sábado, 14 de junio de 2008

Compás de espera

Un compás de espera es el tiempo que pasa entre lo que ya ocurrió y lo que está por suceder. Este mes y un poco más son justamente eso en este blog. Las obligaciones académicas, o sea tesis, preparación de examen de grado, etcétera, me han obligado a retirarme del mundo de las letras virtuales. Volveré, claro, cuando todo aquello haya acabado y mi vida sea mejor. Mientras tanto, dejo aquí para la edificación literaria de los visitantes fragmentos del nuevo libro de mi querida Elena Poniatowska, Rondas de la niña mala. Salú,

ANGEL DE LA GUARDIA

Mi madre recomienda
dejar abierta
la ventana
para que entre
el Ángel de la
Guarda.

Tras de mi cama
el Ángel
respira
con sus alas.

En Francia,
el Ángel
–porcelana blanca–
sonreía,
boquita de cereza.

Papel de china,
engrudo, carrizo
y un poco de morado,
he aquí las señales
del Ángel mexicano.

El Ángel argüendero
cacarea revueltas.

En un batir de alas
sus cabellos se erizan,
en la cabeza lleva
un barco de periódico.

Reparte a las volandas
notas de sangre roja.

Ángel papelero,
los pasantes le clavan
agujas de rabia
bajo las plumas.

“Olvidaste las alas”,
dice Dios cuando vuelve,
“¿Cómo voy a olvidarlas
si me duelen?”
Dios lo regaña.

En la noche
esparce noticias estelares,
mete a la recámara
a la Osa Mayor.

Al alba,
el Ángel,
flamenco rosa
palidece.

Escapa
por la ventana
y deja el cielo
vacío de constelaciones.

AGUA DE MAR

¡Ah el calor, el sol, el vientre plano,
la sal en las pestañas y las cejas!

“Déjame despellejarte”, pide Genia
y saca pergaminos de mi espalda.

Todo nos lo lavamos durante horas,
los dientes, la cola, la seda de los músculos,
un torrente de sexo nos cae en el cabello,
mil gotas de agua cantan en cada filamento.

Ser niña es ser un poco de agua con sangre.

Genia, Piti, Tota, Mimí, Kiki,
Cristi, Tere, Fefa, Teté,
ninguna tenía nombre,
sólo un cuerpo intocado quebañar todo el día.

“Creo que soy puro sexo”, decía Genia,
y daba miedo verla y sentir su mirada.

Abrí la regadera a todo su volumen
y leí sentada en el excusado
hasta que me pescaron.

“Tírale el libro al agua,
mentirosa y cochina.”

Tendí el libro al sol
y se secó por dentro
–la regadera abierta–,
lo volví a leer
hasta llenarme entera.

Bajo el acantilado, en lo oscuro,
Pachín Arango
tocaba el claxon de su convertible
y corría Cristinita listos los brazos,
envidiábamos su hondo precipicio,
su tirarse a la mar, sus ojos de contigo.

Rodeadas de agua por todas partes
el mar naufragó dentro de cada una,
el faro, en vez de guiarnos, nos desencaminó,
golosas, sólo queríamos
lo que todas pedimos,
amanecer al mundo
desfloradas a besos.

FRUNCIDA ESTRELLA

Enséñame tu ombligo,
levántate la falda,
hace tiempo accediste
y ¿sabes lo que vi?,
un ramo de violetas

Enséñame tu ombligo,
anda, suena, es un timbre,
tintinea de risa,
toco, vienes a abrir
y me dices que pase.

Enséñame tu ombligo,
copita de rompope,
para beber de él
los rayos de la luna.

Niña, ya no te muevas,
voy ahora a clavarte
mi torre de sonrisas.

¿Ves?
Tú también sonríes.

EL GATIJO HERIDO

Yo ya no juego, niño,
que de tanto enseñarte
se me ha abierto todo.

Ya fui lo que tú quieres,
échame tierra encima,
vete de mí y borra
tus huellas digitales.

Perdí las agujetas,
el fondo del vestido,
el listón de las trenzas,
los botones azules.

Ya no soy tu pareja,
ni tu limón celeste,
soy la mitad de algo
que no llegó a irse.

martes, 18 de marzo de 2008

Tres parágrafos de maltrato

Uno.
No hubiera girado la cabeza al televisor si no hubiera escuchado en él la voz de una niña diciendo el nombre de Tata Lázaro. Lo que vi me dejó perplejo. Transmitían una telenovela y en la pantalla aparecía un salón de clases, de esos que no hay en México, y en el salón había una maestra de primaria, de esas que no hay en México, y la maestra le preguntaba a sus alumnos, de esos que no hay en México, qué opinión tenían de la expropiación petrolera de 1938. La mofletuda, tez blanca y pecosa, cabello dorado amarrado en socarronas trenzas, carita de angelito déspota y mirada azul pastel de no-rompo-un-plato, en fin: de esas que no hay en México, respondió que nuestro país estaría mucho mejor hoy de no haber sido por las reformas comunistas de Cárdenas. ¡Horror, Horror! ¿Quién escribe esos guiones? ¿Qué no ven que el horno no está pa’ bollos y empero le atizan al fuego? Lo hacen a propósito, re punta de relapsos, como quien piensa que el pueblo es estúpido y que la gente cree todo lo que ve en la televisión. Bueno, lo admito, es posible que el pueblo sea estúpido y que la gente crea todo lo que ve en la televisión; pero aún así.

Dos.
No hubiera quitado la mirada atónita de la pantalla si el moreno de la playera verde no me hubiera traído a la mesa mis churros rellenos y mi chocolate espumoso. Apenas iba a morder el de mermelada de chabacano cuando Víctor irrumpió a tropezones, lanzándome un periódico maltratado al plato y bufando con su voz ronca, urgiéndome a mirar la nota que me había señalado con una flecha de lápiz rojo en el papel. Un tal Guillermo Habacuc había hecho arte atando a un perro callejero a la pared de una galería y ahí lo había dejado morir de inanición. Víctor estaba como fiera, manoteaba, pateaba, y maldecía. Él es el tipo de persona que le podía disparar un par de balazos en la sien a un hombre sólo por considerarle estúpido, pero no toleraba que una ancianita le diera de escobazos a la gata que le acababa de arañar el sillón luis xiv. Así es él. Cuando terminé de leer la nota, luego de que Víctor había acabado con mis churros rellenos de lechera y cajeta para intentar consolarse en ellos, le pregunto, Por qué nadie simplemente desató la cuerda y liberó al animal, o en su defecto, por qué nadie le llevó algo de comer a escondidas. No lo sé, responde, Supongo que todos estaban demasiado atareados en discutir la naturaleza artística de la obra, Cuál obra, pregunto yo, Pues esa, contesta él, En ciertos círculos intelectuales de vanguardia que ni tu ni yo comprendemos, así se hace el arte. Pobre animal, pienso, Lo bueno es que los budistas siempre nos consolamos ante cosas así meditando en la justicia del karma: el tal Habacuc reencarnará en pez del Rio Coatzacoalcos y un derrame de crudo le quemará los ojos hasta que muera de dolor. Y pensando en esto, feliz por mi venganza imaginaria, me llevé la taza de chocolate a la boca, antes de que la indignación de Víctor se la engullera también.

Tres.
No me hubiera quemado la mano y las piernas con el chocolate hirviendo si no hubiera soltado la taza por el susto, pero fue inevitable. Desde la terraza del café en el que estábamos vimos cómo un muchachito con playera a rayas y cabello negro y lacio corría despavorido, huyendo de unas ocho o diez personas que lo perseguían. Todos gritaban. Impulsados por no se qué espíritu de misericordia, bajamos apresurados a la calle, metimos al muchachito dentro del café y cerramos la puertita que da acceso a las escaleras de caracol por las que se sube al establecimiento. Afuera se quedó chiflando la turba enardecida. Se retiraron como leones cansados después de un par de minutos de mentadas de madre y se quedaron merodeando en los alrededores. Para cuando el último perseguidor se fue, el muchachito se comía mi último churro, pa’ bajarse el espanto. Ya estaba de Dios que yo no probara ninguno de ellos. Víctor me explicó algo así como que las tribus de adolescentes estaban en guerra y que el chico pertenecía a la base de la cadena alimenticia y por eso los lo perseguían, pero yo de eso no entiendo mucho. Viéndolo bien, el muchachito tenía un aspecto algo melancólico en el semblante, Así son todos los de su raza, por esos los atrapan, dijo Víctor y con ello se llevó al muchachito al baño con la intención noble de cambiarle el estilo y hacerlo menos vulnerable a las miradas de los adolescentes predadores. Así son todos los de su ralea, por esos los cazan, reiteró Víctor y con ello se llevó al muchachito al baño con la intención oscura de quitarle la ropa y hacerlo totalmente vulnerable a la mirada de su lascivia tiranosáurica. Yo me quedé sentado pensando en que a la larga tanta tristeza en alguien, sí angustia bastante a los que están alrededor pero no lo suficiente como para querer organizar linchamientos urbanos.

No hubiera dejado estos pensamientos de lado de no haber sido porque el moreno de la playera verde me trajo a la mesa la cuenta y me di cuenta de que debía pagar por unos churros que no me comí y por un chocolate que me tiré encima. Entregué la tarjeta con paciencia y me llevé a la boca un cigarro.

No lo hubiera encendido si el moreno de la playera verde no se hubiera ofrecido a hacerlo mientras me daba a firmar el comprobante.

No hubiera salido del café de no haber sido porque no estaba permitido fumar dentro.

No hubiera sentido ganas de matar de no haber sido porque al pasar por el baño escuché risas, susurros y gemidos ahogados del otro lado de la puerta.

No hubiera chiflado para llamar la atención de los predadores si no me hubiera dado cuenta de pronto de lo tonto que me sentía. Y tampoco hubiera abierto la puerta que daba a la escalera de caracol.

No hubiera, al final, abierto de improviso la puerta del baño si no hubiera presentido ese grito de guerra delicioso, Miren, emo y puto el cabrón, chíngenselos a los dos, con el que los adolescentes salieron tras Víctor y el muchachito, quienes se daban a la fuga torpemente por llevar los pantalones y los calzones en las rodillas.

No me hubiera, la verdad, sentido feliz de no haber sido porque Víctor se dio tiempo para mirarme con ojos de guadañas antes de desaparecer bajo la ola de mordidas depredadoras con las que los adolescentes lo abrazaban, haciéndole llover una granizada brutal de aullidos y patadas.

martes, 19 de febrero de 2008

El hombre y el gato

Para mi Ruiseñor:
la primera de las últimas veces.

El ruiseñor cantaba anunciando la caída de la tarde cuando el hombre finalmente abandonó la banca de la alameda central en la que había permanecido sentado por horas, reflexionando en las cosas más profundas. Ahora caminaba con cierto aire de renovación eléctrica por la banqueta, viendo sin pudor los ojos de los paseantes con los que se iba cruzando. Se detenía una fracción de segundo en cada mirada, la encontraba famélica y la pasaba de largo y así una detrás de la otra. Entonces, luego de haber dejado atrás la fuente de Venus conducida por su cortejo de céfiros, los ojos se le clavaron irremediablemente en los luceros vibrantes y llenos de vida de un gato negro y blanco que se lamía la pata sensualmente, recostado en la rama baja de un fresno. El gato negro y blanco a su vez le devolvía la mirada inquieta fingiendo al principio esa indiferencia típica en los de su especie, pero que después de un minuto no pudo sostener más. Ni el hombre ni el gato negro y blanco creían en el amor a primera vista, así que se acercaron el uno al otro con incredulidad y resignación, como el que se acerca a oler la rosa sabiendo que huele a rosa y no obstante se sorprende. Cuando el gato negro y blanco saltó a los brazos del hombre, supieron que ambos estaban completamente derrotados.

Más tarde, bajo el cobijo de la noche sin luna, ambos se entregaban rendidos al sueño, empapados en pétalos de caricias. El gato negro y blanco se arrellanó en el torso desnudo del hombre que pronto se quedó dormido. El felino tardó en dormirse, recorriendo con la mirada la habitación en penumbras de su amante hasta que finalmente dejó escapar un lindo suspiro de modorra feliz y cerró los ojos que eran como los faros de un automóvil sin frenos en la carretera nocturna.

Pasaron las horas de la noche y el aroma del rocío puso en alerta al gato negro y blanco. Por la ventana entreabierta se deslizaba intruso el canto de la alondra que anunciaba el advenimiento del alba. Se incorporó con mucho cuidado de no despertar al hombre, bajó de la cama y cruzó la pieza hasta la ventana por la que se escapó con agilidad furtiva. Cuando el hombre abrió los ojos, ahí estaban esperándole con devoción paciente los de su amante, igual de vibrantes y llenos de vida que la tarde anterior. El gato negro y blanco sonreía y en la sonrisa asomaba los agudos colmillos diminutos y entre estos yacía exánime el cuerpo ensangrentado de la alondra. El hombre echó al gato negro y blanco de su cuarto mezclando el horror con la tristeza. Con el aroma del felino humedeciéndole todavía los labios y las manos, el hombre recogió las plumas desperdigadas por la alfombra y las lanzó a volar en el viento de la mañana.

Esa misma tarde el hombre se sentó en la banca de la alameda central por horas a reflexionar en las cosas más profundas. No fue sino hasta que escuchó al ruiseñor cantar anunciando el ocaso, que comprendió que el gato negro y blanco había muerto a la alondra queriendo retrasar lo más posible la mañana y la disolución de los abrazos. Conmovido por el arrepentimiento corrió a buscar a su amante a la rama baja del fresno de ayer pero no lo encontró. Impulsado por un deseo oculto que no supo reprimir a tiempo, avanzó hasta la banqueta para buscar en el asfalto gris de la avenida el cuerpo hecho calcomanía de un gato atropellado. Un rumor infantil lo arrebató de aquello. A pocos pasos, jugando entre los leones de mármol del hemiciclo, una niña y un gato negro y blanco reían con las carcajadas de los enamorados.

viernes, 25 de enero de 2008

El día en que el mundo se termina

Hace un par de días recibí la llamada terrible, la misma que he recibido ya tres veces antes a lo largo de los años. Una sola frase muy anunciada: "mis exámenes dieron resultado positivo". Que estupidez de pandemia, que acertijo de letras, que laberinto de siglas: vih, sida, cd4, azt, ccr5. Eso no significa nada: eres un homosexual sin imaginación, no hay nada peor que un sodomita enfermo. Estoy harto de todo esto.

Me resisto. Esto de la epidemia de moda me pone de muy mal humor. Me niego a creer que estás infectado con el virus de la muerte. Vaya que ingenuidad, ¿qué ser humano no lo está? Me niego a creer que vas a tener una muerte horrenda de calenturas y diarrear y pústulas. Todas las muertes son horribles, todas las agonías son infernales, lo mismo las de los santos con estigmas que las de los maricones con sarcomas: toda carne, toda la mierda. Me niego a creer en los juicios públicos sobre el caso. Morir de cáncer de hígado, de choque hepático, atropellado por un camión de sopa o con una bala en medio de los ojos es igual de virtuoso o de vergonzoso. Todo lo demás es vanidad, es moral burguesa, es miedo a la compasión. Me niego a creer que tengas una garantía menos sobre la vida que el resto del mundo sólo por lo que dice muy serio un papelito en un sobre sellado y la cara larga de la mamarracha de la trabajadora social que te lo entrega. En fin, me resisto a profesarte lástima, piedad o cualquiera de esas estupideces sentimentales porque no estás enfermo o al menos no más de lo que puede estarlo cualquiera.

Así que ya basta de glóbulos rojos, blancos y de todos los colores, teorías, pastillas, términos médicos que no sirven para un carajo. La vida es la vida, así jodida como está y no hay nada que hacer al respecto ni para mejorarla, pero tampoco para empeorarla. Un día un adolescente coje con una puta en la juerga y de regreso a su casa su padre se confunde y se rasura con el mismo rastrillo y por la noche se tira a su mujer y luego ésta a su amante y al condón se le revienta una fibra microscópica abriendo un agujero por el que pasa el soplo helado del cuarto jinete del Apocalipsis y luego ¡zaz! por arte de magia todos están enfermos de lo mismo. Una enfermera inepta clava una aguja usada, magia; un dentista al que se le ha descompuesto el hornillo esterilizador, magia; una parturienta que no entiende nada, magia, magia, todo magia que no quiere decir nada.

Así que me cago en tu espíritu seropositivo lo mismo que en el santo padre. No hay tal enfermedad. Estás tan bien como la última vez que estuviste mal. La vida es demasiado bella, demasiado preciada, demasiado misteriosa para desperdiciarla en las pestes del siglo XX.

Hace dos días un ventarrón increible azotó la Ciudad de México, casi un huracán, un tornado, dijeron. Volaron todos los fusibles de mi casa y cuando explotó el transformador cercano el cielo se pintó de rojo y de fuego. Se fue la energía eléctrica por horas y yo tuve mucho tiempo enmedio de la noche infinita para pensar esto, mientras sacaba con cuidadito piezas del jenga con el que mi amor y yo jugábamos a la luz de las velas. La vida es demasiado hermosa para desperdiciarla muriendo de sida o quedándose sin luz el día en que el mundo se termina.

lunes, 7 de enero de 2008

¿Por qué existe el hombre?

EL PRÓXIMO viernes 18 de Enero estrenarémos en el Foro Antonio Lopez Mancera del Centro Nacional de las Artes (esquina de Rio Churubusco y Calzada de Tlalpan) la puesta en escena Woyzeck del autor del romanticismo alemán Georg Büchner bajo la dirección del maestro Antonio Algarra. Estaremos en temporada tres semanas, los miércoles, jueves y viernes a las ocho de la noche, los sábados a las siete de la noche y los domingos a las seis de la tarde. La entrada es libre y el cupo limitado. Espero que los que vivan en la Ciudad de México vayan a verla y la recomienden.

Y para los que no estén cerca de la ciudad de los humos, les dejo esta joyita del libreto de la ópera de Alban María Johannes Berg basada en el mismo texto dramático, nomás pa' que se den una idea de la chulada:

"Mi alma, mi alma apesta a aguardiente. Un caminante se apoya en el torrente del tiempo o se encomienda a la Sabiduría Divina y se pregunta: ¿por qué existe el hombre? ¿por qué existe el hombre? Pero en verdad, queridos oyentes, en verdad os digo: ¡Todo está bien! Pues ¿de qué vivirían el campesino, el tonelero, el alfarero y el médico si Dios no hubiese creado al hombre? ¿De qué viviría el sastre si Él no le hubiese inculcado al hombre el sentido del pudor? ¿De qué vivirían el tabernero si Él no le hubiese dotado de los deseos de emborracharse? ¿De qué el soldado si Él no le hubiese imbuido la necesidad de matar a otros? Por ello, queridísimos hermanos, no dudéis; todo está muy bien así, todo es bello y agradable... pero todo lo terrenal es vanidad, hasta el dinero por podirse. Mi alma, mi alma apesta a aguardiente..."

jueves, 20 de diciembre de 2007

Pareja de Años

Para Miguel Ángel,
en nuestro segundo aniversario.


“Y si yo me olvido de ti, Señor mío; tú nunca te olvides de mí”.
Oración de Gandhi.

APENAS me enteré cómo fue que llegaste para quedarte. Lo único que sé es que un día me arrebataste un beso casi sin que me diera cuenta. Todo lo demás, todo lo que siguió, todo lo que falta, es la historia que contamos diariamente al despertar abrazados cuando se alza el día y al dormir con los labios arrebolados uno contra el otro cuando se muere la tarde: el cuento empecinado y orgulloso de una pareja de años que no sabe cuándo o porqué llegó a amarse tanto, pese a todo y todos, en este lugar, en esta hora.

El caso es que estás dentro de mí, debajo de mí, sobre mí, y en todos lados. Llegado el momento, casi no sé qué escribir (increíble cosa, ¿no?) pero al hablar de ti los discursos se me acaban, todo el lenguaje se me deshace en las manos para volverse besos y sonrisas y las letras se me transforman en caricias y risas debajo de las sábanas. Las letras se hacen nuevas cuando tus negros capulines me miran y me atraviesan como la espada de fuego de un ángel vengador.

Nada de esto puedo escribirlo sobre el papel porque resulta que el único cuaderno suficientemente basto para esas palabras nuevas que germinan bajo el golpe de tu planta contra la tierra que pisas es tu piel desnuda, sobre la que escribo como el que escribe sobre la arena caliente, dorada, llena de misterios mutantes a merced de los caprichos del aire. Y en tu cuerpo trazo con los labios, con la lengua, con las manos, con los dientes, con las uñas todas las oraciones que me sé, antes que las borre el viento de la tarde:

Espejo de justicia cuando brilla el agua que rueda por tus piernas mientras se filtra la luz de la mañana por el cristal verde y azul de la ventana de la regadera. Trono de la sabiduría cuando me sonríes de improvisto sin revelarme el motivo y me dices bajito “mi héroe” y a mí se me derriten los pedacitos que me quedan de alma. Causa de nuestra alegría cuando cocinas la cena en un sartén despostillado y llenas las noches de mi alma con tu comida y tus nervios, tus prisas, tus charlas vibrantes, febriles, enloquecidas.

Vaso espiritual, tu boca; vaso digno de honor, tu aliento; vaso de insigne devoción, tu sexo. Rosa mística, tu beso; torre de David, tu cuerpo; torre de marfil, mil recuerdos. Casa de oro, tu pecho; arca de la alianza, tus dedos; puerta del cielo, suspiros, gemidos, jadeos.

Tú eres la estrella de la mañana cuando el despertador suena y la madrugada se cubre de sombras y de rocío; tú eres la salud de los enfermos golpes de las manecillas del reloj en mi pensamiento inquieto, tac tac tac tac; tú eres el refugio de los pecadores porque tus muslos son las columnas de un templo secreto y la ropa que va volando son enigmas que la esfinge va olvidando. Y ese puño rojo que oigo latir dentro tuyo como lengua de fuego, templo consagrado al dios de los pequeños y los humildes, obra maestra del amor del alfarero por su fragua, santuario, tabernáculo, horno ardiente.

A ti se somete mi corazón por completo y se rinde totalmente al contemplarte. Nada es más verdadero que estas palabras. ¡Oh, mi buen amor, óyeme! Dentro de tus brazos escóndeme y no permitas que me separe de ti. Del enemigo malo defiéndeme y en la última hora llámame y mándame ir a ti para que con los alfileres de tu ternura me quede prendido de tu nombre bendito por los siglos de los siglos de los siglos y si yo me olvido de ti, señor mío, tú nunca te olvides de mí.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Fragmentos dispersos de un viejo diario (2)

Septiembre de 2006: Ayer que te ví tan enferma y tan inútil y tan dependiente de nuestra buena voluntad para darte de comer, cambiarte el pañal o limpiarte la baba de la boca para no dejar que te ahogues, debo confesar que me dio risa. Todos te lo esconden, pero yo voy a decírtelo: te estás muriendo, al fin te estás muriendo.

Tú, la que se levantaba diario a las cinco de la mañana para barrer las hojas que el rocío del alba había desperdigado en tu inmaculado jardín de jacarandas en verano y de nochebuenas en invierno; tú, la que con igual violencia azotabas con tu varita de fresno al perro o a los niños cuando no comíamos lo que nos servías; tú, la que no-sé-por-qué perversidades escondías gustosa los regalos de navidad bajo el árbol y no nos los dejabas abrir hasta después de cenar ya bien entrada la noche; tú, la madre de las amarguras, te estás muriendo.

Tú, la de la ronca voz de mando, la de los manazos contra mis palmas, la del aliento de humo de cigarro, la déspota de la limpieza y el sempiterno olor a pino, la enfermera que toda rodilla o codo raspado sanaba con el ardor del jugo de limón agrio, la del paliacate deslavado en la cabeza, la de los pantalones grises de mezclilla; tú, la gran dictadora, te estás muriendo.

Ya no eres nada. Y la gente cuyos destinos coronoaste de cardos durante años y años está siendo muy noble contigo. En honor a la justicia, deberíamos dejarte abandonada en un sillón del sótano de la casa grande y no volver por tí hasta que no seas más que huesos blanqueados y moscas gordas. Sí, vieja bruja con escoba de varas, te estás muriendo.

Mi madre que tuvo que vestirse de novia sola porque tú no quisiste acompañarla el día de su boda, es hoy quien te lleva al baño y te limpia el coño viejo para no dejar que se te inunde de infecciones. Mi padre a quien tú envenenaste con los ojos desde antes de conocerlo es hoy quien empuja tu silla de ruedas al jardín mientras lucha consigo mismo para no dejarte rodar hasta la alberca. Mis hermanos que siempre fueron para tí menos importantes que los corucos de los canarios que crías son los que te llevan la comida a la boca porque ya no eres capaz ni de sostener una de tus preciadas cuicharitas de plata que nunca nos dejabas tocar. Yo, que no sé porqué no conservas ninguna fotografía mía en tus portarretratos, me siento a escuchar tus maldiciones a regañadientes, tus balbuceos seniles, tus recuerdos de mierda mientras pienso lo feliz que haría a todo el mundo si decididamente te inyectara una jeriga llena de aire por la vena. Y mi pobre abuelo que cometió un único error en su vida al sacarte a bailar ese tarde de abril de 1942, al que heriste lentamente hasta la fatalidad durante sesenta años con la tizana de tu frigidez, ya no duerme por la angustia de ver que te mueres sin morirte en la cama de al lado. Gozas el haber acabado con él y con todos nosotros, lo sé.

Pero todo eso ya no importa, porque tarde o temprano, por más que te resistas, por más que te propongas hacer nuestras vidas insufribles hasta el último momento, morirás. Al final, aunque no quieras, estarás muerta. Un día amanecerás tiesa y fría. Y cuando ese día finalmente llegue, casi sin decir palabras mandaremos por el médico forense y luego por los agentes de la funeraria. Esa misma noche nos vestiremos de luto y te velaremos muy calladitos al tiempo que nos beberemos un café caliente casi sin mirarte. A la mañana siguiente te incinerarán y las cenizas que queden de tí serán guardadas en una urna dorada y se dirá una misa por el descanso de tu alma, si es que dentro del cuerpo tenías tal cosa.

¿Y después? Después no volveremos a hablar nunca más de tí. Nadie te pensará luego de ese día y poco a poco tu voz y tu rostro y tu nombre se irán borrando de nuestros recuerdos. Continuaremos nuestra vida como si nunca hubieses existido. Te olvidaremos.

Te olvidaremos.

Te olvidaremos.

¿Le tienes miedo a la muerte? No llores, vieja ridícula.