarán de hacer girar el ciclo de la vida, una y otra y otra vez, como se ha hecho desde que el primer ser humano y la primer ser humana decidieron obedecer aquel mandato remoto venido del cielo: “creced y multiplicaos”.

La mujer del viejo profesor D., con el tiempo, envejeció y enfermó de un cáncer que la consumió en cosa de un par de años. Él la lloró y si bien no la olvidó, el recuerdo de su pérdida se fue haciendo menos doloroso con el tiempo… el tiempo, ese bálsamo todopoderoso que no cura las heridas, pero acostumbra a sus punzadas. El luto le duró lo que debía durarle, ni más ni menos, aunque algunas vecinas aficionadas al cotilleo opinaron que se deshizo de los trajes negros demasiado pronto.

Claro que sin hijos y sin mujer, la casa, el jardín, el perro, el auto y los crisantemos deslucían un poco y sin estar muy seguro de por qué, el viejo profesor D. se dio a la tarea de ir, poco a poco deshaciéndose de cada uno de ellos: vendió la casa, regaló el perro, heredó en vida el auto y trasplantó los crisantemos a unas macetitas que endosó a cada una de las vecinas chismosas del párrafo anterior con el pretexto de que “a mi mujer le hubiera gustado mucho que usted le cuidara las flores”.

Con apenas algunos trajes y suficientes camisas y corbatas para combinarlos de alguna manera diferente cada día, el viejo profesor D. rentó un cuartito cerca del colegio de humanidades en el que trabajaba y ahí se instaló decidido a vivir, tan satisfactoriamente como lo había hecho hasta entonces, los últimos años de su vida. Claro que muy bien podría vivir unos veinte años más (¡con la vida que ha tenido!), pero en todo caso, esos veinte años, sea como sea, serían los últimos. Más aún, sepan los lectores que, en realidad, al viejo profesor D. no le queda de vida tanto tiempo, es más, antes de que termine la mañana de mañana, antes de que termine este relato, morirá de amor. Pero qué sabe de eso este hombre, si luego del sueño fangoso en el que se ha sumido toda la noche, vuelve a abrir los ojos y parpadea al ritmo del bip-bip-bip de su reloj despertador.

ii.

¿Por qué un hombre como yo –se pregunta el viejo profesor D. desnudo frente al espejo, mientras se calienta el agua de la ducha- puede enamorarse así? Pero, ¿se puede llamar amor el que no se admite, el que no se declara y el que, claro está, no se corresponde? Y si no es amor, entonces, lo que siento, ¿qué es? No es tampoco el desenfreno de la lujuria que muy bien lo conocí en mi juventud, antes de casarme, cuando con los amigos de entonces íbamos de putas. ¡De putas, carajo! Mujeres, siempre mujeres y ahora… ahora él y nada más él. No puede no ser amor, pues.

En las mañanas –sigue pensando mientras se desayuna dos huevos tibio con limón- pienso que está bien, que es puro lo que siento y que si no fuera porque él se sienta frente a mí cada mañana, la vida no sería vida, sino un simple transcurrir descendente hasta el fin del camino. Pero por las noches veo la foto en la que me retrataron con mi esposa y mis hijos cuando eran chicos y me cuestiono cómo puede ser que este mismo cerebro que los amó hasta entonces, puede amar ahora así. Acostado en mi cama siento asco de mí mismo cuando me doy cuenta de que sin querer, me lo imagino recostado sobre mi pecho, exhausto luego del orgasmo.

Algo amenaza dentro de mí con romperse –reflexiona en el autobús camino al colegio-, como si el continuo de lo que fui y lo que soy estuviera estrechándose y adelgazándose, tirando cada uno en direcciones opuestas. Cada vez más siento que mi pasado no es mío, sino de alguien más que no soy yo, y que la vida que tuve no es mía sino de alguien que nunca fui. Es una locura, es que he leído demasiado y ahora las palabras se vuelven en mi contra. Más y más, más y más, más y más.

Si pudieras verte con los ojos que te miro –se dice, mientras abre el paraguas; el rocío devenido en llovizna, no ha escampado aún-, entenderías que no he visto belleza que compita con la tuya y no es que seas más alto que los demás o tengas un cuerpo mejor esculpido. Incluso hay otros con los ojos más claros o la piel más sedosa, pero junto a ti, para mí, no tienen más importancia que la que le da el monte al viento que la golpea. Más aún, si en este momento te volvieras el más feo entre los feos, para mí, seguirías siendo tú y tu belleza necesaria.

Podría decirte –y echa a andar el largo sendero arbolado hasta el edificio; e sol no ha madrugado el día de hoy- las palabras más hermosas que alguno haya vertido al oído de otro y hacerte el amor como en un poema, más y más, más y más… ¡Qué cosas se me ocurren! Ya no distingo entre lo grotesco y lo voluptuoso, sus límites se me desdibujan. Papeles, papeles, papeles, cientos de ellos escritos con tu nombre al derecho y al revés, bocetos en tinta de tu cuello y tus axilas, acrósticos de tu nombre, sonetos a medio rimar, retazos de cartas que no leerás.

No entiendo cómo puede el otro ignorar que es la alegría de de uno, ¿cómo vas caminando por la calle así tan campante cuando de tu boca pende mi vida? Quiéreme, por favor, quiéreme, no puedo pedirlo de otro modo, quiéreme, no tengo más clamor que darle a los vientos, quiéreme, aunque sea poco o casi nada, pero no dejes de hacerlo que yo no desistiré… más y más… ¿qué abandono es este?, ¡no me gusta esto!

Roto en dos partes, me miro, y no soy ni habito la sección de la izquierda o la de la derecha, soy la grieta, la hendidura, le escisión, el fallo, el espacio vacío, el hueco en el rompecabezas que sólo se llena con la pieza de tu sonrisa. A esto me he reducido por ti, en esto quedaron mis cenizas. Me encuentren muerto, partido por un rayo o fulminado de veneno, antes de faltar a mi promesa: prometo no dejar de quererte, no dejar de quererte prometo.

Hoy mi boca, a más tardar mediodía, te hablará, como dice la escritura, de lo que el corazón está lleno.

iii.

Adviertan los lectores quisquillosos (de esos que se creen más inteligentes mientras menos les guste lo que leen) que esta historia no es sobre un viejo que ama imposiblemente a un joven. Muchos cuentos como esos llenan de tinta las páginas de los libros que hemos leído, como especie, desde el principio de los principios. En el fondo de las cosas, todos hemos sido viejos y hemos amado a un joven, aunque tengamos menos años que el objeto de nuestro afecto; del mismo modo hemos sido jóvenes y hemos mal correspondido el amor de alguien mayor que nosotros ¡¿y por qué?! Pues porque la vida es un juego de cobrar y pagar, igual que la peor de las putas, igual que el más patético de sus clientes. Así es esta rueda de la fortuna a la que llamamos mundo: una intermitencia entre carne y diablo. Como se prometió al principio, el viejo profesor D. morirá de amor dentro de poco, y no porque lo deba de hacer en un arrebato de éxtasis poético, sino porque, como dice el dicho, no hay plazo que no se cumpla y la deuda del viejo profesor D. ya no puede estirarse más.

Va el viejo profesor D. lleno de esperanzas dando saltitos para no pisar los charcos que ha dejado la lluvia. Al fin ha reunido valor suficiente para declarar su amor. El universo parece estar de acuerdo, no se cruza por el camino un perro ladrador, ni en el cielo graznan los cuervos del malagüero, la gente de las banquetas no tropieza con el viejo profesor D. y todo el mundo lo saluda con la mano, el estudiante que cada mañana se sienta hasta el frente en el salón de clases ya está en su lugar y, para decirlo de una vez por todas, no hace falta nada más que lo que hace falta. La puerta se abre con estrépito y por ella entra el viejo profesor D. y no es sino hasta que mira a su amor a los ojos, al estudiante de sus insomnios, que el corazón que durante setenta años ha latido siempre constante, se le derrite dentro del pecho y no, no es una manera de decir, literalmente, derretido dentro del pecho. Los buenos días que uno y otro estaban por darse se rompieron en la garganta cuando el cuerpo del viejo profesor D. se desplomó sobre los pupitres vacíos.

Morir de amor no es morir de muerte. Peor que eso, morir de amor es re-morirse. Corrió el pobre muchacho (al que este cuento no ha prestado atención mayor) a levantar al vejete desvanecido, dio voces de auxilio, vinieron todos los de las aulas contiguas, llegaron ambulancias, paramédicos y camillas.

- ¿A quién avisamos? –preguntó uno-.

- Que yo sepa ya no tiene familia –contesto otro-.

- Revísenle la billetera –sugirió una tercera, y el primero la tomó del bolsillo interior del saco del viejo profesor D.-.

- No tiene nada, no tiene nada. Está vacía.

No hace falta decir que el viejo profesor D. no llegó vivo al hospital y que su autopsia sorprendió en mucho a los médicos forenses. Tiene el corazón derretido, se decían una y otra vez, tiene el corazón derretido.

- Es un tipo de hongo africano que corroe el tejido cardiaco -dictaminaron unos y rápidamente se comunicaron al ministerio de salud para demandar que el gobierno se quejara oficialmente con el África a causa del descuido con el que se permitían exportar pandemias ilegales.

- Nada de eso –propusieron otros- a este hombre lo han asesinado con un veneno terrible que se activa con el sístole y el diástole –y más rápidamente aún se comunicaron con el departamento de detectives de la policía para demandar que se encargaran de las investigaciones al respecto pues de seguro un agente del narcotráfico había decidió así poner en riesgo la seguridad del cuerpo social.

- De ningún modo –se alarmó una minoría compuesta por una pasante de medicina, un oficial de intendencia y una cocinera (hasta esos rincones, tan alejados de la ciencia, llegó el debate sobre la muerte del viejo profesor D.)- ese hombre murió de amor.

- ¿Cómo es eso posible? –se indignaron todos los sabios de las batas blancas y los estetoscopios de plata, pero no alcanzaron a escuchar la respuesta. Antes de que los defensores de esta última teoría pudieran argumentar cualquier cosa, sus detractores volaron hasta la oficina del director del hospital y una vez allí, exigieron la destitución de la pasante, el conserje y la cocinera por sostener en público tales disparates- Nunca hemos sabido de otra muerte de amor, ni hemos extirpado corazones rotos, ni operado corazones petrificados de amargura y definitivamente no conoces el caso de alguna despiadada madrastra que de plano no tenga corazón.

El resto de la historia en la que acabaron enredados los miembros del personal del hospital es harina de otro costal y no viene al caso contarla ya. El caso fue que la plasta sanguinolenta que quedó del corazón del viejo profesor D. fue metida en una bolsa sellada y luego de ir de un laboratorio de análisis a otro, fue lanzada a un contenedor de desperdicios el mismo día en que el ángel de dios bajó con la misión de llevarse los objetos más hermosos de la ciudad.

Qué criterio más curioso el de este ángel -dirán los entendidos hayan leído la historia del viejo profesor D.- que prefirió llevarse al cielo pájaros muertos y desperdicios de plomo. ¿A qué cielo irán, al final del día, los corazones que se mueren, que se re-mueren de amor, a dónde los que nunca dijeron cuánto amaban, a dónde los que una sola caricia hubiera...? En fin...

2 comentarios:

Pável dijo...

Sístole y diástole, dos de mis palabras favoritas. Y en una historia de alguien que muere de amor, su favoritez, sí, FAVORITEZ; se potencia.

:)

Pável dijo...

Por cierto.

Amo lo que desayuna(¿desayunaba?) el vejestorio. A todos los vejestorios, desde niños, nos encanta ese desayuno.

¡Ñomi!