viernes, 25 de septiembre de 2009

La naturaleza de los gatos

Maúllan un gato y otro gato envueltos de madrugada,
van a tientas, ciegos, buscando hacer el amor.

La lluvia fina lava, en tanto, la sangre de las calles
y los arrullos de las metrallas duermen a los niños:
Suspiran las madres: “no se confundan, niños,
no es la paz, sino sólo el silencio”.

La ciudad, de noche, es un callejón de gatos pardos,
y en ella uno y otro juegan a perderse y encontrarse
hasta que al girar una esquina, un gato y otro gato
se topan de frente, ronroneándose, deseándose.

Natura los obligará a amarse como aman los animales.
Un gato entrará en el otro y dejará en su fondo
espejitos de plata bruñida robados a la luna dormida,
y se despedirán con el sol, por supuesto, sin esperanzas,

sin mañana,

pues ésta es la naturaleza de los gatos

y por eso sólo un gato,
puede entender

a otro gato.

sábado, 1 de agosto de 2009

El emancipador poder de la pizza


Para los italianos asistir a la pizzería es el punto culminante de una tradicional comilona. Y es que comer resulta, quizá, lo que mejor se puede hacer en Italia. Los amigos universitarios son especialistas en ofrecer a los estudiantes extranjeros, para presumir de su cultura gastronómica, vastas mesas que empiezan con pan, queso parmesano y jamón serrano; que llegan a su apogeo con una pasta putanesca, por ejemplo, y sendas garrafas de vino tinto; y que se desenlazan en un gran finalle de café expreso, una rebanada de pastel tiramisú y, dependiendo de la capacidad alcohólica de cada comensal, uno o dos o tres vasitos de grappa como digestivo.

Si los anfitriones son buenos, para ese punto uno debe estar con la comida hasta hasta la garganta y felizmente medio borracho. En general los italianos son buenos conversadores y sus charlas, llenas de risotadas y sonoros mamamías le conducen a uno, si todo ha salido a pedir de boca, a un estado de campechana modorra. En este punto de satisfacción total cercana al éxtasis, es que alguno se excede y propone como si quisiera involucrar a los demás en un pecado morboso: “Facciamo la pizza insieme?”

La pizza, por tanto, tiene una naturaleza de travesura. Como niños que van al sótano sin permiso, se escabullen los convidados a la mesa italiana por las callejuelas de sus ciudades hasta il ristorante y se atarragan al punto de la indigestión de esa pasta crujiente que rebosa queso gratinado sobre una cama de salsa de tomate especiada. Invariablemente la pizza combina el aroma de su albahaca con el de la pequeña diablura, la moza trasgresión.

Y del mismo modo en que Marco Polo, según cuentan, llevó los espaguetis de la China a la península itálica durante el renacimiento, en épocas más recientes, los italianos que perseguían el american dream llevaron el arte de la pizza a Norteamérica: la pasta, según parece, gusta de peregrinar. Así como la emigrante cosa nostra se americanizó definitivamente con Marlon Brando haciendo The Godfather, la pizza obtuvo su ID estadounidense en las oficinas de franquicias que hoy conocemos, esto es, Domino’s, Benedetti’s, Pizza Hut, por mencionar sólo las más populares. La pizza original que no contiene demasiado ingredientes, se hizo pastiche y pasó de ser de únicamente queso, a queso con salami, luego a una colección de carnes frías y así progresivamente hasta que, gracias a su adaptabilidad respecto de los gustos locales, en estas tierras y en los tiempos que corren, se hacen pizzas de cochinita pibil o de carne al pastor. Por cierto, no es endémica de Hawaii la pizza hawaiana, sino de Chicago. La cosa es que los gringos pensaron que la piña era un ingrediente suficientemente exótico como para bailar el hula con ella.

Como sea, el monstruo de la globalización se encargó de universalizar esta versión fast food de la pizza. Las Tortugas Ninjas, los personajes de esa caricatura noventera que mis estudiantes de preparatoria no conocen ni por error, simplemente no podían vivir sin devorarla constantemente y muchos de nosotros, tampoco. Hay algo interesante en esto. Nuestra posmodernidad tiene uno de sus ejes en la cultura de lo light que al mismo tiempo sostiene dos acepciones que en el caso de la pizza son contradictorias, a saber, lo sencillo y también lo dietético. Pedir una pizza a domicilio por teléfono resulta muy sencillo, pero sin lugar a dudas muy malo si uno hizo el propósito de año nuevo de reducir la cantidad de carbohidratos que se mete por la boca. De esta contraposición emerge, de nuevo, el emancipador poder de la pizza. Me explico enseguida.

Para un mundo en el que la delgadez es un valor supremo, decir “¿pedimos una pizza?” es una incitación al mal. Del mismo modo, de vez en cuando, las amas de casa, hartas de hervir frijoles en la cocina, deciden no hacer de comer y hacen de la pizza un estandarte de su fugaz rebeldía. Las parejas enamoradas creen que es de lo más romántico echar la hueva en un sillón, ver una película en la televisión y comer una pizza y no hay mejor complemento para un juego de futbol que pizza y cerveza. Una fiesta infantil es mucho más nice si en lugar de servir las proletarias hojaldras con mole que hizo la abuelita, se mandan a pedir unas sofisticadas mega pizzas de un metro cuadrado y no hay mejor desvelada de compañeros resolviendo una tarea de licenciatura que la que se hace bajo el cobijo goloso de la pizza y mucho café bien cargado.

Como sea, la pizza, combinando sus dos cualidades, la de trasgresión a la prohibición calórica y la del mínimo esfuerzo de preparación, conserva lo que venimos diciendo desde el principio: su espíritu de desorden gozoso. ¡Y también de derroche! Una pizza, por barata, cuesta unos buenos doscientos pesos que, para muchos mexicanos –me incluyo-, gastarlos en la frivolidad de la comida rápida, es motivo de razonables dudas. Además, la pizza convoca al compañerismo y la solidaridad. Entre mis vecinos, por decir algo, resulta espantosamente ofensivo que uno pida una pizza y no le comparta a los otros. La represalia más común es hacerle la ley del hielo al envidioso por semanas enteras.

La pizza es, así pues, el alimento preferido de muchos. No sólo por sabrosa, sino porque, dados los contextos en los que se materializa, la pizza se hace presente en los momentos más felices que guarda la memoria. Un amigo de la infancia -lo comento a guisa de botón de muestra- recuerda que su madre soltera, obligada a trabajar dos turnos, no tenía tiempo de preparar la comida. Entonces hizo un trato con la pizzería para que diariamente llevaran al chico una pizza de diferentes ingredientes cada vez, procurando alternar el pollo con los mariscos y la carne roja además de adicionar cada una con una ración doble de vegetales. A pesar de las buenas intenciones, la verdad es que la costumbre de hacer de la pizza el alimento básico de mi amigo no era muy sana. Tan no lo era que hoy en día ahorra para su liposucción. Pero lo cierto es que esas pizzas, por bizarro que parezca, representaban el sólido vínculo que unía a madre e hijo ante la adversidad del abandono paterno. En este caso la pizza no sólo emancipa, sino que libera de la soledad y el miedo, aunque suene ridículo decirlo.

Habría más en qué abundar, como la diferencia entre la pizza común y corriente que comemos los mortales y la gourmet que se hace al horno y con queso de cabra, porque, como dice el refrán, hasta entre los perros hay razas, pero por ahora con lo dicho hasta aquí es suficiente. Lo importante es, en todo caso, que ha quedado claro que la pizza es un componente materialmente importante de nuestras viditas urbanas y de mid-class, y a pesar de su cursilería melodramática, de vez en cuando, comer una pizza hace bien al corazón. Personalmente lo he descubierto recientemente cuando mi amor, a medio remolino de pasión, se detuvo en seco a mirar el reloj y viendo que aún era hora, me preguntó seductoramente con su cara pilluela y en voz baja como para que nadie lo oyera: "¿pedimos una pizza?". No hay manera de no ser feliz con una propuesta así de indecorosa.

Hoy por la mañana, aún impulsado por el alma desobediente, en lugar de recoger el ajonjolí regado sobre las sábanas, escribí este post para celebrar, además, que anoche luego de la pizza me arrodillé como un caballero y le pedí a mi novio que se casara conmigo. Aceptó, siempre y cuando jurara muchas más noches de pizzas risueñas.

viernes, 3 de julio de 2009

Factura

luego del llanto largo,
casi histérico,
arrojado en ese diván terroso,
tuvo un destello de lucidez:

el corazón está hecho
para romperse.

hizo las maletas,
cerró tras de sí la puerta,
se despidió de todos
y se largó.

y en la playa tantas arenas
como risas de muchachos
que se enamoran de muchachos,
todo ojos y todo vergas:

el corazón está hecho
del musgo sobre las piedras.

noche de silencio,
sólo el entrar y salir
de la ola espumosa
y los jadeos serpentinos.

Oh, mar, pensó,
Dame tu cólera tremenda.
sin citas a Storni, pensó mejor,
es un cliché:

el corazón está hecho,
para correr al abrazo del océano.

cierto que es poco original,
pero si él llama,
ojala alguien le diga
que no insista:

el corazón está hecho
de latidos que devora,
con filudos dientes,
el rish rush del mar.

ilusión estúpida,
nadie va a llamar.

no importa:

el corazón está hecho
para esperar.

sábado, 6 de junio de 2009

Puto viejo

para el cachorro Vincetcran, inspirado en J. P. Villa

Yo soy el puto viejo, ya lo ves, aún en pie de guerra, trigueñito, y muy debajo de la ropa pienso, Ojala me invitaras un trago, pero me acuerdo y lloro en el ovillo que es mi alma triste: es esperanza vana.

Te miro venir, tranquilo como la luz de la mañana, me acerqué hasta el pie de la ventana de tus ojos, como un romeo patético, carente de sonetos para trepar hasta el balcón de tu sonrisa.

No dijiste nada porque eres bueno, pero yo soy el puto viejo, lo se aún en pie de guerra, lo se en el centro del ovillo de mi alma triste: es esperanza vana.

Quisiera ser quien fui, otra vez un lobo joven, para estarte mirando con hambre y sin vergüenza, pero, trigueñito, me acuerdo y lloro, ¿quién tiene la culpa? Tú que no me viste como te veo yo.

Y en pie de guerra, trigueñito, se ovilla mi alma triste y de tanto estarte mirando, te miro como aquello que algún día fui.

jueves, 26 de marzo de 2009

El valor de la pena



i.

Esta es la historia de un capitán y un marinero que tras mucho ir y venir de una oficina a otra, luego de muchos documentos, sellos y firmas, después de haberle tenido que ver la cara de palo a esos burócratas grises que siempre están detrás de las ventanillas, consiguieron que el gobierno les diera un barco para hacerse a la mar. No era un barco especialmente notable. Apenas un barquito de un mástil y una vela, descascarado, medio destartalado y bastante mal abastecido. Pero era suyo y lo amaron desde que lo vieron la primera vez, atado al muelle, en un rincón miserable, lejos de todos los demás barcos.

Hicieron revista inmediatamente, aquí unos metros de soga, allá un barril a medio llenar de pólvora no sabemos con qué utilidad, acá los camarotes, etcétera. Esa misma noche la pasaron dentro del barco, bajo cubierta, sentados en la mesita de la cocina, alumbrados por una lamparita de aceite que colgaba del techo. Revisaron la lista de lo que había en existencia a bordo y estimaron lo que habría de hacerles falta en el futuro, contaron las monedas que entre ambos traían en los bolsillos y decidieron que había que hacer algunas compras: queso, pan, agua, tal vez un poco de vino por si llegaba la ocasión de festejar algo, el descubrimiento de una isla virgen, quizá.

A la mañana siguiente, apenas había salido el sol, el marinero se fue al mercado a hacer los mandados mientras el capitán se quedó a revisar que el timón estuviera muy bien aceitado para que pudiera, llegado el momento en que la preservación de la vida quedase comprometida, dar justamente, un golpe de timón y cambiar el rumbo de súbito, no vaya a ser que un iceberg terrible, un banco de niebla espesísimo o un espantoso monstruo marino se cruzase en el camino. Antes del medio día estuvo todo listo, todo era salirse del pecho el corazón.

Llegado el momento el capitán y el marinero se reunieron en la proa. Hicieron una oración en silencio. Cuando hubo pasado suficiente tiempo para que uno y otro hablaran a Dios, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada y las manos unidas, el capitán tomó su silbato y dio un largo pitido, era hora de partir. Se soltaron las cuerdas y el capitán hubiera querido decir en ese tono autoritario y orgulloso “¡eleven las anclas!”, pero esta pobre embarcación no tenía anclas, ni siquiera una, así que no hubo más remedio que quedarse con las ganas. Zarparon.

ii.

Como siempre pasa con las cosas nuevas, al principio para el barco eran todas las atenciones y los cuidados, arreglar la pintura pelada, hacerla de carpintero para arreglar los tablones, remendar los descosidos de la vela. También doblaban los turnos entre el capitán y el marinero para lavar los trastes, hacer a comida y trapear las bodegas. Así lo hacían, sin sentir que uno ponía más esfuerzo que el otro. Casi se había dejado de distinguir las diferencias jerárquicas entre uno y otro. Ya lo dice el refrán, el trabajo hace en todo a los hombres iguales. De cuando en cuando uno se tomaba confianzas con el otro y, a fuerza de convivir, fueron tolerándose los pedos nocturnos y otras linduras propias de la cotidianidad.

El marinero era bastante distraído y seguido olvidaba hacer un quehacer, por ejemplo, lavar el piso de la canasta del vigía en el mástil, por dedicarse con sumo cuidado a cocer bien, casi uno a uno, los ñoquis para la cena. Entonces el capitán, luego de haber analizado toda la tarde los mapas trazando las rutas del viaje, subía a cubierta y encontraba todo lleno de salitre y moho. Entonces montaba en cólera: “¡Ya te había dicho que limpiaras esto, carajo! ¿Es que eres estúpido o estás sordo? “

Enojarse así con la única persona en muchos kilómetros alrededor tiene consecuencias fatales. Se queda uno sin tener con quién hablar de pronto y ese silencio es tan nocivo que uno se siente morir en cuerpo, y lo que es peor, en alma. Nunca hemos muerto, claro, si no, no escribiríamos, no leeríamos tampoco porque a los muertos se les pudren los ojos, se los comen los gusanos, se les hacen polvo que va al polvo y así, privados del sentido de la vista, cómo van a poder gozar del soberano deleite de las letras. Porque no estamos muertos es que, precisamente, no sabemos lo que duele morir, aunque suponemos que la agonía debe ser, ya sea más o menos prolongada, sufrible en términos de mortificación física. Esto creemos por las muecas de dolor que les hemos visto en el rostro a los que se nos han muerto, nuestros padres o nuestros abuelos, hijos quizá. Cuánto más ha de doler, pues, la muerte del alma inmortal. Es paradójico, sí, ¿y qué de lo humano no lo es? Resulta igualmente contradictorio odiar a lo que se ama y sentir ambas cosas a la vez. Así le pasaba al marinero cuando el capitán se enfurecía con él: “¡Maldito seas barco, malditas tus exigencias, no puedo hacer todo aquí!” A veces sentía culpa por maldecir al barco y en voz muy baja y con mucho sentimiento le pedía perdón.

Con el tiempo el capitán vio que el marinero, entre su incompetencia que era cierta y que también había algo de realidad en el hecho de que había mucho trabajo, se compadeció de su pobre subordinado y se decidió a ayudarle a ciertas tareas. Por supuesto, jamás se rebajó a tallar los pisos o vaciar tres veces al día el contenido de las bacinicas, pero hacía lo que podía para aligerarle la carga al marinero.

Así fueron pasando los días, los meses, los años, parando de puerto en puerto para recargar provisiones, apenas unas horas y luego de regreso al océano, tan ancho, tan largo y tan profundo como sólo él puede ser. Durante todo ese tiempo el capitán y el marinero tuvieron oportunidad de conocerse, de respetarse, de quererse y hasta de defenderse el uno al otro cuando amenazaba la tempestad, el sol inclemente o el caprichoso soplar del viento. Se fueron habituando a discutir a veces por las mismas causas y sabiendo que tarde o temprano la cosa se resolvería, no se dieron cuenta que un oscuro cansancio, un perturbador hastío de su modo de vida, les fue invadiendo. Ese dolor, pequeño, agudo, constante, se instaló en el corazón de ambos silenciosamente, como una estrella que se hunde en la helada penumbra abisal del Atlántico, si es que cabe en imaginación alguna una fantasía así de descabellada.

iii.

Ocurrió, pues, que un día, bordeando alguna costa, un pajarito, o para ser concretos un ruiseñor, vino a pararse en la popa del barco. El marino estaba sentado por allí fumándose un cigarrillo y lo vio y le hizo gracia el atrevimiento de un ave que no es, por definición, demasiado afecta a los puertos ni a la brizna salada. Más sorpresa hubo cuando el ruiseñor comenzó a cantar, ahí paradito, muy quitado de le pena, sin que le intimidasen el rish rush de las olas y el consecuente vaivén de la embarcación. El ruiseñor, como el cuervo de Poe, se quedó ahí todo el día y luego todos los días, sólo que, a diferencia de aquel, sin hablar cosas tenebrosas. Si en su canto, en la lengua de las aves, decía “nunca más”, no lo sabremos.
El marinero primero se compadeció de él y le ofreció en su puño algunas semillas de hinojo que encontró en la despensa del barco, entre los frascos de las especias. Luego, viendo la constancia incólume del animal, juzgó que sería bueno que tuviera una jaulita donde guarecerse de alguna eventual lluvia o el arreciar del frío riguroso. Mercó una de buen tamaño a cambio de pescado que habían sacado de las aguas bajas el otro día y se la ofreció al ave que de buena gana, fue allí a meterse.

No nos demoraremos mucho en detalles que en realidad, son folclore y no importan demasiado. El caso, como sea, es que llegó otro ruiseñor y luego uno más, alguno era hembra y algún otro u otros la fecundaron, empolló y hubo polluelos y luego más y más ruiseñores cantantes a todas horas para los que hubo que conseguir nuevas jaulas hasta el punto en que media cubierta del barco estaba llena de ruiseñores en sus jaulas de todos los estilos, proporciones y colores. Estaban algunas colgando del mástil, aseguradas por algún aparejo. Otras simplemente yacían en el piso e incluso hubo las que se quedaron sin querer en la barandilla del barco largo rato sin resbalar, por suerte.

Al capitán, que cuando empezó el asunto le había hecho alguna gracia, ahora no le daba ninguna ver el hacinamiento de alas y picos y patas por todos lados. Sobretodo detestaba que el marinero perdiera tanto tiempo en limpiar las jaulas de cagadas, en distribuir el alpiste, en amarrar con un cordelito la ración diaria de vaina para cada jaula, acá los machos, allá las hembras, en esta otra los polluelos y quién sabe dónde más las que están echadas. El capitán le molestaba que, con las narices metidas casi todo el día en sus ruiseñores, el marinero le dedicara tan poco a atender las cosas del barco. También, hay que admitirlo, lamentaba pasar menos tiempo con su amigo, pero no se lo decía, a cambio de ello los reclamos se fueron haciendo cada vez más y más grandes: “¿Es que nunca te vas a ocupar de esto, haragán?, ¿no te das cuenta, idiota, que llevas días sin hacer aquello?, ¿grandísimo imbécil no te fijas que ya te tardaste un siglo verdaderamente en arreglar lo de más allá?”

Y fue así que ese oscuro cansancio, ese perturbador hastío de su modo de vida que les fue invadiendo desde hace quién sabe cuánto, ese dolor pequeño, agudo y constante que se instaló en el corazón de ambos silenciosamente fue expandiéndose como un cáncer de rencor a todo el cuerpo, a la mente y al alma, como una estrella que estalla desde el fondo de la helada penumbra abisal del Atlántico, si es que cabe en imaginación alguna una fantasía así de descabellada.

iv.

Una noche la tormenta los sorprendió en aguas profundas. No llovía, sino que diluviaba, se caía el cielo, se venía abajo en chorros de agua disparados a alta presión desde las nubes negras y atronadoras:

- ¿Por qué no está arreada la vela?- preguntó muy severo el capitán, casi a los gritos cuando se dio cuenta de que la embarcación estaba en peligro.

- ¡No sé, capitán! ¡Ayúdeme a arrearla que yo solo no puedo!- replicó el marinero.

- ¡Sea, pero deprisa que nos empapamos!- ordenó el capitán.

- ¡Capitán, tire más de su lado que con el agua no corre el nudo!

- ¡No te escucho, muchacho, háblame más alto!- volvió a aullar el capitán llevándose una mano a la oreja en el ademán del que no oye.

- ¡Que tire de su lado!

-¡Qué!

En esto ambos estaban cuando, como si se tratase de una inverosimilitud más de cualquier película de acción norteamericana, un rayo centelleante golpeó el mástil y prendió fuego a la vela. Dicen los viejos lobos de mar que a cada embarcación, desde el día en que es bautizada, la siguen dos ángeles, uno bueno que propicia que el buen viaje y la alegría de la tripulación, y otro que procura tribulaciones y motines a bordo. El cuento termina en que ambos ángeles batallan hasta que uno de los gana. Si hacemos profilácticamente un marcador, el tablero hasta ahora debería marcar empate en la pelea de los ángeles de este barco, pero cuando las llamas alcanzaron aquel olvidado barril medio lleno de pólvora, podríamos decir que por un tanto, apenas uno pero definitivo, ganó la pelea el ángel siniestro. Tal vez sería mejor, según nuestras convenciones culturales cristianas, llamarle demonio, pero la historia dice que son ángeles y así se queda. Qué remedio.

- ¡A babor, a babor, a la barca salvavidas!- gritó el capitán cuando vio que el fuego no cedía ante la lluvia.

- ¡Capitán, la salvavidas arde desde hace rato!- contestó desde el timón el marinero.

- ¡Salva las cartografías!- gritó el otro mientras bajaba precipitadamente la escalerilla hacia su camarote.

- ¿Y quién salva a los ruiseñores, capitán?- preguntó el marinero.

- ¡Que se jodan!

- ¡Entonces jódase usted también, bestia!- gritó el marinero mientras abría frenéticamente las jaulas y echaba a volar a las aves, sin embargo empapadas como estaban las plumas, ningún ala remontaba el aire y se fueron ahogando los pájaros, unos en la cubierta, otros en el agua agitadísima.

- ¡Hombre al agua!- gritó el capitán al tiempo que corría a estribor con un portaplanos de latón bajo el brazo, pero no se lanzó, no pudo, no sin su marinero. -¡Ven acá, hombre, salta conmigo, salvémonos por amor del Cielo!

- ¡Si es el cielo el que nos tiene bajo ataque capitán!

- ¡Al agua, al agua!- insistió a gritos el capitán y haciendo grandes ademanes y aspavientos.

- ¡Al agua a morir junto con los ruiseñores! Ay, pajaritos, ya no tienen jaula de fierro, sino de mar. ¡El capitán se hunde con el barco, capitán!

- ¡Te hago capitán de este barco, entonces! ¡Puedes quedarte aquí se quieres a ahogarte junto con tus malditos pájaros!- sentenció el capitán, pero por segunda vez no se fue, no pudo, no sin su marinero.

A lo lejos el barco que arde bajo la tormenta parece una barca fúnebre de las que se echan a navegar por el Ganges. Los hindús ponen ahí a sus muertos, rodeados de flores y perfumes. Botan la barquita y, de alguna manera, una vez que se ha alejado lo suficiente de la orilla, se le prende fuego. Así se incinera al difunto. Este procedimiento puede estar a cargo de un arquero que lance una saeta encendida hasta la barquita previamente empapada de diesel o algún otro combustible. Finalmente la barquita se va con su muerto hasta el lecho cenagoso del río. Allí los peces terminan con todo lo que no haya sido hasta entonces reducido a humo o ceniza.

De similar modo, aunque no en el mismo contexto, nuestro barco envuelto en llamas desaparece ahora en el mar, como un sol que se esconde dentro de una negrura anegada, empapada, calada de agua salada.

v.

Si el capitán salvó al marinero, si fue viceversa o se salvaron porque así lo quiso la casualidad, no tenemos idea. Mientras esas cosas pasaban, nosotros estábamos dos párrafos arriba, perdiendo el tiempo en figuras poéticas y discursos inservibles. El caso es que, a la mañana siguiente, el mar vomitó sobre una playa sucia a ambos, capitán y marinero, cada uno aferrado a un madero astillado, despojos, hombres y tablones, del barco amado.

Los despertaron los gritos de los peones y cargadores, los ruidos propios de las faenas portuarias, el ir y venir de las gaviotas.

- Se acabó- dijo el marinero cuando cayó en la cuenta de lo que había pasado.

- Se acabó- repitió el capitán con melancolía- fue un placer, marino.

- Lo mismo digo, capitán.

Cada uno se fue andando por su lado. Seis meses anduvieron por su cuenta, trabajando donde podían, comiendo y bebiendo cuando tenían. El incidente del incendio fue quedándose atrás, en un recuerdo pavoroso pero grisáceo, como la memoria perdida de un mal sueño. En cambio, ambos se acordaban de vez en cuando con mucha lucidez de los mejores momentos en altamar. Así es la mente de selectiva, prefiere lo bueno a lo mano: la muy comodina elige lo cómodo y rehúye lo doloroso. Por eso dice el dicho que el hombre es el único animal que se tropieza dos veces con la misma piedra. Cuántos tropezones y caídas literales y metafóricas no se hubieran ahorrado si los raspones no sanaran tan pronto y si los chichones no cedieran ante la campechana caricia del árnica del olvido.

El marinero entró a pajarero, dada la experiencia que había acumulado en altamar y anduvo comerciando con azulejos y cardenales entre las mujeres del puerto. También se hizo de codornices y vendió sus huevos para que desayunaran los hombres. Así lo iba pasando, no mejor de lo que lo pasaba en el barco, pero tampoco peor. El capitán, por lo que dicen, dejó de parecer persona que alguna vez tuvo autoridad naval. Se dio a las tabernas y gastaba lo poco que ganaba, cargando y descargando bultos pesados, de calavera en las parrandas que corría casi noche a noche con otros hombres de mar a los que también el ajenjo les había dado vuelta la cabeza.

vi.

Y como más o menos dice dice la canción, una mañana vulgar como cualquier otra, al capitán le amaneció tumbado boca abajo en la misma playa en la que un semestre antes naufragó. Le dolía la cabeza y estaba vomitado en la camisa. La luz del sol le lastimaba, así que bajó la vista para escapar de sus rayos. Fue entonces que reconoció el trozo de madera sobre el que flotó después de la tormenta. Seguía ahí tal cual lo había abandonado. A su lado, el del marinero en idénticas condiciones. Abrió los ojos con estupefacción y fue descubriendo dispersos sobre la arena pedazos grandes y pequeños del que alguna vez fue su barco. Los reconocía perfectamente, independientemente de que mostraran o no negruras que evidenciaban el incendio. Incluso divisó, allá por los peñascos, un pedazo del casco que había encallado. Las corrientes marítimas, o las sirenas, o las ondinas, o el dios de los mares, o el de los vientos, o el de los ejércitos o todos juntos quisieron depositar ahí todo lo que auqella noche había zozobrado.

Al caer la tarde, el pajarero antes marinero, pasó por ahí con sus jaulas a cuestas, luego de haber vendido un par de palomas mensajeras a dos enamorados. Reconoció al capitán a pesar de la ropa sucia y la barba crecida. No pudo creer lo que veían sus ojos, ¡el capitán estaba reconstruyendo pedazo a pedazo el barco! Claro, no se veía ni siquiera parecido al original. Un hombre en un día no puede hacer el trabajo que hace un astillero en meses y menos con material de desperdicio.

- ¡Hola, capitán!- llamó el pajarero antes marinero desde el muelle- ¿Qué hace?

- ¿Qué parece que hago, bobo?- respondió el capitán jubiloso y cansado.

- ¡Parece que hace un barco, capitán!

- ¡Vaya poder de deducción, marinero!

- ¡Ya no soy marinero!

La verdad es que eso último hirió al capitán, pero no supo por qué. Sin embargo, algo dentro de sí se iluminó, como una pequeña luna plateada y brillante que asoma desde el fondo de un estanque. Suponemos, dicho sea de paso, que esa sensación sutil pero consistente es la que desea el sacerdote que sus fieles sientan cuando dice desde el altar eso de “levantemos el corazón”.

- Capitán- volvió a llamar el pajarero antes marinero-, ¿cree que puede volverse a la mar con ello?

- A la mar no sé, a lo mejor a las aguas poco profundas sí. Si volverá a ser un barco no sé, a lo mejor una lanchita sí.
Es entonces que el capitán debería decir “pero me hace falta un marinero, ¿te interesa el empleo?” y el pajarero antes marinero debería responder “¿por qué tardó tanto en pedirlo?” y al final, de alguna manera misteriosa, ambos volverían al agua, juntos, como debió haber sido. Pero no, no podemos permitirnos algo así de irreal. Sí pasó la pregunta por la mente del capitán, también revoloteó la respuesta en la del pajarero, pero no se lo dijo el pensamiento a la boca ni ella a la lengua ni ésta al viento ni el viento al oído del otro y éste al pensamiento del otro. Por lo tanto, así sin ciclo de comunicación de por medio, no se dijo nada. Qué lástima.

No obstante, donde no van las palabras, sí van las acciones y si no se dijo nada fue porque nada había que decir. Si el pensamiento no indicó nada a la boca fue porque ya había hablado a las piernas: “vamos allá”. Mientras avanzaba, la misma luna plateada y brillante iluminó el fondo del estanque.

Nunca supimos, desde que esta narración se inició, a dónde es que iban el capitán y el marinero en un principio. Algunos dirán que es una omisión catastrófica, pues si se inicia un viaje es porque hay un lugar al cuál llegar; lo sabía incuso Cavafis que tanto ponderaba el largo camino por encima de Ítaca. ¿A dónde iban el capitán y el marinero? Quién sabe. ¿A dónde van ahora? Menos tenemos idea. ¿Quién fue el que dijo eso de que si no tenemos respuestas correctas, tal vez sea porque no estamos haciendo las preguntas correctas? Entonces, acaso, en lugar de “a dónde”, sea mejor preguntar “con quién”. Y para eso sí tenemos respuesta.

Días después, alguna mañana, la gente del puerto verá dispersarse sobre sus cabezas una singular parvada multicolor de pájaros de diferentes especies. “Qué cosa curiosa”, comentarán y luego se harán la pregunta: “Y a propósito, ¿dónde se habrá metido el pajarero?”.

vii.

- ¿Valió la pena, marinero?

- Valió el penar, capitán.

jueves, 19 de febrero de 2009

Soñar despierto

"... pero amar es también cerrar los ojos,
dejar que el sueño invada nuestro cuerpo."

Amor condusse noi ad una morte,
Xavier Villaurrutia.


Te contaré lo que sueño cuando sueño despierto:

Sueño contigo,
vistiendo la armadura de plata,
el estandarte en bandolera
y cabalgando sobre las nubes.

Sueño que llegas a mí,
y que ninguna puerta se te resiste.

Sueño que el sol se refleja en tu espada
y su luz hiere de muerte
la profundidad de mis cárceles oscuras.

Qué rebuscamiento de metáforas,
cuántas palabras para decir tan pocas.

Hubiera bastando con decir:
“quiero tu cuerpo dentro del mío".

Eso sueño despierto,
dormido, no. Mi inconsiente
no me hace el favor.

lunes, 16 de febrero de 2009

Sabor Ternura

Un hombre llega cansado a casa.

Ese hombre no es un hombre, sino apenas la mitad de uno.

Ese medio hombre, en realidad, es casi un niño. Seguro no se le nota en la edad, lleva barba y anteojos atados a un cordel alrededor del cuello porque tiene miedo de tirarlos y que se le extravíen o se le rompan. Pero quien ha penetro dentro de su corazón sabe que es un niño triste que espera a veces con paciencia, a veces con rabia, que lo salven.

Ese niño hubiera querido tener una mejor infancia, sin bravucones que se burlaran de su pie plano o niñas estúpidas que se negaran a ser sus novias por no ser lo suficientemente guapo. Le hubiera gustado ir a las fiestas de cumpleaños a las que nunca era invitado, le hubiera gustado no tener que aprender a chupar a los catorce años las vergas de sus compañeros para ganarse su protección, le hubiera gustado no tener que refugiarse en esa su mente arrogante y tormentosa. Le hubiera gustado no haberle llorado tanto a la soledad, como una gata en brama a la luna.

Este medio hombre, pues, que, ya sabemos, en el fondo es un niño herido, llega cansado a casa. Decir que llega es un poco demasiado decir. Sería mejor decir que es arrojado a casa. La ciudad es esa gran cíclope sin párpado que todo lo ingiere, mastica y vomita. La ciudad es un temblor, es un apagón provocado por el tornado, es una explosión en el cielo. Agota: temprano ir, más tarde volver, por la noche volver a ir, al otro día volver a volver, siempre perfecto como reloj suizo, todo en su tiempo, todo en su lugar, ni un cabello fuera de orden. Contestar el móvil cada que suene, no olvidar ni un encargo, hacer las cuentas y ajustar los pesos y los centavos, leer esto y aquello, no dormirse, mantener el buen humor, el trato diplomático, la conversación inteligente, se creativo, se eficiente, se perspicaz. Camina por la calle sin ver a los demás, mira por encima del hombro a ver si no te siguen, la cartera sácala del bolsillo de atrás en el metro, come, memoriza, estate lúcido. La vida está hecha de dientes con los que se devora a sí misma, la muy caníbal. Los días de uñas con las que se desgarran a sí mismos, los muy masoquistas.

çEste medio niño y medio hombre, hecho de la sustancia de una torre a medio derrumbarse, es arrojado, harto de sí mismo, a su casa. Abre el portón después de varios intentos porque la cerradura está descompuesta desde siempre y desde nunca el casero ha querido arreglarla. Entra al vestíbulo, apestoso a la mierda que está a punto de desbordarse de la fosa séptica. Sube las escaleras oscuras, eludiendo a los vecinos entrometidos y a sus narices largas.

Entra a la casa. Las luces están encendidas. Sobre la mesa de la sala hay un platón con ensalada y dos platos vacíos. Frente a la mesa, un sillón de terciopelo verde que el sol ha descolorido. En el sillón, un muchacho que pausa el videojuego para girar la cabeza y sonreír, Hola, perro cochino.

Un hombre que llega cansado a casa bebe un vaso de refresco sabor ternura. Y toda deuda se salda. La noche respira en paz, esta vez. La mañana volverá con su tedio pastoso, qué remedio.

¿Qué remedio, preguntas?

Caricias,

las tuyas,

desgraciado.