jueves, 9 de octubre de 2008

Efebofilia

catorce años.

una única vez
dios, o lo más parecido,
se metió en mis huesos
lánguidos,
cansados,
frívolos:

te penetraba
y mi cansancio
se disolvió en tu vida,
y mis piernas eran tus piernas,
y mi sexo era tu sexo,
y tu voz era mi voz.

un blues sonaba,
Dentro mío te pierdes,
y la vida tuvo sentido
por primera, única vez.

dios, o lo más parecido,
destructor de fronteras,
entre tu cuerpo
y el mío.

quince años.

eres apenas un crío
y no lo sabes,
calladamente te lo digo,
mi niño,
yo me muero
por los besos de tu boca.

qué deseos se han anidado
en los pliegues de tus labios,
quién los ha visto madurar
y dispersarse volando.

no puedo saberlo,
y en lugar de eso
te estoy escribiendo,

para que no digas
que no sabías
que tú eres
la razón de mis días.

dieciséis años.

estoy por hacerte el amor
en la misma cama
en la que tus padres
te concibieron.

todo es circular,
menos tu felicidad.

no creas que no sé
que preferirías que
yo fuera aquel
con el que sueñas.

no te preocupes,
no me ofenderé
si cierras los ojos
y piensas en él.

todos tienen derecho
a la alegría
de un encuentro.

diecisiete años.

perdona.
no tengo tiempo para enamorarte,

vamos al grano,
a cada embestida sentirás
que tu voz se desquebraja.

pero no puedo parar,
todos deben tener una primera vez.

no me lo tomes a mal,
a mí me lo hizo alguien también,
y a ese alguien, otro,
y al otro, otro
y así.

y tú también lo harás,
ya ves,
ahora quieres crecer,
luego, como yo,
tendrás miedo
de envejecer.


miércoles, 1 de octubre de 2008

Tlatelolco de mi Sangre

Mi abuelo dejó que el teléfono sonara varias veces antes de contestar. Del otro lado de la línea la mujer de mi tío esperaba llena de ansiedad a que el viejo levantara el auricular. Cuando finalmente lo hizo, no se demoró en ir al grano, No encuentro a mi marido por ningún lado, suegro, anoche no llegó a dormir, si no le avisé antes fue para no preocuparlo. Mi abuelo guardó silencio. Hizo un rápido repaso mental, su hijo no tenía por costumbre, hasta donde él sabía, irse de putas o agarrar la parranda con sus amigos y desaparecer toda una noche. Discutieron por algo, preguntó mi abuelo, No, para nada, contestó ella, nos despedimos en la mañana como de costumbre, lo esperé despierta toda la noche, estoy asustada. Mi abuelo miró el reloj, pasaba ya del medio día. Colgaron.

Vamos a casa de los muchachos, arréglate rápido. Lleva algo de comer, te explico en el camino.

En la esquina de la calle, a unos metros de la casa de mi tío, una camioneta sin placas se había estacionado apenas. En ella viajaban unos cinco o seis policías que se disponían para el asalto. El jefe del pequeño escuadrón hizo una seña a sus subordinados para que esperaran. Un datsun rojo se detenía en ese mismo momento frente al jardín del implicado. Una pareja de ancianos bajaron del automóvil en el momento en que aparecía en el umbral de la puerta una mujer con su bebita en brazos. Qué lleva la vieja en las manos, preguntó uno de los agentes al jefe. Parece un refractario, no crees. Y si es un artefacto explosivo, mi capitán. Ahora lo vamos a saber.

No habían terminado de saludarse los suegros con su nuera y su nieta cuando de la nada apareció una banda de policías encapuchados que rápidamente, con gritos, insultos y amenazas, los secuestraron sin dar mayores explicaciones. Qué es esto, preguntó mi abuela. Que chingados le importa, pendeja, le contestaron. A la camioneta entraron, apurados y con la mirada en el suelo, la mujer de mi tío con mi primita en brazos, ambas llorando de miedo, mi abuelo, y mi abuela, todavía con su postre de limón en las manos.

Dónde está su hijo, carajo. No sé, señor, ya se lo dije muchas veces. No se haga el que no sabe, dónde lo escondieron. En ningún lado, señor. Mire, si no me dice se va a meter en un problema, quiere que traigamos acá a sus hijas para que las interroguemos también o qué. Dónde está mi mujer, señor. Contésteme lo que le estoy preguntando, dígame si su hijo pertenece a una célula anarquista. A una qué, preguntó mi abuelo. Por toda respuesta recibió un cachazo en la mandíbula que lo noqueó.

Si a mi abuela le fue mejor o peor, nadie lo sabe. Nunca habló de eso, ni siquiera cuando se lo preguntaron los investigadores de la universidad que publicaron un libro sobre la represión de los movimientos sociales de mil novecientos sesenta y ocho. Nadie lo dice, pero en el fondo, todos creemos que fue violada. A la mujer de mi tío la separaron de la niña y la interrogaron aparte durante horas, terribles horas llenas de desesperación.

Los reunieron luego a los cuatro en un cuchitril con olor a miados. Todos llevaban los ojos vendados y habían perdido la noción del tiempo. Les pasaron un plato grande con caldo de pollo recién descongelado. Reducidos a animales en cautiverio, muertos de frío, comieron con las manos y en silencio. Un militar les apuntaba con su rifle.

No saben nada, el hijo no los tenía enterados de sus actividades clandestinas, mi general. Ya suéltelos, pues, y me felicita de mi parte a la señora por el postrecito, estaba riquísimo, tanto que me dan ganas de repetir, dígale que a ver cuándo vuelve a venir.

Mi tío permaneció escondido en el pueblo de Tepoztlán el resto del mes de septiembre, sin poderse comunicar con su familia por miedo a que lo localizara el gobierno. Regresó a la Ciudad de México el dos de octubre, muy temprano. Cuando llegó a su casa, mis abuelos, su mujer y su hija lo esperaban en la mesa de la cocina. Nos llevaron, pero no dijimos nada. Hijos de perra, los lastimaron. Ya estamos bien, no pienses en eso, acá está el paquete que te vinieron a dejar, Gracias, papá. Hijo, esa caja no tiene cócteles molotov, verdad, preguntó mi abuela, pero no le contestaron, en lugar de eso, recibió un beso en la frente. No te preocupes, mamá, voy a Tlatelolco y regreso en la noche.

Tengo frente a mí una fotografía. El cuerpo de mi tío yace abatido por las balas junto al cadáver de una muchacha con el uniforme de las edecanes de las olimpiadas. Desde lo alto del edificio Chihuahua, en la Plaza de las Tres Culturas, manos enfundadas en guantes blancos abrieron fuego en contra de los miles jóvenes ahí reunidos. El contenido de la caja de cartón se desparrama en el suelo. No son cócteles molotov. Son panfletos, cientos de panfletos estropeados, empapados en sangre, empapados en la sangre de mi tío muerto, empapados en la sangre de mi sangre.

A cuarenta años de la masacre, dos de octubre no se olvida.

sábado, 14 de junio de 2008

Compás de espera

Un compás de espera es el tiempo que pasa entre lo que ya ocurrió y lo que está por suceder. Este mes y un poco más son justamente eso en este blog. Las obligaciones académicas, o sea tesis, preparación de examen de grado, etcétera, me han obligado a retirarme del mundo de las letras virtuales. Volveré, claro, cuando todo aquello haya acabado y mi vida sea mejor. Mientras tanto, dejo aquí para la edificación literaria de los visitantes fragmentos del nuevo libro de mi querida Elena Poniatowska, Rondas de la niña mala. Salú,

ANGEL DE LA GUARDIA

Mi madre recomienda
dejar abierta
la ventana
para que entre
el Ángel de la
Guarda.

Tras de mi cama
el Ángel
respira
con sus alas.

En Francia,
el Ángel
–porcelana blanca–
sonreía,
boquita de cereza.

Papel de china,
engrudo, carrizo
y un poco de morado,
he aquí las señales
del Ángel mexicano.

El Ángel argüendero
cacarea revueltas.

En un batir de alas
sus cabellos se erizan,
en la cabeza lleva
un barco de periódico.

Reparte a las volandas
notas de sangre roja.

Ángel papelero,
los pasantes le clavan
agujas de rabia
bajo las plumas.

“Olvidaste las alas”,
dice Dios cuando vuelve,
“¿Cómo voy a olvidarlas
si me duelen?”
Dios lo regaña.

En la noche
esparce noticias estelares,
mete a la recámara
a la Osa Mayor.

Al alba,
el Ángel,
flamenco rosa
palidece.

Escapa
por la ventana
y deja el cielo
vacío de constelaciones.

AGUA DE MAR

¡Ah el calor, el sol, el vientre plano,
la sal en las pestañas y las cejas!

“Déjame despellejarte”, pide Genia
y saca pergaminos de mi espalda.

Todo nos lo lavamos durante horas,
los dientes, la cola, la seda de los músculos,
un torrente de sexo nos cae en el cabello,
mil gotas de agua cantan en cada filamento.

Ser niña es ser un poco de agua con sangre.

Genia, Piti, Tota, Mimí, Kiki,
Cristi, Tere, Fefa, Teté,
ninguna tenía nombre,
sólo un cuerpo intocado quebañar todo el día.

“Creo que soy puro sexo”, decía Genia,
y daba miedo verla y sentir su mirada.

Abrí la regadera a todo su volumen
y leí sentada en el excusado
hasta que me pescaron.

“Tírale el libro al agua,
mentirosa y cochina.”

Tendí el libro al sol
y se secó por dentro
–la regadera abierta–,
lo volví a leer
hasta llenarme entera.

Bajo el acantilado, en lo oscuro,
Pachín Arango
tocaba el claxon de su convertible
y corría Cristinita listos los brazos,
envidiábamos su hondo precipicio,
su tirarse a la mar, sus ojos de contigo.

Rodeadas de agua por todas partes
el mar naufragó dentro de cada una,
el faro, en vez de guiarnos, nos desencaminó,
golosas, sólo queríamos
lo que todas pedimos,
amanecer al mundo
desfloradas a besos.

FRUNCIDA ESTRELLA

Enséñame tu ombligo,
levántate la falda,
hace tiempo accediste
y ¿sabes lo que vi?,
un ramo de violetas

Enséñame tu ombligo,
anda, suena, es un timbre,
tintinea de risa,
toco, vienes a abrir
y me dices que pase.

Enséñame tu ombligo,
copita de rompope,
para beber de él
los rayos de la luna.

Niña, ya no te muevas,
voy ahora a clavarte
mi torre de sonrisas.

¿Ves?
Tú también sonríes.

EL GATIJO HERIDO

Yo ya no juego, niño,
que de tanto enseñarte
se me ha abierto todo.

Ya fui lo que tú quieres,
échame tierra encima,
vete de mí y borra
tus huellas digitales.

Perdí las agujetas,
el fondo del vestido,
el listón de las trenzas,
los botones azules.

Ya no soy tu pareja,
ni tu limón celeste,
soy la mitad de algo
que no llegó a irse.

martes, 18 de marzo de 2008

Tres parágrafos de maltrato

Uno.
No hubiera girado la cabeza al televisor si no hubiera escuchado en él la voz de una niña diciendo el nombre de Tata Lázaro. Lo que vi me dejó perplejo. Transmitían una telenovela y en la pantalla aparecía un salón de clases, de esos que no hay en México, y en el salón había una maestra de primaria, de esas que no hay en México, y la maestra le preguntaba a sus alumnos, de esos que no hay en México, qué opinión tenían de la expropiación petrolera de 1938. La mofletuda, tez blanca y pecosa, cabello dorado amarrado en socarronas trenzas, carita de angelito déspota y mirada azul pastel de no-rompo-un-plato, en fin: de esas que no hay en México, respondió que nuestro país estaría mucho mejor hoy de no haber sido por las reformas comunistas de Cárdenas. ¡Horror, Horror! ¿Quién escribe esos guiones? ¿Qué no ven que el horno no está pa’ bollos y empero le atizan al fuego? Lo hacen a propósito, re punta de relapsos, como quien piensa que el pueblo es estúpido y que la gente cree todo lo que ve en la televisión. Bueno, lo admito, es posible que el pueblo sea estúpido y que la gente crea todo lo que ve en la televisión; pero aún así.

Dos.
No hubiera quitado la mirada atónita de la pantalla si el moreno de la playera verde no me hubiera traído a la mesa mis churros rellenos y mi chocolate espumoso. Apenas iba a morder el de mermelada de chabacano cuando Víctor irrumpió a tropezones, lanzándome un periódico maltratado al plato y bufando con su voz ronca, urgiéndome a mirar la nota que me había señalado con una flecha de lápiz rojo en el papel. Un tal Guillermo Habacuc había hecho arte atando a un perro callejero a la pared de una galería y ahí lo había dejado morir de inanición. Víctor estaba como fiera, manoteaba, pateaba, y maldecía. Él es el tipo de persona que le podía disparar un par de balazos en la sien a un hombre sólo por considerarle estúpido, pero no toleraba que una ancianita le diera de escobazos a la gata que le acababa de arañar el sillón luis xiv. Así es él. Cuando terminé de leer la nota, luego de que Víctor había acabado con mis churros rellenos de lechera y cajeta para intentar consolarse en ellos, le pregunto, Por qué nadie simplemente desató la cuerda y liberó al animal, o en su defecto, por qué nadie le llevó algo de comer a escondidas. No lo sé, responde, Supongo que todos estaban demasiado atareados en discutir la naturaleza artística de la obra, Cuál obra, pregunto yo, Pues esa, contesta él, En ciertos círculos intelectuales de vanguardia que ni tu ni yo comprendemos, así se hace el arte. Pobre animal, pienso, Lo bueno es que los budistas siempre nos consolamos ante cosas así meditando en la justicia del karma: el tal Habacuc reencarnará en pez del Rio Coatzacoalcos y un derrame de crudo le quemará los ojos hasta que muera de dolor. Y pensando en esto, feliz por mi venganza imaginaria, me llevé la taza de chocolate a la boca, antes de que la indignación de Víctor se la engullera también.

Tres.
No me hubiera quemado la mano y las piernas con el chocolate hirviendo si no hubiera soltado la taza por el susto, pero fue inevitable. Desde la terraza del café en el que estábamos vimos cómo un muchachito con playera a rayas y cabello negro y lacio corría despavorido, huyendo de unas ocho o diez personas que lo perseguían. Todos gritaban. Impulsados por no se qué espíritu de misericordia, bajamos apresurados a la calle, metimos al muchachito dentro del café y cerramos la puertita que da acceso a las escaleras de caracol por las que se sube al establecimiento. Afuera se quedó chiflando la turba enardecida. Se retiraron como leones cansados después de un par de minutos de mentadas de madre y se quedaron merodeando en los alrededores. Para cuando el último perseguidor se fue, el muchachito se comía mi último churro, pa’ bajarse el espanto. Ya estaba de Dios que yo no probara ninguno de ellos. Víctor me explicó algo así como que las tribus de adolescentes estaban en guerra y que el chico pertenecía a la base de la cadena alimenticia y por eso los lo perseguían, pero yo de eso no entiendo mucho. Viéndolo bien, el muchachito tenía un aspecto algo melancólico en el semblante, Así son todos los de su raza, por esos los atrapan, dijo Víctor y con ello se llevó al muchachito al baño con la intención noble de cambiarle el estilo y hacerlo menos vulnerable a las miradas de los adolescentes predadores. Así son todos los de su ralea, por esos los cazan, reiteró Víctor y con ello se llevó al muchachito al baño con la intención oscura de quitarle la ropa y hacerlo totalmente vulnerable a la mirada de su lascivia tiranosáurica. Yo me quedé sentado pensando en que a la larga tanta tristeza en alguien, sí angustia bastante a los que están alrededor pero no lo suficiente como para querer organizar linchamientos urbanos.

No hubiera dejado estos pensamientos de lado de no haber sido porque el moreno de la playera verde me trajo a la mesa la cuenta y me di cuenta de que debía pagar por unos churros que no me comí y por un chocolate que me tiré encima. Entregué la tarjeta con paciencia y me llevé a la boca un cigarro.

No lo hubiera encendido si el moreno de la playera verde no se hubiera ofrecido a hacerlo mientras me daba a firmar el comprobante.

No hubiera salido del café de no haber sido porque no estaba permitido fumar dentro.

No hubiera sentido ganas de matar de no haber sido porque al pasar por el baño escuché risas, susurros y gemidos ahogados del otro lado de la puerta.

No hubiera chiflado para llamar la atención de los predadores si no me hubiera dado cuenta de pronto de lo tonto que me sentía. Y tampoco hubiera abierto la puerta que daba a la escalera de caracol.

No hubiera, al final, abierto de improviso la puerta del baño si no hubiera presentido ese grito de guerra delicioso, Miren, emo y puto el cabrón, chíngenselos a los dos, con el que los adolescentes salieron tras Víctor y el muchachito, quienes se daban a la fuga torpemente por llevar los pantalones y los calzones en las rodillas.

No me hubiera, la verdad, sentido feliz de no haber sido porque Víctor se dio tiempo para mirarme con ojos de guadañas antes de desaparecer bajo la ola de mordidas depredadoras con las que los adolescentes lo abrazaban, haciéndole llover una granizada brutal de aullidos y patadas.

martes, 19 de febrero de 2008

El hombre y el gato

Para mi Ruiseñor:
la primera de las últimas veces.

El ruiseñor cantaba anunciando la caída de la tarde cuando el hombre finalmente abandonó la banca de la alameda central en la que había permanecido sentado por horas, reflexionando en las cosas más profundas. Ahora caminaba con cierto aire de renovación eléctrica por la banqueta, viendo sin pudor los ojos de los paseantes con los que se iba cruzando. Se detenía una fracción de segundo en cada mirada, la encontraba famélica y la pasaba de largo y así una detrás de la otra. Entonces, luego de haber dejado atrás la fuente de Venus conducida por su cortejo de céfiros, los ojos se le clavaron irremediablemente en los luceros vibrantes y llenos de vida de un gato negro y blanco que se lamía la pata sensualmente, recostado en la rama baja de un fresno. El gato negro y blanco a su vez le devolvía la mirada inquieta fingiendo al principio esa indiferencia típica en los de su especie, pero que después de un minuto no pudo sostener más. Ni el hombre ni el gato negro y blanco creían en el amor a primera vista, así que se acercaron el uno al otro con incredulidad y resignación, como el que se acerca a oler la rosa sabiendo que huele a rosa y no obstante se sorprende. Cuando el gato negro y blanco saltó a los brazos del hombre, supieron que ambos estaban completamente derrotados.

Más tarde, bajo el cobijo de la noche sin luna, ambos se entregaban rendidos al sueño, empapados en pétalos de caricias. El gato negro y blanco se arrellanó en el torso desnudo del hombre que pronto se quedó dormido. El felino tardó en dormirse, recorriendo con la mirada la habitación en penumbras de su amante hasta que finalmente dejó escapar un lindo suspiro de modorra feliz y cerró los ojos que eran como los faros de un automóvil sin frenos en la carretera nocturna.

Pasaron las horas de la noche y el aroma del rocío puso en alerta al gato negro y blanco. Por la ventana entreabierta se deslizaba intruso el canto de la alondra que anunciaba el advenimiento del alba. Se incorporó con mucho cuidado de no despertar al hombre, bajó de la cama y cruzó la pieza hasta la ventana por la que se escapó con agilidad furtiva. Cuando el hombre abrió los ojos, ahí estaban esperándole con devoción paciente los de su amante, igual de vibrantes y llenos de vida que la tarde anterior. El gato negro y blanco sonreía y en la sonrisa asomaba los agudos colmillos diminutos y entre estos yacía exánime el cuerpo ensangrentado de la alondra. El hombre echó al gato negro y blanco de su cuarto mezclando el horror con la tristeza. Con el aroma del felino humedeciéndole todavía los labios y las manos, el hombre recogió las plumas desperdigadas por la alfombra y las lanzó a volar en el viento de la mañana.

Esa misma tarde el hombre se sentó en la banca de la alameda central por horas a reflexionar en las cosas más profundas. No fue sino hasta que escuchó al ruiseñor cantar anunciando el ocaso, que comprendió que el gato negro y blanco había muerto a la alondra queriendo retrasar lo más posible la mañana y la disolución de los abrazos. Conmovido por el arrepentimiento corrió a buscar a su amante a la rama baja del fresno de ayer pero no lo encontró. Impulsado por un deseo oculto que no supo reprimir a tiempo, avanzó hasta la banqueta para buscar en el asfalto gris de la avenida el cuerpo hecho calcomanía de un gato atropellado. Un rumor infantil lo arrebató de aquello. A pocos pasos, jugando entre los leones de mármol del hemiciclo, una niña y un gato negro y blanco reían con las carcajadas de los enamorados.

viernes, 25 de enero de 2008

El día en que el mundo se termina

Hace un par de días recibí la llamada terrible, la misma que he recibido ya tres veces antes a lo largo de los años. Una sola frase muy anunciada: "mis exámenes dieron resultado positivo". Que estupidez de pandemia, que acertijo de letras, que laberinto de siglas: vih, sida, cd4, azt, ccr5. Eso no significa nada: eres un homosexual sin imaginación, no hay nada peor que un sodomita enfermo. Estoy harto de todo esto.

Me resisto. Esto de la epidemia de moda me pone de muy mal humor. Me niego a creer que estás infectado con el virus de la muerte. Vaya que ingenuidad, ¿qué ser humano no lo está? Me niego a creer que vas a tener una muerte horrenda de calenturas y diarrear y pústulas. Todas las muertes son horribles, todas las agonías son infernales, lo mismo las de los santos con estigmas que las de los maricones con sarcomas: toda carne, toda la mierda. Me niego a creer en los juicios públicos sobre el caso. Morir de cáncer de hígado, de choque hepático, atropellado por un camión de sopa o con una bala en medio de los ojos es igual de virtuoso o de vergonzoso. Todo lo demás es vanidad, es moral burguesa, es miedo a la compasión. Me niego a creer que tengas una garantía menos sobre la vida que el resto del mundo sólo por lo que dice muy serio un papelito en un sobre sellado y la cara larga de la mamarracha de la trabajadora social que te lo entrega. En fin, me resisto a profesarte lástima, piedad o cualquiera de esas estupideces sentimentales porque no estás enfermo o al menos no más de lo que puede estarlo cualquiera.

Así que ya basta de glóbulos rojos, blancos y de todos los colores, teorías, pastillas, términos médicos que no sirven para un carajo. La vida es la vida, así jodida como está y no hay nada que hacer al respecto ni para mejorarla, pero tampoco para empeorarla. Un día un adolescente coje con una puta en la juerga y de regreso a su casa su padre se confunde y se rasura con el mismo rastrillo y por la noche se tira a su mujer y luego ésta a su amante y al condón se le revienta una fibra microscópica abriendo un agujero por el que pasa el soplo helado del cuarto jinete del Apocalipsis y luego ¡zaz! por arte de magia todos están enfermos de lo mismo. Una enfermera inepta clava una aguja usada, magia; un dentista al que se le ha descompuesto el hornillo esterilizador, magia; una parturienta que no entiende nada, magia, magia, todo magia que no quiere decir nada.

Así que me cago en tu espíritu seropositivo lo mismo que en el santo padre. No hay tal enfermedad. Estás tan bien como la última vez que estuviste mal. La vida es demasiado bella, demasiado preciada, demasiado misteriosa para desperdiciarla en las pestes del siglo XX.

Hace dos días un ventarrón increible azotó la Ciudad de México, casi un huracán, un tornado, dijeron. Volaron todos los fusibles de mi casa y cuando explotó el transformador cercano el cielo se pintó de rojo y de fuego. Se fue la energía eléctrica por horas y yo tuve mucho tiempo enmedio de la noche infinita para pensar esto, mientras sacaba con cuidadito piezas del jenga con el que mi amor y yo jugábamos a la luz de las velas. La vida es demasiado hermosa para desperdiciarla muriendo de sida o quedándose sin luz el día en que el mundo se termina.

lunes, 7 de enero de 2008

¿Por qué existe el hombre?

EL PRÓXIMO viernes 18 de Enero estrenarémos en el Foro Antonio Lopez Mancera del Centro Nacional de las Artes (esquina de Rio Churubusco y Calzada de Tlalpan) la puesta en escena Woyzeck del autor del romanticismo alemán Georg Büchner bajo la dirección del maestro Antonio Algarra. Estaremos en temporada tres semanas, los miércoles, jueves y viernes a las ocho de la noche, los sábados a las siete de la noche y los domingos a las seis de la tarde. La entrada es libre y el cupo limitado. Espero que los que vivan en la Ciudad de México vayan a verla y la recomienden.

Y para los que no estén cerca de la ciudad de los humos, les dejo esta joyita del libreto de la ópera de Alban María Johannes Berg basada en el mismo texto dramático, nomás pa' que se den una idea de la chulada:

"Mi alma, mi alma apesta a aguardiente. Un caminante se apoya en el torrente del tiempo o se encomienda a la Sabiduría Divina y se pregunta: ¿por qué existe el hombre? ¿por qué existe el hombre? Pero en verdad, queridos oyentes, en verdad os digo: ¡Todo está bien! Pues ¿de qué vivirían el campesino, el tonelero, el alfarero y el médico si Dios no hubiese creado al hombre? ¿De qué viviría el sastre si Él no le hubiese inculcado al hombre el sentido del pudor? ¿De qué vivirían el tabernero si Él no le hubiese dotado de los deseos de emborracharse? ¿De qué el soldado si Él no le hubiese imbuido la necesidad de matar a otros? Por ello, queridísimos hermanos, no dudéis; todo está muy bien así, todo es bello y agradable... pero todo lo terrenal es vanidad, hasta el dinero por podirse. Mi alma, mi alma apesta a aguardiente..."