viernes, 8 de enero de 2010

País legítimo, país ilegítimo


Este país cada vez más da la impresión de ser dos países: unos acá y otros allá; la tan cacareada polarización de las ideologías de los mexicanos. El dos mil seis hizo evidente la fractura de la nación y aunque el desgaste de la maquinaria política y la rutina de los últimos tres años hayan contribuido a esconder la herida, es innegable que la escisión sigue presente.

Las reacciones frente a la ley que despenaliza el aborto en la Ciudad de México, por poner un ejemplo, ponen en evidencia este asunto: en esta esquina la clase media educada que celebra la modernización, en la otra las clases privilegiadas que se horrorizan ante un atentado de tal magnitud en contra de sus buenas conciencias; acá los vigilantes de los derechos humanos (con excepción de le CNDH que bajo la tutela de José Luis Soberanes no se ocupó de defender ningún interés público) que aplauden la mitigación de un problema de salud pública, allá la iglesia (la asesina, la pederasta, la corrupta, la narcotraficante, la ladrona, dijera Fernando Vallejo), repartiendo excomuniones a cuanto médico se atreva a interrumpir un embarazo; etcétera.

El punto es que, aunque la realidad sea terriblemente más compleja, pareciera que todos vamos tomando, más o menos, partido por un bando o por el otro, por la derecha o por la izquierda, por lo moderno o por lo tradicional. Esto no es ninguna novedad, no obstante. ¿No eran en la época anterior a la reforma de 1857 dos partidos los que se disputaban el poder; los conservadores por un lado –que se encargaron de traer de Europa a un emperador austriaco para gobernar el país- y los liberales por otro –que mantuvieron como pudieron en un gobierno itinerante a Benito Juárez-?

La oposición entre estos dos países que somos, y que a lo mejor siempre hemos sido, ya se redujo una vez a dos categorías simplonas pero bastante asequibles: lo legítimo y lo ilegítimo. Sin embargo es aquí donde tuerce el rabo la puerca, como se dice popularmente, ¿qué es y qué no es legítimo? María Molliner opina que es legítimo aquello que se opone a lo falso, es decir, que es exactamente lo que dice que es y no una falsificación. Pongamos a prueba este razonamiento en el caso de la reciente aprobación de los matrimonios entre personas del mismo sexo en la Ciudad de México.

No es normal la homosexualidad, arremete con lujo de ignorancia el pseudo comunicador Esteban Arce y con él todo el machismo homofóbico. ¿Es legítima esta afirmación? Lo normal se ha malentendido como “lo que hace la mayoría”, pero esta definición devenida del concepto de norma en matemáticas funciona bastante mal para comprender los fenómenos sociales; sobretodo porque lo normal se ha revestido, en gran parte por culpa del discurso psiquiátrico clásico (Foucault dixit), de un valor positivo y lo anormal, de uno negativo. Entonces, ¿qué es lo normal? Simplemente una práctica posible en función de sus causas, aunque no sea recurrente o generalizada. Por ejemplo, ¿es normal que tiemble? sí, aunque en algunos lugares ocurra con más frecuenta que en otros; ¿es normal que haga calor en invierno? sí, uno que otro día en razón de los desplazamientos de las corrientes térmicas. Entonces, ¿es normal la homosexualidad? Sí, aunque la mayoría de las personas sean heterosexuales. Tan es normal que hay registros muy antiguos de su práctica y evidencias científicas de que en la naturaleza, que está libre de moral, existe y no poco, aunque este argumento sea puro folclor porque lo que estamos queriendo entender es, más que otra cosa, un problema social.

Predica Norberto Rivera, cardenal primado de México, que los matrimonios gays atentan en contra de la familia. Queda claro que el concepto de familia que defiende el catolicismo es heterosexual, monogámico, exclusivamente reproductor y hasta que la muerte los separe; pero este tipo de familia no es el único y, es más, casi va a la baja. Muchísimas familias se separan y los hijos viven con su padre o con su madre alternativamente y otras tantas son encabezadas por madres solteras porque el padre quién sabe quién es, o no se hizo responsable, o se fue a buscar trabajo allende la frontera del norte, o cualquier otro motivo. Más aún, hay familias integradas por dos comadres que viven con sus hijos y que se juntan para compartir los gastos, o unos abuelos y sus nietos, o un hombre con sus varias mujeres al estilo del harén árabe (¡se sorprendería el cardenal de saber cuántos casos como estos existen en el país y no se documentan!), y un sin fin de familias mexicanas que no son el arquetipo con el que sueñan los religiosos en sus homilías. Así pues, ¿atentan contra la familia mexicana los matrimonios gays? No, y para probarlo ahí están (y no escondidas, sino a la vista en organizaciones civiles bien identificables) muchas familias homoparentales que efectivamente viven en la república y cuyos miembros, como los de cualquier familia, trabajan, pagan impuestos, hacen la comida, barren el patio, lavan la ropa, llevan a la escuela a sus hijos, les inculcan valores, les enseñan modales y los sacan a pasear al parque para que jueguen con los demás niños.

Pro-Vida, la asociación civil de derecha, ladra a los cuatro vientos que un hijo criado por dos padres o dos madres no tendrá un desarrollo armónico y será un inadaptado social en potencia. ¿No son los militares asesinos, hijos de padres heterosexuales?, ¿no lo son los sacerdotes que violan niños y niñas, no lo son los políticos corruptos que venderían a su madre a cambio de más poder, no lo son los narcotraficantes y demás runfla de delincuentes que tienen sumida a la población en el terror, no lo son los empresarios abusivos que se enriquecen a costa de la postración de las clases trabajadoras? ¿No fueron Franco, Hitler, Mussolini, Hiroito, Noriega, Somoza, Batista, Videla, Fuijimori, Díaz Ordaz, entre otros piojosos, educados en familias de heterosexuales? ¿Son los hijos de gays agentes peligrosos para el orden social? A todas luces no, al menos no privativamente.

Con todo esto, ¿son legítimas las afirmaciones anteriores que han detentado los sectores más conservadores de la sociedad: uno, las homosexualidad es anormal; dos, que los matrimonios entre homosexuales desquebrajan la célula fundamental de la familia mexicana; y, tres, que los niños que crecen en familias de homosexuales son desequilibrados mentales? No, no son afirmaciones legítimas, a la luz de lo expuesto arriba, o sea, son falsedades o, como se dice en buen español, mienten con todos los dientes.

Concluyamos con lo siguiente. La pugna entre lo liberal y lo conservador se debe dirimir con el árbitro de la legitimidad de sus argumentos. Negar la plenitud de los derechos civiles a los homosexuales en este siglo, como ha insistido en hacerlo el Partido Acción Nacional, equivale a afirmar que la raza negra es inferior, o que las mujeres no tienen alma, o que los indígenas no deben votar. Si los homosexuales en este país cumplen con las mismas obligaciones que los heterosexuales, legítimamente deberían recibir los mismos derechos.

Mientras esto no ocurra los homosexuales mexicanos seguirán siendo ciudadanos de segunda clase y este país, que parece dos países, muy difícilmente avanzará en el camino de su reunificación. Y esto no es poca cosa porque de la división y el enfrentamiento nace el odio, y del odio, la guerra y la muerte, como hace exactamente doscientos años, como hace exactamente cien años.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

El camino es la casa


Para Miguel, cuyo nombre quiere decir el aire que respiro.

Había tormenta sobre el océano y tú, bajo el martillo de la lluvia, tendiste un puente sobre las grandes aguas y me animaste a cruzarlo hasta un nuevo continente.

La tempestad arreció cada que pudo y golpeó con fiereza el camino, rompió las tablas y soltó las cuerdas, me arrepentí de seguirte y te lamentaste de haberme traído contigo. Pero alguna vez que estuve a punto de caer por la borda, tu mano presta me salvó del abismo; y otra vez que quisiste rendirte, mis ojos severos te pusieron de nuevo en marcha, primero a regañadientes y luego, poco a poco, con esperanza renovada.

Y andando a trompicones sobre la mar picada el puente que construiste, fuimos soñando con lo que encontraríamos en la nueva tierra, cantábamos que no sería como el mundo anterior, árido y quebradizo, sino hecho su suelo de pan dulce y sus aguas de leche, sus florestas de cuajada y sus ríos de té, sus bestias dóciles y se lengua prístina.

Y en esto veníamos, entretenidos con la risa y el olvido, con el te quiero y te perdono, que sin darnos cuenta alcanzamos la orilla.

Todo era como esperábamos, por aquí te vas tú, por allá me voy yo, cada uno a sus felicidades y al echar andar, cada vez que uno volvía la vista atrás, el nostálgico puente, desvencijado y medio podrido, seguía ahí. La tentación, o sea, la seducción, no siempre es un demonio porque el demonio mismo no siempre lo es.

Y uno primero y el otro también, corrimos de regreso al puente y a la tormenta a emprender el camino de regreso. Aquí nos tiene el mundo ahora, de nuevo sobre las olas con espumas afiladas como dientes de lobo.

Qué tontería, dirán algunos, al enterarse que esta vez cruzamos para no llegar porque apenas alcancemos la orilla, volveremos al puente y así una y otra y otra vez hasta que no tengamos más casa que el camino.
Con el tiempo más viejo y más ruinoso se pondrá el puente, y más tontos y más necios nos pondremos nosotros, ¿qué será, será?, ¡lo que sea sonará!

Al final de mi vida, estoy seguro, no tendré más que decirte gracias por haber tendido un puente sobre las grandes aguas y, a pesar de los pesares, dejarme vivir en él, vivir como debe ser, es decir sin miedo, es decir contigo, mi amor.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Contra Tavira

Foto de la Revista En Contacto (a poco no parece un angelito...)


Contra la costumbre de este Blog de no dedicarlo a más letras que las mías (y aún más, contra la irrefrenable tendencia de Tania Kú a reenviarme estupideces) replico ahora este artículo de Enrique Olmos publicado en Revista Replicante, nomás porque envidio que Tavira tenga tanto dinero para producir y yo no.

Un año de la CNT


Luis de Tavira es director de escena, dramaturgo y adaptador, pedagogo teatral y ensayista. Ex jesuita, su visión del ejercicio creativo está en función de su formación religiosa, de la cual extrae inteligencia, método propio de trabajo, férrea disciplina (con la extenuante carga de sacrificio que proviene del catolicismo) y especialmente celebración culpígena: el arte como dolorosa expiación del pecado, catarsis medieval fundada en la obediencia y el miedo: ceremonia y superstición, el teatro como una fuente de vigor religioso, de estructura piramidal y endogámica.

La muerte de los maestros Juan José Gurrola y Ludwik Margules, ocurridas en esta misma década, dejaron a Tavira como la principal figura del teatro nacional. Desde el punto de vista artístico, pero también político, Luis de Tavira es el sacerdote del teatro mexicano, el tlatoani de la república escénica nacional, el evangelizador y el regente: el jefe de jefes. La última muestra de sus alcances, tanto creativos como políticos, fue asumir y organizar la dirección artística de la Compañía Nacional de Teatro, prácticamente en el olvido, renovada por encargo de Sergio Vela, a la cual se le dotó de un espacio teatral propio, totalmente nuevo, con las implicaciones burocráticas que esto conlleva, y dinero para financiar a actores y creativos (más de cincuenta) con más de 18 millones de pesos para la producción de sus obras. En este primer año de vida de la nueva CNT se han estrenado cuatro montajes, con resultados artísticos disparejos, según la crítica.

Hay que decir que 18 millones de pesos son casi la mitad del presupuesto total de la Coordinación Nacional de Teatro del INBA, lo cual indica el despropósito de la agrupación: mientras el país y sus bienes culturales y artísticos sufren una crisis sin precedentes, el imperio taviriano renueva su trayectoria con cifras inalcanzables. Los números, sumados al proyecto artístico buscan renovar un teatro centralista y burgués dirigido impúdicamente a los barrios bonitos de la ciudad (Ajusco, Condesa, Coyoacán, Polanco, Roma). ¿Para qué tener una compañía nacional multitudinaria a nivel europeo mientras las escuelas de teatro expulsan/egresan desempleados, los teatros independientes cierran, en el interior del país es imposible profesionalizar el ejercicio teatral y para colmo la democracia brilla por su ausencia en el proyecto artístico de Tavira? ¿Para qué hacer una compañía nacional que sólo funciona en el centro de Coyoacán?

Nadie resuelve el enigma, porque Vela ya no está en CONACULTA y Tavira no conoce la rendición de cuentas. Lo triste es ver el resultado de su proyecto artístico: actores y colaboradores de su confianza/escuela (no siempre los mejores), textos dramáticos deficientes (poca dramaturgia nacional) y muchos funcionarios de por medio.

En su última obra (Ser es ser visto), de más de cuatro horas de duración, intervienen los 43 actores de la Compañía en una paráfrasis escénica coestrita entre Tavira y Stefaine Weiss e inspirada en textos de Botho Strauss, Johann Wolfgang von Goethe, Whilhelm Müller y Friedrich Rückert. 10 historias que ocurren en Alemania donde transitan actores de primer nivel haciendo personajes insolventes y efímeros, contundencia actoral desigual, un texto por momentos moralizante y de estructura dramática añeja, diálogos y atmósferas dramáticas poco cuidadas y por encima de todo, el exceso: multitud de actores, un perro que apenas aparece, espacio escénico que cambia, que se mueve en cada escena, ornamentos en demasía, un corifeo aburrido e innecesario, mucha palabrería impostada con registros desiguales y la ambición taviriana por dibujar un pueblo, un país, la humanidad entera; es decir, querer contarlo todo y encima contarlo con muchas deficiencias formales. Sin embargo, notable el diseño espacial de Phlippe Amand y el vestuario de Estela Fagoaga y muy rescatable el esfuerzo actoral de algunos viejos señores de la escena mexicana.

Una obra de más de cuatro horas de duración, en un espacio si bien renovado (todo es nuevo) casi desconocido (ningún taxista sabe cómo llegar, no hay letreros), saliendo del teatro entre semana casi a media noche, ¿qué clase de espectador buscan? No creo que aspiren a la clase trabajadora, tampoco al que reside en la zona metropolitana de la ciudad, ni en provincia.

Al respecto, en un reciente homenaje por el fallecimiento de Jerzy Grotowsky, Tavira se despacho con la siguiente frase: “a Dios no lo ha visto nadie, y si dices que amas a Dios, a quien no ves, pero no amas a tu hermano, al que tienes enfrente, te estás engañando; por eso me interesa seguir haciendo teatro para los espectadores”.

En una sociedad reaccionaria y al interior de un gremio artístico como el teatro, tradicionalmente conservador (en México), no es de extrañar que Tavira haya cultivado verdaderos feligreses. Al mismo tiempo (por sus vínculos políticos y religiosos, con especial énfasis desde el triunfo del PAN) el aparato institucional de subvenciones y prebendas está literalmente a su servicio. Su procedimiento: la perfecta construcción de estructuras de poder, el adoctrinamiento como motor del proceso creativo y la negación de cualquier forma de crítica, ni propia ni ajena, proyectando su excelente oratoria y pensamiento intuitivo sobre alumnos y colaboradores. En ese sentido Tavira es nuestro priísta inolvidable, el que funda su reino en el discurso y desatiende el resultado (porque nadie será verdaderamente capaz de juzgarlo), el que desprecia la pluralidad y añade a su altivez la represalia contra los inconformes (¡esos ignorantes!), el teatro alguna vez revolucionario se institucionalizó. A su manera es un profeta: anuncia el centralismo cultural y el cacicazgo del PRI, que nunca se ha ido, que regresará con mayor fuerza.

Y más que Luis de Tavira, algunos de sus discípulos son los que han contribuido al desencanto por sus proyectos en el teatro nacional a partir de resultados escénicos insuficientes, siempre incentivados por el estado mexicano, desde las tutorías del Programa Nacional de Teatro Escolar hasta la CNT, pasando por el CEDRAM y el programa de México en Escena, en todo está el sello De Tavira. Si después de tantas ayudas institucionales Tavira no ha logrado crear una compañía autogestiva, habría que buscar otras opciones.

En el fondo, Tavira sabe que se engaña, que su teatro ni lo acerca a su dios, ni al público. Si realmente fuera un hombre religioso renunciaría al proyecto de la CNT por principios morales: mientras el teatro nacional sucumbe ante presupuestos indignantes y la masa crítica de artistas escénicos profesionales aumenta no hay manera de producir, de profesionalizar, de crear en condiciones más o menos iguales. Si Tavira conociera a fondo las carencias del teatro mexicano se (auto) expulsaría del templo que le han construido. Eso no sucederá, lamentablemente.

Tomado de http://www.teatromexicano.com.mx/noticia.php?id=171

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Morir de amor

* Esmeralda Reynoso. Cajas del corazón.


¿Qué más letras quieres que te ofrezca,
si te he dedicado ya mi vida?

i.

El viejo profesor D., que enseña literatura en una universidad privada, a sus setenta años está seguro de que ha vivido una vida que podría calificarse de satisfactoria. Feliz no, que quede claro desde ya, porque la felicidad, esa pequeña ramera, quién sabe qué es y dónde se venda. Acaso alguno se topó con ella al doblar una esquina, pero seguro que si le preguntamos si podría asegurar que no era un espejismo, seguro nos conteste que no.

De cualquier modo, al viejo profesor D. nunca le dio por perseguir quimeras: se casó a la edad que tenía que hacerlo con una mujer de la que estaba enamorado, tuvo un primogénito que heredara su nombre y una hija menor para entregar a un buen mozo luego de conducirla acompasadamente, vestida de blanco, por el pasillo hasta el altar nupcial. También compró una casa bonita con un jardín delantero en el que vivía un pastor alemán; un auto diferente cada dos o tres años se estacionaba al frente y los crisantemos que crecían en las jardineras en el límite de su banqueta aromaban su calle y le ahuyentaban los mosquitos. Una buena vida, sin duda, con apenas los suficientes apremios para surcarle el rostro de arrugas y con la constante alegría de tener tres veces al día el estómago lleno.

Luego de muchos partidos de fútbol y recitales de ballet, de coches prestados y chocados y algunas palabras de consuelo por un novio que se fue, los hijos del viejo profesor D. se fueron a vivir sus propias vidas, a comprar sus propias casas con sus respectivos jardines, perros, autos y crisantemos. Los hijos del viejo profesor D. algún día tendrán hijos también y éstos, a su vez, llegado el momento, se harán también de casas, perros, autos, crisantemos y nuevos hijos que, más tarde o más temprano, se encargarán de hacer girar el ciclo de la vida, una y otra y otra vez, como se ha hecho desde que el primer ser humano y la primer ser humana decidieron obedecer aquel mandato remoto venido del cielo: “creced y multiplicaos”.

La mujer del viejo profesor D., con el tiempo, envejeció y enfermó de un cáncer que la consumió en cosa de un par de años. Él la lloró y si bien no la olvidó, el recuerdo de su pérdida se fue haciendo menos doloroso con el tiempo… el tiempo, ese bálsamo todopoderoso que no cura las heridas, pero acostumbra a sus punzadas. El luto le duró lo que debía durarle, ni más ni menos, aunque algunas vecinas aficionadas al cotilleo opinaron que se deshizo de los trajes negros demasiado pronto.

Claro que sin hijos y sin mujer, la casa, el jardín, el perro, el auto y los crisantemos deslucían un poco y sin estar muy seguro de por qué, el viejo profesor D. se dio a la tarea de ir, poco a poco deshaciéndose de cada uno de ellos: vendió la casa, regaló el perro, heredó en vida el auto y trasplantó los crisantemos a unas macetitas que endosó a cada una de las vecinas chismosas del párrafo anterior con el pretexto de que “a mi mujer le hubiera gustado mucho que usted le cuidara las flores”.

Con apenas algunos trajes y suficientes camisas y corbatas para combinarlos de alguna manera diferente cada día, el viejo profesor D. rentó un cuartito cerca del colegio de humanidades en el que trabajaba y ahí se instaló decidido a vivir, tan satisfactoriamente como lo había hecho hasta entonces, los últimos años de su vida. Claro que muy bien podría vivir unos veinte años más (¡con la vida que ha tenido!), pero en todo caso, esos veinte años, sea como sea, serían los últimos. Más aún, sepan los lectores que, en realidad, al viejo profesor D. no le queda de vida tanto tiempo, es más, antes de que termine la mañana de mañana, antes de que termine este relato, morirá de amor. Pero qué sabe de eso este hombre, si luego del sueño fangoso en el que se ha sumido toda la noche, vuelve a abrir los ojos y parpadea al ritmo del bip-bip-bip de su reloj despertador.

ii.

¿Por qué un hombre como yo –se pregunta el viejo profesor D. desnudo frente al espejo, mientras se calienta el agua de la ducha- puede enamorarse así? Pero, ¿se puede llamar amor el que no se admite, el que no se declara y el que, claro está, no se corresponde? Y si no es amor, entonces, lo que siento, ¿qué es? No es tampoco el desenfreno de la lujuria que muy bien lo conocí en mi juventud, antes de casarme, cuando con los amigos de entonces íbamos de putas. ¡De putas, carajo! Mujeres, siempre mujeres y ahora… ahora él y nada más él. No puede no ser amor, pues.

En las mañanas –sigue pensando mientras se desayuna dos huevos tibio con limón- pienso que está bien, que es puro lo que siento y que si no fuera porque él se sienta frente a mí cada mañana, la vida no sería vida, sino un simple transcurrir descendente hasta el fin del camino. Pero por las noches veo la foto en la que me retrataron con mi esposa y mis hijos cuando eran chicos y me cuestiono cómo puede ser que este mismo cerebro que los amó hasta entonces, puede amar ahora así. Acostado en mi cama siento asco de mí mismo cuando me doy cuenta de que sin querer, me lo imagino recostado sobre mi pecho, exhausto luego del orgasmo.

Algo amenaza dentro de mí con romperse –reflexiona en el autobús camino al colegio-, como si el continuo de lo que fui y lo que soy estuviera estrechándose y adelgazándose, tirando cada uno en direcciones opuestas. Cada vez más siento que mi pasado no es mío, sino de alguien más que no soy yo, y que la vida que tuve no es mía sino de alguien que nunca fui. Es una locura, es que he leído demasiado y ahora las palabras se vuelven en mi contra. Más y más, más y más, más y más.

Si pudieras verte con los ojos que te miro –se dice, mientras abre el paraguas; el rocío devenido en llovizna, no ha escampado aún-, entenderías que no he visto belleza que compita con la tuya y no es que seas más alto que los demás o tengas un cuerpo mejor esculpido. Incluso hay otros con los ojos más claros o la piel más sedosa, pero junto a ti, para mí, no tienen más importancia que la que le da el monte al viento que la golpea. Más aún, si en este momento te volvieras el más feo entre los feos, para mí, seguirías siendo tú y tu belleza necesaria.

Podría decirte –y echa a andar el largo sendero arbolado hasta el edificio; e sol no ha madrugado el día de hoy- las palabras más hermosas que alguno haya vertido al oído de otro y hacerte el amor como en un poema, más y más, más y más… ¡Qué cosas se me ocurren! Ya no distingo entre lo grotesco y lo voluptuoso, sus límites se me desdibujan. Papeles, papeles, papeles, cientos de ellos escritos con tu nombre al derecho y al revés, bocetos en tinta de tu cuello y tus axilas, acrósticos de tu nombre, sonetos a medio rimar, retazos de cartas que no leerás.

No entiendo cómo puede el otro ignorar que es la alegría de de uno, ¿cómo vas caminando por la calle así tan campante cuando de tu boca pende mi vida? Quiéreme, por favor, quiéreme, no puedo pedirlo de otro modo, quiéreme, no tengo más clamor que darle a los vientos, quiéreme, aunque sea poco o casi nada, pero no dejes de hacerlo que yo no desistiré… más y más… ¿qué abandono es este?, ¡no me gusta esto!

Roto en dos partes, me miro, y no soy ni habito la sección de la izquierda o la de la derecha, soy la grieta, la hendidura, le escisión, el fallo, el espacio vacío, el hueco en el rompecabezas que sólo se llena con la pieza de tu sonrisa. A esto me he reducido por ti, en esto quedaron mis cenizas. Me encuentren muerto, partido por un rayo o fulminado de veneno, antes de faltar a mi promesa: prometo no dejar de quererte, no dejar de quererte prometo.

Hoy mi boca, a más tardar mediodía, te hablará, como dice la escritura, de lo que el corazón está lleno.

iii.

Adviertan los lectores quisquillosos (de esos que se creen más inteligentes mientras menos les guste lo que leen) que esta historia no es sobre un viejo que ama imposiblemente a un joven. Muchos cuentos como esos llenan de tinta las páginas de los libros que hemos leído, como especie, desde el principio de los principios. En el fondo de las cosas, todos hemos sido viejos y hemos amado a un joven, aunque tengamos menos años que el objeto de nuestro afecto; del mismo modo hemos sido jóvenes y hemos mal correspondido el amor de alguien mayor que nosotros ¡¿y por qué?! Pues porque la vida es un juego de cobrar y pagar, igual que la peor de las putas, igual que el más patético de sus clientes. Así es esta rueda de la fortuna a la que llamamos mundo: una intermitencia entre carne y diablo. Como se prometió al principio, el viejo profesor D. morirá de amor dentro de poco, y no porque lo deba de hacer en un arrebato de éxtasis poético, sino porque, como dice el dicho, no hay plazo que no se cumpla y la deuda del viejo profesor D. ya no puede estirarse más.

Va el viejo profesor D. lleno de esperanzas dando saltitos para no pisar los charcos que ha dejado la lluvia. Al fin ha reunido valor suficiente para declarar su amor. El universo parece estar de acuerdo, no se cruza por el camino un perro ladrador, ni en el cielo graznan los cuervos del malagüero, la gente de las banquetas no tropieza con el viejo profesor D. y todo el mundo lo saluda con la mano, el estudiante que cada mañana se sienta hasta el frente en el salón de clases ya está en su lugar y, para decirlo de una vez por todas, no hace falta nada más que lo que hace falta. La puerta se abre con estrépito y por ella entra el viejo profesor D. y no es sino hasta que mira a su amor a los ojos, al estudiante de sus insomnios, que el corazón que durante setenta años ha latido siempre constante, se le derrite dentro del pecho y no, no es una manera de decir, literalmente, derretido dentro del pecho. Los buenos días que uno y otro estaban por darse se rompieron en la garganta cuando el cuerpo del viejo profesor D. se desplomó sobre los pupitres vacíos.

Morir de amor no es morir de muerte. Peor que eso, morir de amor es re-morirse. Corrió el pobre muchacho (al que este cuento no ha prestado atención mayor) a levantar al vejete desvanecido, dio voces de auxilio, vinieron todos los de las aulas contiguas, llegaron ambulancias, paramédicos y camillas.

- ¿A quién avisamos? –preguntó uno-.

- Que yo sepa ya no tiene familia –contesto otro-.

- Revísenle la billetera –sugirió una tercera, y el primero la tomó del bolsillo interior del saco del viejo profesor D.-.

- No tiene nada, no tiene nada. Está vacía.

No hace falta decir que el viejo profesor D. no llegó vivo al hospital y que su autopsia sorprendió en mucho a los médicos forenses. Tiene el corazón derretido, se decían una y otra vez, tiene el corazón derretido.

- Es un tipo de hongo africano que corroe el tejido cardiaco -dictaminaron unos y rápidamente se comunicaron al ministerio de salud para demandar que el gobierno se quejara oficialmente con el África a causa del descuido con el que se permitían exportar pandemias ilegales.

- Nada de eso –propusieron otros- a este hombre lo han asesinado con un veneno terrible que se activa con el sístole y el diástole –y más rápidamente aún se comunicaron con el departamento de detectives de la policía para demandar que se encargaran de las investigaciones al respecto pues de seguro un agente del narcotráfico había decidió así poner en riesgo la seguridad del cuerpo social.

- De ningún modo –se alarmó una minoría compuesta por una pasante de medicina, un oficial de intendencia y una cocinera (hasta esos rincones, tan alejados de la ciencia, llegó el debate sobre la muerte del viejo profesor D.)- ese hombre murió de amor.

- ¿Cómo es eso posible? –se indignaron todos los sabios de las batas blancas y los estetoscopios de plata, pero no alcanzaron a escuchar la respuesta. Antes de que los defensores de esta última teoría pudieran argumentar cualquier cosa, sus detractores volaron hasta la oficina del director del hospital y una vez allí, exigieron la destitución de la pasante, el conserje y la cocinera por sostener en público tales disparates- Nunca hemos sabido de otra muerte de amor, ni hemos extirpado corazones rotos, ni operado corazones petrificados de amargura y definitivamente no conoces el caso de alguna despiadada madrastra que de plano no tenga corazón.

El resto de la historia en la que acabaron enredados los miembros del personal del hospital es harina de otro costal y no viene al caso contarla ya. El caso fue que la plasta sanguinolenta que quedó del corazón del viejo profesor D. fue metida en una bolsa sellada y luego de ir de un laboratorio de análisis a otro, fue lanzada a un contenedor de desperdicios el mismo día en que el ángel de dios bajó con la misión de llevarse los objetos más hermosos de la ciudad.

Qué criterio más curioso el de este ángel -dirán los entendidos hayan leído la historia del viejo profesor D.- que prefirió llevarse al cielo pájaros muertos y desperdicios de plomo. ¿A qué cielo irán, al final del día, los corazones que se mueren, que se re-mueren de amor, a dónde los que nunca dijeron cuánto amaban, a dónde los que una sola caricia hubiera...? En fin...

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El precio de la vocación

*René Magritte. El maestro de escuela.

La semana pasada mis alumnos de licenciatura se molestaron conmigo porque no estaban de acuerdo con sus evaluaciones. En la carrera de Artes Teatrales de la Universidad Autónoma del Estado de México (yo imparto la asignatura de “Puesta en Escena Intermedia”) el plan de estudios está hecho a la moda, es decir, sigue el sistema de competencias. Esto quiere decir que los alumnos deben adquirir una serie de capacidades y hacerse concientes de que las poseen, además de saber discriminar la pertinencia de usarlas en un modo y tiempo determinado.

Según esta lógica, el deber de un profesor (y con ello me siento plenamente de acuerdo) es señalar las “áreas de oportunidad” de los alumnos, pero ¿qué quiere decir eso? Anteriormente se consideraba que el alumno debía “saber” algo y si no lo sabía, la consecuencia era la reprobación. Bajo este nuevo paradigma los estudiantes –más aún, los aprendices de actores- deben saber reconocer un objetivo concreto, perseguirlo y luego saber si lo han alcanzado o no, para entonces dejar en claro si han logrado desarrollar la “competencia” que se propone el curso.

Pues bien, conociendo los objetivos de mis alumnos, tanto los que ellos se plantearon a sí mismos como los que yo les señalé, instauré un sistema de evaluación cualitativa (independiente de sus calificaciones numéricas) semejante a un semáforo: verde querría decir que el actor en ciernes ha alcanzado su objetivo y necesita uno nuevo; amarillo, que está en camino de logarlo, pero que aún queda camino por andar; y rojo, que necesita más ayuda y atención de mi parte así como un mayor compromiso y disciplina para acercarse al objetivo.

Esta mínima clasificación que yo juzgué inofensiva, ¡les resultó altamente irritante! (me espetaron cosas como “¿tú qué sabes de mis objetivos?” o “tú y tus foquitos de semáforo no sirven para nada”) ¿Por qué? La respuesta evidente es que a nadie le gusta que lo encasillen en un lugar, por concienzudos que sean los razonamientos que me llevaron a ubicarlos aquí o allá y les concedo la razón, aunque siga creyendo que lo tomaron demasiado a pecho. Pero hay algo más y ese es el quid del asunto. Este grupo que me toca dirigir es un excelente grupo, eso ni dudarlo, pero está acostumbrado a los elogios y aunque, a decir verdad, las cosas relativas a su puesta en escena van viento en popa y mar en leche, bastante mal haría yo en reiterarles lo chulos que son y lo bien que se portan.

¿De qué sirve un profesor que celebre las monerías de sus alumnos? De poco, diría yo. Opino que mejor sería retarlos, señalarles sus deficiencias y promover en ellos un crecimiento. Pero al ver sus caras de enfado, manifestaciones de sus heridos egos, me dí cuenta del doloroso precio que hay que pagar por dedicarse a la noble tarea de enseñar. Me explico: uno ama a sus alumnos y por eso quiere verlos ser mejores, incluso mejor que uno mismo; pero en ese camino, uno corre el riesgo de ser detestado por ellos y ese es un peligro que hay que correr invariablemente.

Así pues, se concluye con facilidad que el deseo de ser profesor, en toda la extensión de la palabra, y el deseo de ser amado no son necesariamente aspiraciones compatibles. No lo niego, es duro saberlo. Vale la pena, no obstante, verlos redoblar la calidad de su trabajo al esforzarse al máximo por demostrar que soy un papanatas ignorante y que no tengo la razón.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Fábula del despecho

La madrugada helaba como era de esperarse a finales de año. Las perlas del rocío, igualmente frío, hacían tiritar los pétalos marchitos de la vieja flor que suspiraba amargamente. Las otras flores se desperezaban y se alzaban hacia el sol, tanto que parecía que alguna estaba a punto de despegar el pie de la tierra. La vieja flor, por su parte, parecía que, al contrario de sus compañeras, cada día se iba hundiendo un poco más en el suelo.

Con el despuntar del alba los chupamirtos saldrían a picar como siempre, ejecutarían la danza de cortejo, los escarceos cotidianos con los que saciarían su sed en la dulce y cristalina bebida que las corolas de las otras flores, más jóvenes y más bellas, derramarían, como rebosantes copas de delicioso licor, embriagándoles con besos en los besos de sus bocas.

Pero todo eso a la vieja flor no le importaba nada de nada. Hacía tiempo que ningún colibrí de tornasoladas centellas la visitaba y, como es de suponer, ya no esperaba que alguno se sintiera atraído a ella, no desde el día en que descubrió que el verde de sus hojas palidecía y la tersura de su perfume se disolvía en el silencio cada vez más, cada vez más.

Sin embargo, aquel día, un colibrí blanco como la escarcha fue a la vieja flor y sin que ésta pudiese apenas advertirlo, se acercó con intenciones de beber de ella. Claro que tuvo miedo de verlo avanzar, así tan decididamente (hacía tanto que nadie la tocaba), y se resistió con los mejores modales que pudo al coqueteo del pajarillo:

- No, no lo hagas, pequeño colibrí precioso- dijo la vieja flor muy educadamente, tanto que sonó un poco almibarada-. Mi miel se ha fermentado a fuerza de estar tanto tiempo aquí guardada. Estoy segura que tendrá gusto a vinagre y te abrasará la garganta apenas lo tragues.

El colibrí no se mostró sorprendido por la negativa de la flor, apenas se inmutó. Se limitó a sonreír y razonó sin perder la paciencia:

- Beberé, ¿y sabes por qué? porque confío en ti. Eres tan flor como cualquiera y yo, el ave que se alimenta de ellas. No creo que tu néctar sea desagradable. He sentido su aroma desde lejos y él me ha traído a ti.

La vieja flor se sonrojó lo mejor que le permitieron sus descoloridos pétalos. Sabía que el colibrí estaba siendo galante pues no ignoraba que, desde hace mucho, no despedía aroma alguno. No obstante, reconoció que se sentía adulada, como una dama o una princesa y nuevamente cedió y permitió que el ave bebiera de ella.

- Querido colibrí –dijo la flor cuando éste se hubo saciado- no debiste haber bebido de mí. Ahora todas las madrugadas esperaré a que vuelvas.

- Tal vez vuelva –se apresuró a responder al colibrí-, y abatiendo sus alas se despidió con una encantadora sonrisa antes de desaparecer entre las ráfagas del aire.

Ese día la flor se sintió feliz, más feliz que el resto de las flores, y casi igualmente joven y bella. Sin embargo, conforne la noche se fue acercando, un miedo repentino y terrible se apoderó de ella. Se había hecho esperanzas sin darse cuenta y ahora temblaba, muertecita de miedo, a que no se cumplieran. Espero el amanecer en vela, y cada minuto fue para ella como una crucifixión.

Obvio es decir que el nuevo amanecer no trajo consigo al colibrí blanco como la escarcha, ni a ningún otro. Lo vio revolotear con otras flores, en el extremo opuesto del jardín y sintió lástima por sí misma. Pensó que el dolor la mataría, pero no fue así. Antes del medio día la mano de un mancebo la arrancó de tajo y se la llevó a una umbrosa banca que estaba en el fondo del patio. El pequeño hombre sollozaba pensando en una doncella altanera a la que amaba y con hipidos comenzó a deshojarla: “me quiere, no me quiere, me quiere…”

Con su último soplo de vida, la vieja flor alcanzó a escuchar la sentencia de sus pétales impares: “no me quiere”.

viernes, 2 de octubre de 2009

¿Y ahora qué?


Todos los años por estas fechas redacto algún texto sobre la matanza de estudiantes ocurrida en la Ciudad de México en 1968. En este 2009, sin embargo, no encuentro ánimos suficientes para encumbrar una lucha histórica por la libertad y la democracia que a todas luces ha fracasado, y habría que empezar a admitirlo.

Por principio el poder ha institucionalizado el recuerdo de la represión de ese día, aprovechando la alternancia política para señalar que los detentores del régimen de entonces no son los mismos que los actuales y que, siendo ellos tan distintos a los del pasado, no son sólo diferentes, sino más tolerantes y civilizados.

Por supuesto estos baños de pureza no hay quien los crea. El sistema político mexicano se cuenta entre los más escandalosamente corruptos del mundo y más aún, y esto debería ser motivo de mucha preocupación, uno de los que más continuamente atropella los derechos humanos.

No obstante, aunque ya es mucho decir, esto no es lo más terrible. Lo verdaderamente aterrador es que este país, que se enfila a celebrar doscientos años de haber iniciado su guerra de independencia y cien de guerra civil –revolución, le dicen algunos-, no es, por cierto, ni efectivamente independiente y ni por asomo socialmente justo. No es necesario explicar porqué.

En lo que refiere a la autodeterminación, todo el mundo sabe de los mecanismos económicos que nos atan a los vaivenes de la superponencia norteamericana; y el que no lo sabe conceptualmente, los resiente en su quincena cada vez que hace el mandado.

Respecto de lo otro, la justicia social, el estandarte de las revueltas revolucionarias, no queda más que consecuencias tragiquísimas: el abandono del campo, el sindicalismo parásito y los setenta años de gobiernos emanados del PRI de los que hace apenas menos de una década nos quitamos de encima y que, lamentablemente, ya extrañamos ante la ineptitud y cinismo confesional del PAN.

En consecuencia, si ninguna de las dos guerras que celebraremos con tanto patriotismo el año que entra ha cumplido sus objetivos, estaremos, como es lógico pensar, haciendo una apología de dos fracasos rotundos, fingiendo que algo mejoró.

Es verdad que no existe la esclavitud ya en este país, abolida por el cura Hidalgo en 1810, pero a cambio tenemos empleados que maquilan “en el gabacho” mañana, tarde y noche a cambio de unos dólares que envían a sus proles al sur del Río Bravo.

También es cierto que ya no hay latifundios con tiendas de raya del tipo de los que describía la bonita canción de El Barzón, pero tenemos instituciones bancarias dedicadas a perseguir a sus deudores, cobrándoles intereses estratosféricos, hipotecando sus casas, fichando sus nombres en el buró de crédito como bandoleros a los que se les ha escrito un vistoso “WANTED” sobre sus cabezas.

La violencia desatada hace pensar que en México el demonio no simplemente anda suelto, sino que además no hay quien lo persiga: bombas aquí, ejecuciones acá, decapitados acullá, etcétera. Algunos ves en estos los signos alentadores de que una nueva revolución se acerca, de manera que se cumpla el ciclo de cada cien años (1810, 1910…) y que el cambio está cerca.

¿Será cierto? Quién sabe. Pero a la luz de los fracasos que ya sabemos, cabe preguntarnos de qué nos serviría un nuevo conflicto armado. Podríamos hacer arder el país, ya estuvimos apunto de hacerlo hace tres años, luego del fraude de las elecciones… podríamos hacerlo de verdad… ¿para qué?

¿Para qué? ¿Para que un nuevo Guerrero sea sucedido por un nuevo Iturbide que se haga coronar emperador?, ¿para que los nuevos carrancistas se hagan matar contra los nuevos maderistas y estos con los nuevos villistas? Las mezquinas ambiciones de poder de los caudillos mexicanos no valen la pena como para derramar sobre esta tierra más sangre de la que hasta aquí ha corrido.

También hemos creído en la revolución de las conciencias, pero no ha funcionado la gran cosa, tampoco. Por un lado los muertos de Tlatelolco están tan muertos como hace cuarenta años y su memoria es preservada por algunos universitarios y no mucho más que eso.

¿Su movimiento ha sensibilizado el grueso de la conciencia nacional? Yo diría que no. De ser así hace mucho que hubiésemos exigido la renuncia del presidente Felipe Calderón, por decir lo más, o la encarcelación del cardenal Norberto Rivera, por decir lo menos.

Del mismo modo, muertos quedaron los jipis que ponían flores en los cañones de las ametralladoras, las células comunistas que se oponían a la guerra de Vietnam y todos los herederos de Woodstock y de, para hablar de nuestro caso, Avándaro.

Hoy, nosotros, no estamos mejores informados, ni más educados, ni somos más críticos. Le seguimos teniendo miedo a la influenza, a la crisis y a Salinas, como cuando niños le temíamos a la oscuridad, al viejo del costal y al fin del mundo. No hemos preferido abrir los libros a apagar la televisión ni hemos intentado tomar agua de limón en lugar de Coca-cola.

Ése y no otro es el tamaño de nuestra enana estatura moral, si no, ¿de qué otro modo podríamos explicar que todos prefiramos obtener la licencia de conducir pagando doscientos pesos en la Comercial Mexicana en lugar de presentar el examen de manejo?

Los lectores más optimistas o más serios, que tienen a no lanzar salvajemente filípicas totalitarias (como yo ahora, imbuido en la frustración), dirán que no es para tanto y puede que tengan razón. Pero insito hemos fracasado, hemos fracasado todos y no hay qué celebrar más que nuestra ceguera y abulia.

Aceptar este fracaso de proyecto de nación no es sencillo, pero sería lo sensato: admitamos que nada funciona y que nos hemos mentido por siglos.

“¿Y ahora qué?”, me preguntarán. Pues bien, no lo sé, pero una cosa sí puedo decir: que cuando lo sepa, lo sabré porque dejé de creer en el día en que “las armas nacionales se cubrieron de gloria” y en la inmortalidad de la flor de la palabra.